A José C. Vales, filólogo, traductor y autor de la novela Cabaret Biarritz (Destino), Premio Nadal, 2015, con el que hablo de cosas de las que no sé nada para aprender algo de lo mucho que él sabe.
Yo también me sumo a ese río de tinta que nos lleva, parafraseando a José Luis Sampedro, aunque no sepamos bien adónde, con motivo de la reciente muerte del semiólogo y novelista Umberto Eco (1932-2016).
Cuando llegó a mis manos su primera novela, El nombre de la rosa (Lumen, 1980), de la que dicen que ha vendido 30 millones de ejemplares, Eco era ya el personaje indiscutible que fue siempre gracias a libros como Obra abierta, que había publicado en Italia en 1962, en la que el autor conduce al lector para que sea este quien reescriba el texto, generando una particular relación entre el que escribe y el que lee.
En esa relación tan experimental, ya en el terreno de la novela, otro escritor italiano, -aunque nacido en Cuba- el personalísimo Italo Calvino (1923-1985), publica Si una noche de invierno un viajero (Siruela, 1979), que según el propio autor, “es una novela sobre el placer de leer novelas” porque el protagonista es el lector que, empujado por los acontecimientos, es inducido a volver a leer el principio diez veces. Así comienza: “Estás a punto de empezar a leer una nueva novela de Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero. Relájate. Concéntrate. Aleja de ti cualquier otra idea. Deja que el mundo que te rodea se esfume en lo indistinto. La puerta es mejor cerrarla”.
Fue a principios de los 80 cuando llegué a Umberto Eco, a uno de los libros que más me costó entender (creo que no entendí nada porque para eso había que tener en semiología una base sólida), pero en el que me zambullí como si entrara en una piscina en verano -tal vez fuese la atracción de un título tan poético, –La estructura ausente (1968). En ese tiempo en que Umberto Eco publica sus libros de semiología, el también semiólogo, Roland Barthes proponía que la obra, para que no muriera, debería ser siempre abierta, cuya consecuencia lógica era la muerte del autor, aunque sobre la cooperación entre texto y lector, Eco ya había teorizado en Lector in fabula. Coincidían entonces mis lecturas con El grado cero de la escritura, de Roland Barthes, aunque el libro con que Barthes me tuvo más tiempo reflexionando sobre la retórica y el ornamento que rodea la literatura fue El placer del texto. Libros que en aquel momento de búsqueda de significados y significantes, como diría Saussure, constituían mi pequeño mundo intelectual que también navegaba a favor de los vientos del arte, el cine, el teatro, la novela y la poesía.
Con El nombre de la rosa, Umberto Eco entró de lleno en la cultura de masas de la que había hablado en Apocalípticos e integrados (1964) y aquella novela fue como una coctelera en la que introdujo el relato gótico, la novela policial y la crónica medieval, de cuya destilación resultó un detective llamado con toda intención Guillermo de Baskerville, que se encargaba de resolver los crímenes cometidos en una abadía benedictina en el siglo XVI.
Una reflexión
Entre 1975 y 1985, es decir, en la década que va desde la muerte del dictador en la cama hasta la entrada de España en la Unión Europa, muchos jóvenes nos dedicamos con tesón y voluntad de cambio a intentar darle la famosa vuelta a la tortilla a este país del que incluso llegamos a renegar por haber estado en la cola de casi todo. Sobre todo en cultura democrática. Fue un tiempo que sirvió para poner los cimientos en la construcción de un país del que algunos apocalípticos decían que aún no estaba preparado para el cambio. Pasaron muchas cosas buenas y llegamos a alcanzar un nivel en el crecimiento de una clase media que empezaba a creerse a sí misma y a acceder a un mundo más cultural, educado y libre del que había salido. Estábamos haciendo entre todos un país que no lo iba a reconocer ni la madre que lo parió, como se encargó de decir alto y claro Alfonso Guerra.
¿Cómo es posible que hoy, con aquellas luchas y aquellos afanes tan legítimos hayamos desembocado en este aquelarre de monstruos cuyos ilegítimos afanes en todo ese tiempo era esquilmarnos cuanto más, mejor? ¿De qué se reían Rita Barberá y Francisco Camps cuando los vemos ahora en la tele?, su caloret nos sonroja a los que habíamos trabajado tanto por dejar de ser diferentes ante Europa, aunque aún lo sigamos siendo cuando Barberá dice cosas tan peregrinas como que no se va a dejar juzgar por los tribunales populares y totalitarios de una izquierda radical.
Esa Europa que se estaba construyendo en los años 90, y para la que también Umberto Eco aportó un trabajo pedido expresamente para la ocasión, titulado A la busca de la lengua perfecta (Crítica, 1993); esa gran esperanza dibujada por la geografía, modelada por la historia, desde que los griegos le pusieron el nombre de Europa, parece cada día más lejos de ser una realidad sólida, y su camino hacia la unidad vuelve a peligrar por los conflictos y las contradicciones internas. Nos persigue el maleficio del que Jaime Gil de Biedma hablaba en el poema “Apología y petición”:
De todas las historias de la Historia / sin duda la más triste es la de España, / porque termina mal.
Entonces, ese mal había sido la Guerra Civil y una dictadura de 40 años. Hoy, nuestro mal es la corrupción, el sálvese quien pueda y el “y tú más”. Y de nuevo, aunque resulta todo tan viejo como nuestra historia, las posturas arrogantes, las banderas salvadoras, la falta de generosidad y ese mal endémico que parece tan arraigado como la envidia, que es el paletismo del nuevo rico.
Y por si todo esto le sonara a alguien demasiado negativo, solo habrá que poner sobre la mesa estos seis pilares: ciencia, cultura, educación, sanidad, pensiones y empleo, y pensar en qué momento están, cuánto tiempo podremos esperar antes de que sea demasiado tarde para no tener que decir, como Mario Vargas Llosa, en el comienzo de una de sus mejores novelas, Conversación en la catedral (publicada por primera vez en 1969 y en Alfaguara en 2003): “En qué momento se había jodido el Perú?”.
¿Demasiado negativo?… Optimista, más bien; algo ingenuo y aún ilusionado: todavía piensas que las cosas pueden cambiar, sino no tendrías este blog.