LIBRERÍAS. «Las mejores librerías del mundo» es el título del reportaje que lleva en portada el último número de El País Semanal. Una llamada de atención para letraheridos como yo. Y digo una llamada de atención no solo porque al verlo sé que devoraré esas páginas que me harán entrar virtualmente en esos templos del saber que son estas librerías con pedigree, sino porque, en estos tiempos de indefinición, es también un reportaje que reivindica el libro en papel. Qué raro se me hace ponerle apellido -libro en papel, libro físico…-, querido y admirado Gutenberg. El repor en cuestión se abre con unas palabras de Jorge Carrión «Elogio a las librerías con historia», y, por citar solo cuatro de ellas, mencionaré el artículo de Antonio Muñoz Molina sobre la Strand de Nueva York, el de Santiago Gamboa con la librería Umberto Saba de Trieste; La Central de Barcelona, de la que escribe Jordi Soler, y de la librería Shakespeare and Company, cuyo artículo titula «Un misterio», y firma Enrique Vila-Matas.
Y como a mí me pierde el oficio he de decir que fui librero y que inauguré, junto a mi socio Javier Cellino, una librería en La Felguera, Langreo, justo frente al colegio de los Dominicos donde durante años me ensimismé con las clases de matemáticas y química y tomaba vuelo con las de lengua y literatura. Langreo fue siempre un lugar culto pero en aquellos años se vivía la algarabía del cambio de régimen, con el consiguiente ánimo revolucionario, en donde te desayunabas con los trabajadores del sector Naval quemando neumáticos, con la siderurgia revuelta por los trabajadores de Duro Felguera, o las reivindicaciones mineras que en las manifestaciones hacían estallar la dinamita que sacaban de los pozos. Un ambiente propicio para todo menos para vender demasiada poesía, aunque sí algunos Cortázar, y sobre todo libros «militantes» como El capitalismo tardío, de Ernest Mandel, El hombre unidimensional, de Marcuse, El arte de amar, de Erich Fromm, y por supuesto, a Marx y Engels, y todo Camus, Sartre y Simone de Beauvoir.
Lorca la abrimos en noviembre de 1979. Javier y yo éramos, y somos, primos, y fuimos más primos aún porque nos embarcamos en una aventura sin retorno de la que, aparte de la satisfacción de vivir rodeados de libros, nos dio fundamentalmente dos cosas: la experiencia de tener un negocio propio, o sea de satisfacer el gusanillo de emprender, como se dice ahora, y sobre todo la alegría de volver a ser un asiduo de las librerías y recuperar el sabor a novedad que se nos empezaba a quitar por emplear todo el tiempo a cuidar la hacienda propia. De aquellos polvos han pasado ya 34 años y me alegro de seguir entrando en las librerías y sentir el mismo cosquilleo al descubrir nuevos títulos y autores que llevarme a casa. La librería se llamaba Lorca y puedo decir, sin que entonces lo supiera, que se parecía a la Shakespeare and Company que Sylvia Beach fundara en 1919 en París, al menos en la cantidad de fotografías de escritores que en ambas librerías colgaban en las paredes. Podría decir que «Lorca es una librería», parafraseando a Paco Ignacio Taibo I, que en uno de los capítulos de sus Memorias dijo de la librería Cervantes de Oviedo, en donde trabajó de jovencito: «Cervantes es una librería».
Respecto al artículo de Vila-Matas sobre la Shakespeare and Company, confieso que siento debilidad por esa librería que la norteamericana Syilvia Beach abrió en el número 12 de rue de l´Odeon, entre 1919 y 1941, y que desde 1962 otro librero reabrió en el 37 de la rue de la Bûcherie, en el Barrio latino de París. Gracias a que Beach escribió sus memorias de librera en un libro delicioso y lleno de encanto y buen rollo, los adictos al género podemos compartir con ella el deseo de hacer convivir el negocio de los libros con la edición y el conocimiento de escritores que hacen de tu librería su segunda casa. En la escala que le correspondió a Lorca convocamos lecturas poéticas, conferencias y edición de libros y revistas con los autores locales y regionales con los que nos relacionábamos:
Alberto Vega, Víctor Botas, José Luis García Martín, aunque también con Ángel González, Luis Sepúlveda, Caballero Bonald, José Agustín Goytisolo… y, naturalmente, en la Shakespeare lo hacían con James Joyce, cuya primera edición del Ulises la financió Sylvia; con Ernest Heminway, Larbaud, Gertrude Stein o George Antheil, que vivía en el piso de encima de la librería y al que le gustaba entrar en casa trepando por la fachada; como dice Vila-Matas «hay pruebas fotográficas», y se puede comprobar viendo este libro.
Durante los años de la librería Shakespeare and Company, en la época de entreguerras, conviven escritores anglosajones y franceses con artistas plásticos españoles, que marcan, como hiciera Picasso, nuevos rumbos en el arte y sobre los que tendremos que volver a hablar en otra ocasión.
TEATRO. El breve tiempo que pasé al frente del Teatro Fernán Gómez, uno de los centros públicos –aún– del ayuntamiento de Madrid, fue para mí una experiencia profesional que me permitió trabajar con algo tan sensible como la representación de las pasiones y las miserias de la vida, y me descubrió el talento y el coraje de sus protagonistas, y a veces también la mezquindad y la estulticia del género humano. Nada nuevo bajo el sol.
El 1 de diciembre (estando ya extramuros de la institución por arbitraria decisión de una de las personas que dejarán el recuerdo más nefasto de su paso en las labores culturales municipales, a la sazón Fernando Villalonga y su séquito de acólitos protegidos, Timothy Chapman, Jaime Morate y José Tono Martínez), volví al teatro el último día de El divorcio de Fígaro. El director de la obra, Alfonso Lara, y uno de los actores, Juan Antonio Molina, insistieron en que fuera porque, según ellos, tenía que disfrutar la obra que solo unos meses antes les había contratado. Así que me apoyé en el hombro y en la sonrisa de Palmira Márquez y nos dejamos llevar por el genio del autor, Ödön von Horváth.
La obra parece como si se acabara de escribir hace unas horas. Una breve muestra, a ver si les suena:
Frente al portal del palacio del Conde de Almaviva, están tomando el sol ANTONIO, antiguo jardinero, y PEDRITO, anterior mozo de cuadras del Conde, ahora administrador del palacio.
ANTONIO: (Fumando) ¿Qué dice el periódico?
PEDRITO: (Leyendo) Nada. Que la cosa marcha.
ANTONIO: ¿Dónde?
PEDRITO: En nuestro país. El resto del mundo se hunde. Sólo nosotros vamos hacia arriba
ANTONIO: No estaría mal que además se notara.
Siempre estaré agradecido a Juan Antonio Molina por haberme propuesto representar esta obra, tan bella como desconocida en nuestro país. El divorcio de Fígaro es una adaptación de su director y actor principal, Alfonso Lara, que realizó un gran trabajo de adecuación del texto porque la obra original se escribió para ser representada en más de tres horas. También pensó en la crisis, claro, y redujo a siete los personajes que cumplen con maestría y dominio de la escena y dan voz a los 22 con que fue escrita.
Josef von Horváth, tal era el nombre real del dramaturgo, nació en 1901 en Hungría, y murió en París en 1938. Cuando cumplió ocho años hicieron noble a su padre, de ahí la preposición «von” alemana, lo trasladan a Múnich y, en adelante, será el alemán su auténtica lengua. En 1933, con el régimen nazi en alza huye a Viena y en 1938 cambia su residencia a París, y muere fulminado por un rayo en los Campos Elíseos; él, que tenía un miedo cerval a las tormentas eléctricas. Solo dos años antes había escrito El divorcio de Fígaro.
Mi profunda felicitación a Alfonso Lara, Juan Antonio Molina, Inma Isla, Micaela Quesada, Manuel Brun, David Sánchez y Raquel Guerrero por estar a la altura de un texto con tantos matices y por habernos dado la oportunidad de formar parte esencial de la vida rica del teatro. Espero que continúen disfrutando de él y que la voz de Ödön von Horváth, tan crítica con el fascismo y sus peligros, siga resonando en los escenarios. No sabemos si el dramaturgo intuyó la cercanía de la muerte pero, un año antes, imbuido en la construcción de una nueva novela, escribió una carta a un amigo en la que decía: “Hace falta que escriba este libro. ¡Es urgente! No tengo tiempo para escribir grandes novelas porque soy pobre y debo trabajar para comer… Yo también soy un hijo de nuestro tiempo”.
Vuelvo a reiterar la felicitación por el blog y darte las gracias por el placer de leer tan bellas palabras que si no te molesta publicitare en mi Facebook, merece ser conocido.