El rodaje del documental sobre la estancia de John Passos en España en 1937, cuyo título provisional es Duelo al sol, está en la recta final. El filme, dirigido por Sonia Tercero Ramiro, con su productora Time-Zone, con producción de TVE y la participación de Dos Passos Agencia literaria en calidad de productores asociados, está ya listo para su montaje. Estas fotos son una pequeña parte de ese rodaje y recogen un día inolvidable en el que el equipo se trasladó a Fuentidueña de Tajo, localidad a unos 70 km de Madrid. Allí se rodó en 1937 Spanish Earth, documental de Joris Ivens sobre la guerra civil española, narrado por Ernest Hemingway, y allí hemos vuelto para rodar con el nieto del autor de Manhattan Transfer por los mismos caminos por los que entonces estuvo su abuelo. La alcaldesa de Fuentidueña de Tajo, Aurora Rodríguez Cabezas, fue una pieza clave para que nos pudiéramos mover libremente y nos acompañó en todo momento. Las fotos no necesitan el apoyo de ningún pie para saber «leerlas». Ahí están Sonia Tercero, el cámara Ignacio Giménez-Rico, Cati Pensado, responsable de producción, y John Dos Passos Coggin caminando con la alcaldesa, y «Lucas», un cachorro negro azabache que quiso sumarse a la fiesta. Por la tarde, de vuelta en Madrid, se rodó una entrevista en el Hotel Palace. Después, Dos Passos tuvo un encuentro con Juan Cruz, cuya entrevista, publicada en El País, reproducimos completa. Se rodó también una escena de café literario en el Espejo de Recoletos, en la que hicieron de extras los escritores Luisgé Martín y Fernando Olmeda. Al día siguiente, Dos Passos Coggin conoció la Feria del Libro de Madrid y habló con Ernesto Pérez Zúñiga, Natalio Grueso, David Cantero e Inma Chacón, con quienes se fotografió. Una semana que ninguno de nosotros olvidará.
John Dos Passos Coggin, en su despedida del domingo, exclamó levantando el puño: «Siempre Dos Passos». Sí, decimos nosotros con él, adelante la literatura, el cine y la cultura. ¡Adelante Dos Passos!
Gerald Muphy (izq.) con Hemingway y Dos Passos
La de John Dos Passos y Ernest Hemingway, dos gigantes de la Generación perdida estadounidense, fue una amistad torturada, en la que la Guerra Civil española jugó un papel principal, pero terminó bien.
El nieto de Dos Passos, que también se llama John Dos Passos, es escritor y abogado medioambientalista, y rueda en España en los escenarios en los que su abuelo estuvo cuando él y otros escritores y voluntarios extranjeros vivieron nuestra guerra civil.
Cree John, un joven que nació en 1973, tres años después de la muerte del autor de Manhattan Transfer , “que no es ajustado decir que la amistad” de su abuelo con Hemingway “se perdió, aunque es cierto que la Guerra Civil española fue una vuelta de tuerca a peor en aquella relación”.
Tras los ataques de Hemingway (contenidos en París era una fiesta), que establecía el carácter derechista en que había derivado la forma de ser de John Dos Passos, se produjo entre ellos un distanciamiento. Pero “sí se vieron después de la guerra, no es verdad que dejaran de comunicarse. Intercambiaron cartas y creo que la última vez que se vieron fue en 1961 en Idaho (EE UU)”. El escritor cubano Leonardo Padura, autor de la novela Adiós, Hemingway, comentó ayer en Madrid que desconocía esta circunstancia, pero abundó en la dificultad de Hemingway para mantener amistades, como en este o en otros casos.
Ese encuentro entre los dos escritores más importantes de los que se ocuparon de la guerra española en sus propios escenarios se produjo “poco después de la muerte de Katie, primera mujer de mi abuelo, en un accidente de coche. Creo que Hemingway estaba muy triste porque Katie había sido amiga suya de la infancia”.
Dos y Hem, que eran sus nombres de amigos, “se vieron en Cuba y por lo visto conversaron durante varias horas. No sé de qué hablaron y las cartas tampoco lo revelan, pero llegaron a una especie de acercamiento. Cuando mi madre supo de la tensión entre ellos, porque lo leyó en un artículo en torno a esa torturada amistad, explicó en alto que ese fue, por tanto, el fin de una amistad… Mi abuelo reaccionó al oírla y la corrigió: ‘No, éramos amigos y lo fuimos hasta el final. Hasta que él se mató”. Hemingway se suicidó en Idaho, Estados Unidos, en 1961.
John Dos Passos nieto está en España convocado a participar en un documental que se titula Duelo al sol, que dirige Sonia Tercero; es una coproducción de TVE y Time Zone, con la agencia literaria Dos Passos, que dirige Palmira Márquez. Cuando hablamos con el nieto de Dos Passos este acaba de rodar en Fuentidueña de Tajo, uno de los escenarios en los que el escritor vivió nuestra guerra.
Aún sobre aquella amistad “que acabó bien”, John Dos Passos júnior explicó: “Aquella respuesta de mi abuelo a mi madre no era habitual, él no era tan tajante, según su hija. Y mi madre me dijo que él pensaba que la gente debía interpretar su amistad como eterna, permanente, hasta la muerte. Cuando se suicidó Hemingway, mi abuelo lo lamentó, y mi tío, su hijastro, me comentó que el día en que se supo la noticia los periodistas lo llamaron insistentemente; él lamentó la muerte del gran escritor, premio Nobel. Dijo que era un talento magnífico. Y a la tercera llamada ya no quiso ponerse más, estaba muy emocionado y se fueron en el coche… En aquellos tiempos el teléfono estaba atornillado a la pared y él no podía descolgarlo, su manera de no ponerse era yéndose de la casa… Fue una amistad dolorosa, pero una amistad muy larga de todas maneras”.
La sombra de la tortura sobre las amistades cubrió todas las relaciones de Hemingway. Cuenta Scott Donaldson (Hemingway contra Fitzgerald. Auge y decadencia de una amistad literaria, Siglo XXI) algo que dijo uno de esos amigos torturados, Donald Ogden Stewart, “que conoció bien a Hemingway durante los años veinte y fue el modelo para el simpático Bill Gorton en Fiesta”. Según Stewart, “en el minuto en que empezaba a quererte, o en el minuto en que Ernest empezaba a tener cierto tipo de obligación hacia ti, de cariño, de amistad, entonces era cuando tenía que matarte. Te habías puesto demasiado cerca de algo de lo que Ernest se protegía a toda costa. Una por una acabó con las mejores amistades que tuvo. Lo hizo con Scott; lo hizo con Dos Passos y lo hizo con todo el mundo”.
Pero John Dos Passos júnior no vino a hablar de esa amistad, que aquí se interrumpió, sino a seguir las huellas de su abuelo. “Estar aquí, donde él vivió aquella tragedia, es aleccionador e inspirador, porque de este modo rememoro las vicisitudes y tragedias que supuso la Guerra Civil. Pero también es una oportunidad de andar por las sendas de inspiración que él disfrutó también en España…
España fue un pozo sin fin de inspiración artística: los colores, la arquitectura, la gente, el paisaje, todo le atrajo de joven. Aquí vino por primera vez, creo, en 1916… Y en 1937 vino a explorar la muerte de su amigo y traductor, José Robles. Quería saber lo que le había ocurrido a su mejor amigo en una tierra que él consideraba parte de su corazón”.
John Dos Passos júnior, nieto del escritor, en Madrid. / Carlos Rosillo
Robles había completado, dice el nieto del autor, la primera traducción española de Manhattan Transfer, había traducido a Babbitt de Sinclair Lewis, uno de los primeros autores que apoyó a mi abuelo… De forma que tenía un gusto muy sofisticado, una tendencia a la literatura innovadora de vanguardia. Su muerte me parece una tragedia desde muchos puntos de vista, pero sobre todo a España y a Estados Unidos se les arrebató un gran artista, y en este y en otros casos el arte y la civilización son víctimas de la guerra. Creo que el arte de José Robles nunca debería ser olvidado, de la misma manera que nunca se debe olvidar el lugar de mi abuelo en la búsqueda de la verdad sobre su vida”.
Lo dice Ignacio Martínez de Pisón en su prólogo de Años inolvidables (Seix Barral), el libro más español de Dos Passos: esos tiempos mejores a los que alude en ese libro se rompieron; “el descubrimiento del asesinato de José Robles, su amigo y traductor, fue el detonante, y con la explosión subsiguiente saltaron por los aires los pilares que sustentaban esa armonía: se acabó el Dos Passos viajero y enamorado de España, se acabó el izquierdista activo y enamorado de España, se acabó el amigo de Hemingway…”. Al menos este último eslabón no se dinamitó del todo, según dice ahora su nieto sentado en el bar de Madrid donde rememora, para un documental, la presencia de su abuelo en este país.
Del blog de Carlos García Santa Cecilia
El jueves pasado tuve la oportunidad de subir a la terraza del edificio de la Telefónica con John Dos Passos y contemplar el paisaje desde allí. Sigue siendo para mí la mejor vista de Madrid; aunque hay torres más altas, desde ninguna se abarcan de esa manera los contornos de la ciudad, el tono de los tejados –entre rojizo y terroso– y el mismo cielo intenso y profundo que pintó Velázquez. Parece un poblachón amable de calles sinuosas que se hubiera extenido alrededor de esta posición dominante. El nuevo Madrid queda más atrás y es fácil recortarlo con la vista e imaginar la perspectiva de los corresponsales extranjeros que acudieron a cubrir la Guerra Civil cuando la ciudad era “la capital del mundo” y el edificio de la Telefónica, su corazón. John Dos Passos, nieto del gran novelista, estaba en Madrid rodando un documental sobre el ‘caso Robles’ que emitirá TVE el próximo otoño. Envenenada con el tema, Sonia Tercero, directora y guionista, lleva meses intentando desentrañar las claves de una trama en el que quedan todavía, más de 75 años después, demasiados cabos sueltos. Tanto en Estados Unidos como en España y Gran Bretaña ha entrevistado a historiadores y testigos y ha rastreado hemerotecas y archivos, especialmente el de la Universidad Johns Hopkins de Baltimore, que conserva la correspondencia de los últimos días de Robles y en la que probablemente subyacen algunas de las claves de lo sucedido.
Para seguir leyendo: http://www.fronterad.es/?q=bitacoras/carlossantacecilia/con-john-dos-passos-en-edificio-telefonica
Quiero presentaros a un espléndido poeta, aunque antes de hablar de sus cualidades y de mostraros algunos de sus poemas, lo que debo decir es que Alberto Vega y yo fuimos amigos. Grandes amigos que compartimos lecturas, noches de confidencias al calor de la música, poesía, viajes, proyectos y afinidades ideológicas. Nos conocimos gracias a nuestro amigo común, el pintor Helios Pandiella, e inmediatamente surgió entre nosotros una corriente de simpatía que creció con los años. Alberto vivió una vida plena, a pesar de su brevedad, porque tuvo el amor de Paula Granados y porque escribió y publicó libros de gran calidad, desde el primero, Brisas ligeras, allá por 1980, hasta Estudio melódico del grito, que Visor publicó en 2005.
Alberto Vega murió un mes de mayo, hace ocho años. Desde entonces mayo es el mes más cruel, y no abril como cantó T.S. Eliot, y por eso hoy quiero recordar su bonhomía y su talento literario con un post en el que he recogido el obituario que escribí en El País, algunos de sus poemas llenos de frescura y madurez y buenas dosis de ironía, este Fulgor y muerte… que va a continuación y que sirvió de prólogo a un librito de poemas de un concurso para escolares que cada año se convoca en las cuenca minera del Nalón y en el que estoy de jurado; un artículo de Fernando Beltrán sobre Plenilunio y, como colofón, el texto que escribí para un libro no venal, Plenilunio, que recoge su obra poética completa, y que fue el homenaje que le brindó el ayuntamiento de Langreo. En ese libro participamos todos los que durante muchos años formamos con Alberto el grupo Luna de Abajo, referencia cultural indiscutible en la Asturias de los años 80, y a partir de la publicación de Guía para un encuentro con Ángel González, en todo el mundo.
Fulgor y muerte de Alberto Vega
Si pienso en Alberto Vega me da la impresión de haberle conocido desde siempre, y, sin embargo, nuestra amistad empezó a finales de los años setenta cuando, como diría Gabriel García Márquez, éramos jóvenes e indocumentados. Teníamos, eso sí, una ilusión acorde con la edad, unas devoradoras ansias de conocerlo todo, de leerlo todo, y los primeros años que vivimos en democracia fueron un fervor continuo en el que inventábamos la pólvora cada día en forma de revistas, poesía, política y amistad a raudales.
Así conocí yo a Alberto, en medio de tantas cosas buenas por venir, invirtiendo nuestro tiempo en crear una revista que bautizamos con el nombre de Arlequín, nombre al que seguía el rimbombante apellido de “Revista artístico literaria”, que fue pionera en el furor de las revistas literarias que entonces empezaron a presentarse por todos los cenáculos públicos de Asturias.
En aquellos días de 1979 me veía con Alberto en la librería Lorca que acabábamos de inaugurar Javier Cellino y yo en La Felguera y que, como todas las cosas que hacíamos entonces tenían el sello inconfundible del voluntarismo. La librería la decoramos con fotografías de escritores, en memoria de Shakespeare & Company, la pequeña-gran librería que la americana Silvia Beach regentó en la rue de L´Odeon, en el París de entreguerras. Claro que Silvia Beach recibía a James Joyce (incluso le publicó Ulises, que Joyce leyó algunas tardes para los amigos), y en donde también eran asiduos Ernest Hemingway, Gide, Valery, Henri Michaux, Nabokov, Gertrude Stein y otros monstruos de la literatura que ahora están en los manuales. Pero nosotros estábamos en la edad del pavo predemocrática y teníamos el orgullo de ser los anfitriones de poetas y pintores locales que daban lustre a aquellos pocos metros cuadrados de cultura efímera que fue la librería Lorca. Recuerdo que, a manera de nuestro Joyce particular, el primer libro de Alberto Vega, Brisas ligeras, publicado en 1980, lo colgamos durante un mes en el centro de la luna del escaparate de la librería. Era una especie de señal, algo así como: “Atención, lectores, esta librería tiene el placer de anunciar el nacimiento de un poeta local que ahora es una promesa pero que pronto se convertirá en una realidad incuestionable”. Alberto nunca lo vio, quiero decir que con él no se hizo justicia poética aunque su trayectoria haya sido, sin duda alguna, relevante, pero silenciada porque sus libros gravitaron en el ámbito de las publicaciones a pequeña escala. El paso del tiempo, que tanto destruye, lo ha convertido en el poeta que augurábamos desde aquel escaparate, y sus versos siguen brillando con luz propia mientras otros que vivieron las mieles prematuramente se ven hoy abocados al olvido.
Poco tiempo después llegó a nuestras vidas Ángel González. Venía desde Alburquerque, Nuevo México, allá por 1984, y eso significó un regalo que nos compensó todas las noches que habíamos invertido en poner en marcha Luna de Abajo, una modestísima y estética editorial de poesía que marcó el pulso de las publicaciones que se empezaban a gestar en Asturias. Leíamos con pasión y hablábamos sin ningún límite de tiempo de los proyectos que pondríamos en marcha. Y fueron muchos. Con Ángel González, y con su mujer, Susana Rivera, también profesora de literatura española en la misma universidad que Ángel, vivimos la apertura de otros ámbitos donde encontrarnos, presentar nuestros libros y admirar en grupo, como una experiencia nueva en nuestras vidas deseosas de cambios, la cambiante luz, el vario cielo que nos ponía en órbita cada mañana. Y Alberto Vega, el mejor poeta que hemos tenido en Langreo, ha demostrado que el tiempo, ese gran escultor del que hablaba Marguerite Yourcenar, termina poniendo las cosas en su sitio, y que tú, querido lector de estas líneas, tú que aspiras a ser poeta, debes saber que una buena manera de reivindicar el espejismo / de seguir siendo uno mismo como dice la canción de Aute es seguir esta estela, la de Alberto Vega, un poeta que un día también fue niño como tú, adolescente como tú, que tuvo sueños igual que tú y que, como Ángel González, “donde puso la vida puso el fuego”, es decir, que apostó por ser leal a sus convicciones, leyó y escribió con sentido crítico, rompió muchos folios antes de publicarlos y nos dio siempre lo mejor de sí mismo: su mejor poesía y su impagable amistad. Y yo ahora, contándotelo en voz baja, como corresponde a su talla humana, me siento orgulloso de decirte que he tenido la inmensa suerte de ser su amigo.
Alberto Vega, poeta y editor, escribió una poesía de la cotidianidad y el desencanto (obituario, El País, 2006)
Alberto Vega nació en la localidad asturiana de Langreo en el otoño de 1956 y falleció en la misma villa industrial y minera el 15 de mayo de 2006 a causa de una enfermedad degenerativa. Fue poeta, editor, columnista de prensa y agitador cultural.
Alberto Vega vivió sus 49 años en la activa y minera villa de La Felguera, en el municipio de Langreo, donde escribió sus mejores versos, cantó para los amigos las canciones de Silvio Rodríguez, Luis Eduardo Aute, Joaquín Sabina y Leonard Cohen, y dirigió el área de Cultura del Ayuntamiento.
Una vida trufada de reconversiones industriales, militancia de izquierdas, desaforadas lecturas de Octavio Paz, Jaime Gil de Biedma, Ángel González y Jorge Luis Borges, y recitales poéticos con el grupo Luna de Abajo, al que perteneció desde su fundación en 1980, convertido más adelante en editorial de poesía en la que publicó también la mayor parte de sus libros.
El primero, Brisas ligeras, cargado de juvenil entusiasmo que hiciera al poeta intentar olvidarlo, pero que es un magnífico preludio de Memoria de la noche (1981), al que siguen Cuaderno de la ciudad (1984), para matar el Tiempo (1986), La luz usada (1988 ) e Historia de un nudo (1992), ganador del premio internacional de poesía Ateneo Jovellanos en 1992. En el prólogo de su último libro Estudio melódico del grito (Visor, 2005), Ángel González escribió:
«[…] Es la suya una poesía de la cotidianidad y el desencanto, escrita en un lenguaje que, acaso también decepcionado de las grandes palabras épicas o líricas, se apoya en el decir común, apela a aquellas otras «palabras de familia gastadas tibiamente» —a veces, en su caso, «airadamente»— tan gratas a Jaime Gil de Biedma, más íntimas y propicias a la reflexión y a la confidencia; palabras de familia hoy numerosa, fieles al signo de una época que viene de lejos, desde más lejos de lo que pudiera parecer. […] Pero lo que en último extremo justifica a esa poesía no es el coherente y desolado mundo que desvela, sino —como ocurre siempre con la poesía— la forma en que se expresa, el imaginativo y personal uso que Alberto Vega hace de la materia común con la que trabaja: palabras de muchos, pero ante todo suyas, contenidas y justas, irónicas en su capacidad de insinuar más de lo que queda escrito, dichas en un tono peculiar que permite reconocer al poeta sin más datos que su sola voz; raro privilegio en nuestros días […].»
También José Luis García Martín había destacado de este último libro: «Desde el principio, su poética estaba clara: realismo, cotidianidad, humor negro. Tan clara como sus maestros: Ángel González, Jaime Gil de Biedma, ciertos poetas sociales, los músicos del rock más canalla y urbano… Todo ello estaba trascendido por una poderosa voz personal, una reconfortante aspereza, una sequedad alérgica a fáciles lirismos».
Alberto Vega escribió el 7 de mayo el último artículo en La Nueva España. En sus textos diseccionaba la sociedad globalizada con un gran sentido del humor y una cercanía periodística encomiable.
Fue uno de los poetas más interesantes de su generación, un poeta culto y fino que había contado antes que muchos la experiencia irónica de cada día, el arduo trabajo de «fatigar aceras» y el desencanto de ese tiempo pasado que se nos suele antojar mejor.
Nos queda intacta su mirada y su manera de estar en el mundo, su sonrisa y sus versos cargados de amor a la vida.
CUATRO POEMAS DE de ALBERTO VEGA
Luna de Abajo en pleno: Ricardo Labra, Helios Pandiella, Alberto Vega, Noelí Puente y M.M. Presentación de «Estudio melódico del grito» en la Casa de la Cultura de La Felguera (junio de 2005)
MIL IMÁGENES PARA UN ADIÓS
Se conocieron en un local de moda,
uno de esos locales
en que la única virgen es la camarera,
joven prima del dueño
que sirve copas y guarda las propinas
para abrirse en verano a una playa del sur.
Alguien les presentó, cayeron
unas gotas de beefeater y agua tónica
sobre su blusa malva en el beso de rigor.
Ella echaba de menos un crepúsculo tibio
con su parque, su luna, su teadoro.
Él trató de cambiarla en un fin de semana,
pero jamás había querido ser distinta,
sino profundizar en aquello que de bueno
pudiera tener. Sólo dijo: lo siento
(Quién iba a sospechar que, en ese instante
-dicha con la verdad llena de labios-
una sola palabra vale por mil imágenes).
LA CHICA DEL ANUNCIO
Bien podría comprar esas bragas que anuncia
o tratar de encontrarla a través de su agencia,
pero no,
nada de eso,
tuve que enamorarme
como un niño de su imán y diariamente
mirarla de reojo por las calles más céntricas.
Últimamente pienso que si cambia la chica
de las vallas que nos venden su sonrisa
no haré por encontrarla a través de su agencia:
Compraré, por despecho, las bragas que anuncia.
DIOS HA MUERTO, MARX HA MUERTO
(Y YO ÚLTIMAMENTE NO ME ENCUENTRO
NADA BIEN)
El caso es que me busco entre las cosas
vecinas, entre tanto
vino bastardo y tertulia de provincias,
jugándome los pasos a una carta
marcada en la baraja del destino
con orlas de colores y falsos paraísos,
desafiando al tiempo entre mitos y flautas.
Por lo demás, ningún problema. Gracias.
Perfume de una flor pisada en las aceras
Con Miguel Munárriz
Demasiadas aceras, hemos visto
cruzar miles de rostros
anónimos en busca de un pensamiento claro.
Podría cambiar todo
si existiera un dios cercano y bondadoso
en la ciudad del agobio y la costumbre.
Podría cambiar todo
al embriagarnos de gestos y palabras
si no sabe ya el vino más que a niebla
(Al descubrir que ser feliz no estriba
en hacer únicamente lo que quieres,
sino en querer simplemente lo que haces).
De Historia de un nudo (1992)
Plenilunio. (Obra Completa 1980-2005)
Alberto Vega / Luna de Abajo. Langreo, 2007 / 289 páginas.
Fernando Beltrán
Subí con curioso entusiasmo, como siempre, hacia el altillo poético de la librería Ojanguren, uno de esos días en los que Lloviedo hace honor a su nombre más íntimo, y unos minutos después aquel tranquilo orbayo exterior se había transformado en un brusco, radiante y desapacible aguacero.
Abrir libros al azar tuvo siempre ese riesgo. Y un culpable esta vez con nombre y título en mis manos. Un desconocido Alberto Vega y un Memoria de la noche en el que creí encontrar la confirmación de que algo distinto estaba empezando a ocurrir en el panorama poético de aquellos primeros años ochenta. Por eso, lo desapacible de pronto del día en su sentido más literal. En su sentido más hermoso, más poético también. Unos versos que agitaban el corazón de aquel lector al azar.
Veinticinco años después, o un siglo después, o tanto tiempo después, a secas, y que cada uno ponga aquí la medida, el armario o las ventanas de sus cuartos crecientes, aquel autor alcanza su particular Plenilunio al reunirse ahora en un tomo imprescindible la totalidad de una obra que vararía después de aquella inicial Memoria, en títulos tan emblemáticos como Cuaderno de la ciudad, La luz usada o Historia de un nudo, por citar tan sólo tres desapacibles vetas de una obra cuyos títulos sirven por sí solos para intuir la fuerza ámbar y la verde o roja intemperie sucesiva de un poeta de la ciudad y para la ciudad, entendida ésta, por supuesto, en su sentido más simbólico e interior. O sea, el de la vida misma. Ese semáforo roto.
Porque Alberto Vega, poeta desde la experiencia más viva, poeta entrometido hasta las entrañas más profundas de todas aquellas superficies –grandes y pequeñas– que habitó con los ojos abiertos de sus palabras, habló siempre en sus versos de las cosas que pasan y los días que no ocurren, consciente de que no hay realidad sin imaginación, ni sueño remoto que no pueda viajar sentado de pronto en el asiento de al lado del tren o el autobús de cada mañana.
Que todos estos versos lo sean ahora a título póstumo, porque Alberto Vega (Langreo, 1956-2006) se viera abocado a encender antes de tiempo el largo cigarrillo de la muerte, es tan sólo un dato biográfico más, ajeno por entero a una columna que sólo lo será en esta ocasión, como aquel primer día, de llovida y radiante celebración porque los versos de uno de los poetas esenciales de los últimos tiempos están ahora a nuestro alcance en esta cuidadísima edición confeccionada con mimo y exigencia por sus amigos poetas del grupo Luna de Abajo –Miguel Munárriz, Ricardo Labra, Noelí Puente y Helios Pandiella- y porque el corazón de seres irrepetibles como Alberto Vega puede pararse, pero nunca muere…
RÉQUIEM CON MÚSICA A DESTIEMPO (prólogo a Plenilunio)
Ahora que estoy seguro de que sólo podré leerte como si te rezara reconozco mi absoluta falta de oraciones para cantarte como te mereces. Ya eres eternidad. Lo supiste entonces y por eso dejaste constancia al pie de un poema, con un verso que no es tuyo pero que también inventaste tú: Otro día se acaba y el destino era esto. La fatalidad es que ahora no hay tiempo para nada, ni siquiera para matarlo. Lo injusto es que hayas tenido que irte tan pronto, tan a destiempo que ahora empezaremos a recordarte cada vez más joven, cada día más riente y a cada instante más entrometido con la vida. Al leerte, se podría decir que fuiste un viajero empedernido, que las ciudades del mundo no tenían secretos para ti, aunque quien te buscara te encontraba siempre, lo mismo entre ráfagas de papel o fatigando aceras, que enredado en música a la que le marcabas ritmos nuevos, o entre la felicidad de los amigos que siempre celebraron que estuvieras entre ellos. Tú fuiste un poeta y nos dejaste tu imaginación excitada, los mundos que inventaste, la sensibilidad de tu pensamiento hecho verso, pero ahora, todo se ha quedado en un frasco de esencias que no podemos abrir sino en la intimidad más oscura, para volver a ser cómplices, contigo, de la noche, memorial de espías, Baudelaire extraviado con la voz rota de un santo bebedor de ginebra. Si la poesía moderna y la modernidad existe por Baudelaire tú también has inventado esa ciudad cosmopolita en la que nunca viviste y le aceleraste el corazón y la convertiste en ti mismo y peleaste en ella la palabra aristocrática y esbelta con el vulgo apestoso y maloliente del crimen. Inventaste como él los dominios excelsos de la poesía que sube del infierno y busca la protección del Ángel, el tiempo perdido y recobrado por la voz que redime la poesía. Te ha rozado la cara una sonrisa triste, tu nostalgia de mayo que será para siempre un recodo interminable, el oro de las horas con el que empezar a contar millones de agujeros en el alma. Todo era cierto, aunque no vaticináramos vacíos y creyéramos que sólo eran palabras, prisas, horarios entre luces de neón y puro hielo. Hoy sabemos que la vida nos engaña, que las cosas se nos van y tú con ellas, y es tan raro todo como que te has dejado los últimos versos sobre la mesa, sin corregir, igual que una sentencia cruel del tiempo que nos queda. Mayo entró en tu vida sin flores y con lágrimas, y ha venido a decirnos lo que ya sabíamos y negábamos porque esta vez no sólo eran palabras sobre un papel virgen, como tus noches. Y supimos que un papel puede cortar como un cuchillo, exactamente igual que el aullido de un teléfono: El cómo qué sencillo, qué fulminante el cuándo.
Para mi amigo Guillermo Roz, escritor argentino y admirador de Moyano
Tuve la suerte de conocer a Daniel Moyano y compartir con él días y noches de amistad en un tiempo en que la actividad literaria formaba parte de nuestro quehacer diario. Organizaba yo entonces muchos de los saraos culturales que en Oviedo auspiciaba la Fundación Municipal de Cultura: presentaciones de libros, premios y talleres literarios, encuentros con escritores. Todo se vivía -o al menos así lo recuerdo ahora- como si fuera una fiesta. Una fiesta en la que un día Rafael Alberti recitaba sus poemas o actuaba el grupo de teatro Margen con un esperpento de Valle, y al siguiente se presentaba un nuevo número de Luna de Abajo o de Cuadernos de cristal, o leían poemas Caballero Bonald, Brines o Emilio Alarcos en charla con Ángel González, o bien se fallaba el premio de novela Tigre Juan. En ese tiempo (1988) conocí a Daniel Moyano, gracias a Virginia Gil Amate, que trabajaba en una tesis sobre su obra en el departamento de Literatura Hispanoamericana de la universidad. Con la anuencia de su catedrático, Luis Roca, Virginia y yo le propusimos a Moyano que se viniera a vivir a Oviedo para participar del ambiente literario, y el ayuntamiento colaboró cediendo un lugar magnífico en el centro del parque de San Francisco, para que el escritor impartiera un taller de escritura creativa al que se apuntaron «universitarios y amas de casa», como le gustaba recordar a Daniel. El debut público de Moyano en Oviedo comenzó con una conferencia extraordinaria en los EncuentrosNarrativa 80, en los que también estuvieron Luis Mateo Díez, Muñoz Molina, Millás, Javier García Sánchez, Alejandro Gándara y Alberto Cardín, entre otros, compartiendo mesa con los críticos literarios Rafael Conte y Santos Sanz Villanueva. Entonces Oviedo era una fiesta. Un auténtica fiesta literaria.
En 1989 Daniel Moyano vivió temporalmente en Oviedo (Asturias), repartiendo su tiempo entre la escritura de una nueva novela y sus alumnos de un taller literario, a los que les enseñaba técnicas avanzadas de ficción y a leer con placer.
La estrecha calle de San Vicente, frente a la antigua facultad de Filosofía y Letras, presidida por la estatua de Feijoo, está impregnada de siglos de historia musical y literaria. ”El primer día que vine a vivir aquí”, dice Moyano, “me traje La Regenta y leí la descripción de la torre, de esa piedra alada, y realmente era emocionante porque la estaba mirando con los ojos de Leopoldo Alas; pero, claro, una cosa es leer La Regenta allá y otra muy distinta es leerla aquí, en Oviedo, en una cocina cuya ventana da a la parte de atrás de la catedral, donde tengo la torre a mano”.
Ana Ozores, ante la catedral de Vetusta, no advierte la mirada de Fermín de Pas sobre ella desde lo alto del campanario
Daniel Moyano nació en Buenos Aires en 1930 pero sus recuerdos infantiles están en un pueblecito de la Sierra de Córdoba (Argentina). Allí estudió la primaria y allí tuvo la suerte de encontrar a una maestra con la buena costumbre de llevar libros de la biblioteca cada viernes. “Ella me pasó, con 13 años, el David Copperfield, de Dickens, que recuerdo como mi primera novela; a Walter Scott, y el poema gauchesco Fausto, de Estanislao del Campo”.
En la casa de su abuelo materno, que era italiano, habías tres o cuatro libros, entre ellos un ejemplar de La divina comedia, anotado por Francisco de Flora. Al llegar la noche se contaban historias en aquella casa en la que ni siquiera tenía luz eléctrica, “entonces, nosotros éramos los dueños absolutos de la palabra”. Daniel leía para su abuelo, que era corto de vista. Cuando descubrió El Quijote “empecé a leérselo un jueves de invierno que habíamos hecho pan en el horno y traído las brasas sobrantes en un gran cacharro al centro de la habitación. A él le gustaba, pero al fin de cada capítulo me decía: sí, bueno, pero son cosas de un loco”. Al invierno siguiente, cuando lo terminó de leer, su abuelo se secaba las lágrimas. “Recuerdo que dijo en italiano: ´Poverino il vecchietto´ (“Pobrecito viejo”), y añadió: ´es cosa de un loco´, es decir, que se mantuvo en sus trece, pero se emocionó profundamente”.
Por la izquierda: Pedro Sorela, Augusto Monterroso, Bárbara Jacobs, M.M., Horacio Vázquez Rial, Daniel Moyano, Álvaro Ruiz de la Peña y Virginia Gil Amate, durante los Encuentros de Literatura Hispanoamericana «Realidad y Ficción»(1990)
«La torre de la catedral, poema romántico de piedra, delicado himno, de dulces líneas de belleza muda y perenne…» Leopoldo Alas
A los 17 años se va a Córdoba a trabajar y a estudiar bachillerato pero se inscribe en el Conservatorio y estudia violín. En la biblioteca de la ciudad hace su primera lectura seria con la poesía de Leopoldo Lugones y escribe poemas aunque, según dice, las musas nunca le fueron propicias, “la poesía es el grado máximo del lenguaje y me da un poco de miedo después de haber leído a los grandes poetas”. En Córdoba estudia alemán y lee a Rilke, a Hofmannsthal. “Hölderlin fue uno de los que más me impresionó, incluso traduje algunos poemas”, dice, y cita de memoria fragmentos –en alemán y en castellano– de En mitad de la vida.
También Pessoa, los simbolistas franceses, Drummond de Andrade…, todo cuanto llega a sus manos; los cuentistas norteamericanos, desde Poe hasta ahora: “Ahí descubrí a Faulkner, creo que a los sudamericanos nos ayudó muchísimo”. También Kafka y Pavese…, y como lecturas deslumbrantes recuerda a Proust, el Ulises, de Joyce, Tristram Shandy, de Laurence Sterne, con prólogo de Tolstoi: “Un día le dije a Cortázar. ´Ché, Julio, vos nunca citás Tristram Shandy´, y me respondió: Ah, ese es uno de mis grandes maestros”. Mientras tanto, en Oviedo relee a sus autores favoritos tumbado frente a las gárgolas a las que les han crecido violetas, o frente a los contrafuertes de más de 400 años o bajo las dulces líneas de belleza muda de la torre de la catedral. “Ahora estoy releyendo a Quevedo, de quien leí toda su poesía siendo yo muy joven, y devoré su prosa porque era como encontrarte en el corazón de la lengua”.
El exilio le obligó a abandonar casi toda su biblioteca. Pudo rescatar el ejemplar de Cien años de soledad firmado por su amigo Gabo, y todos los rusos editados en piel por Aguilar. Con libros comprados en el Rastro y en La Cuesta de Moyano ha ido duplicando la biblioteca que dejó en La Rioja. “Cuando fui a Argentina, en 1983, no pude traerme nada; estuve todo un día mirando la biblioteca, acariciándola, tocando los libros. Me acuerdo de una edición de Luz de agosto, de Faulkner, que tenía tapas anaranjadas; ese libro lo tuve presente tanto tiempo en Madrid que al llegar fui derechito a verlo”.
Cuando fue a vivir a La Rioja estuvo tocando durante 15 años como violinista en un cuarteto de cuerda y en la orquesta de Cámara del Conservatorio, alternado la música con las palabras, “me he dado cuenta de que la música es más cierta que las palabras porque la música está en la naturaleza, es como un gas que explota por simpatía”, y lo cuenta con esa proverbial oralidad que le caracteriza, poniendo ejemplos de instrumentos como la viola de amor, que tiene dos pisos de cuerdas superpuestos en donde unas vibran por simpatía al pasar el arco sobre las otras.
Para Daniel Moyano las palabras están en el vacío, por eso intenta escribir tratando que los periodos y los ritmos, suenen, y recuerda a Antonio de Nebrija cuando no diferenció las palabras al salir del aire, del canto: “Por eso a mí me gusta contar mis cuentos y después escribirlos, aunque a veces no logro superar la versión oral”.
Publicado en El País (1989)
Daniel Moyano, con Luis Roca y Virginia Gil Amate, durante una conferencia en los Encuentros Literarios de Oviedo, «Narrativa 80» (1988)
En 1988 llamé por teléfono a tres escritores para convocarlos a una mesa redonda sobre Cine y Literatura que, con el nombre de «A sangre fría», formaría parte de los Encuentros Literarios Narrativa 80. Como se verá a continuación fracasé estrepitosamente con los tres. Al menos, las conversaciones me dieron para contarlo en las páginas de la revista Hojas Universitarias, que dirigía con mano maestra el periodista y escritor Juanjo Barral, y también para rescatarlas ahora, 36 años después (frente al pelotón de fusilamiento…)
Una conversación telefónica con Manuel Vázquez Montalbán
La segunda vez que tuve que llamar a Manuel Vázquez Montalbán me ocurrió igual que la primera, aunque la llamada fuera por motivos distintos. Una voz de mujer madura y de expresión correcta, me dijo que el escritor estaba de viaje, que llamara el lunes a las nueve de la mañana.
La primera vez no me había dado tiempo a imaginarme la expresión de mi interlocutor –tan rápido fue todo–, un rostro que, por segunda vez y con el resabio de lo anterior, dibujé en mi cabeza recordando las solapas de sus libros, rechoncha y con un rictus más marcado quizá por la caída del bigote. Volvería a hablar con el auténtico padre del detective Pepe Carvalho, de la casta de los outsider, incorregible mirón que, en mi opinión, nada tenía que ver con un Poncela de rostro aceituna y movimientos de felino en primavera.
A las nueve en punto del lunes previsto marqué los números de su casa en Barcelona y lo mismo que si el auricular estuviese cosido a su brazo, dijo ¿sí?, instantáneo y seco como una endivia sin anchoa. Me identifiqué lo mejor que supe y le esbocé el proyecto: “A sangre fría”. Ese era el título a proyectar para el coloquio sobre Cine y Literatura. Todavía estaba yo pergeñando el bigote de marras cuando la voz imperturbable de Vázquez-Carvalho, tan de vuelta de todo tipo de debates, me soltó un rotundo no sin pararse a consultar su agenda, siquiera para que el amable peticionario no se viera obligado a escribir lo que sigue. Un retortijón de intestinos me puso camino del váter, igual que a su detective en La soledad del manager. Si llego a tener una chimenea cerca hubiera quemado La crítica de la razón dialéctica, de Lefevbre, junto a Asesinato en el comité central. Mientras, me iría preparando unos fideos a la cazuela con botifarra de bisbo, una patata troceada, cebolla rallada, pimiento, tomate…
Una conversación telefónica con Terenci Moix
Una voz de mujer contestó al teléfono de Terenci Moix. Como es mi costumbre, nunca pregunto con quién hablo; en realidad no me importa saber si se trata de una secretaria o de alguien que se coló en el piso para desvalijarlo, pero esta vez casi me inclinaría a pensar que se trataba de su madre, dado el tono y la familiaridad con que me hablaba de él. Me dijo entre otras cosas que estaría despierto. Cumplí la promesa de insistir, dejando pasar un tiempo prudencial sobre la hora convenida para que se despertara a gusto. Contestó él directamente.
-¿Terenci del Nilo?- No lo dije pero lo pensé. Lo que sí hice fue pronunciar su nombre con el mejor acento que supe: ¿Terensi Mosh? Algo así.
Terenci se mostró amable en todo momento. No dijo que no, aunque tampoco que sí. El programa le parecía atractivo pero, lo más probable era que por esas fechas pensaba viajar a Jordania. No le pregunté exactamente adónde: ¿Gaza?, no lo creo, tal vez Jerusalen. ¿Cruzaría caminando sobre el lago Tiberiades? Me acordé de Javier Bauluz, con su Pulitzer en la mochila, agazapado tras unos escombros, el dedo en el disparador de su cámara pacificadora. Le dije que el coloquio se celebraría en el Teatro Campoamor.
-¿Ah, sí?, ¿y qué voy a hacer yo en semejante sitio con lo tímido que soy? –No me lo creí.
Contesté que el Teatro era muy acogedor y que lo haríamos aún más íntimo proyectando con los focos unos haces de luz de colores: rojo, amarillo, azul…
-¡Ah, no!, en tal caso una luz blanca. Una potente luz blanca como se la ponían a Marlene Dietrich en una película que, además, acababa de volver a ver. Podría ser Berlín Occidente donde encarnaba a Erika von Sclutow, examante de un mandamás nazi durante la postguerra europea. O Pánico en la escena, de Hitchcock, donde era una vedette de music hall y se le notaban los polvos de arroz para resaltar su blancura.
-¡Pero Terenci!, a ella la empolvaban con arroz…
-¿Y qué?
Al final puede que se haya ido a Jordania y puede que no se haya encontrado a Bauluz. De lo que Moix podía estar seguro es de que lo de los focos iba en serio. Lo que no le dije es que proyectaríamos A sangre fría, basada en la novela de Truman Capote y, aunque no se lo pregunté, a Capote lo adoraba. Eso sí me lo creo.
Una conversación telefónica con Pere Gimferrer
Hablar con Pere Gimferrer es algo parecido a introducirse en un laberinto. Primero hay que establecer contacto con una legión de voces que van entreabriendo cortinas (o rasgándolas), hasta dar con él.
-Planeta, ¿dígame?…, sí, tiene que marcar usted este otro número.
-Planeta, buenos días… –Y vuelta a empezar. Despacho a despacho.
-¿Digui?, sí, ¿de parte?
Es como si la voz abriera un canal y lo volviera a cerrar y se deslizara por pasillos llamando a puertas y más puertas hasta dar con la elegida, la esperada, aunque creas que ya no esperas nada.
Cuando Gimferrer contesta te parece mentira y la satisfacción te invade al haber resistido tantas voces que repiten la misma pregunta. Otra pregunta, muy distinta, es la que venía a mi mente mientras aguardaba. La misma con la que Cortázar comienza Rayuela y que el mismo Gimferrer toma prestada como cita en “Poema en Londres” (Arde el mar, 1979): ¿Encontraría a la Maga?
Asturias le suena a Pere Gimferrer a música celestial. Solo estuvo una vez y el recuerdo es una combinación entre lo literario y lo campestre. Un cóctel en el que se agitan algunas calles. De una de ellas sale Ana Ozores para cruzar la plaza de la Catedral (también llamada de Alfonso II, el Casto: la castidad y la lujuria se mezclan en los pilares (Pérez de Ayala) de esta vetusta (Clarín) ciudad de sucias tejas (Ángel González). Y un paisaje también mítico: las majestuosas montañas de Covadonga. A Gimferrer le gustan las leyendas astures, las poderosas alturas de los picos, los osos asesinos de reyes y hasta la Basílica.
-Es un paisaje sublime; incluso la Basílica, aunque sea un pastiche, no queda mal allí -explica.
Me tiene colgado al teléfono más tiempo del que yo pude pensar. Me pide que hable con un autor asturiano que le envió hace tiempo su último libro de poemas y al que no llegó a contestar.
-Es un hermoso libro. Tú lo conocerás, se titula Estuche.
-¿Estuche?, no, lo siento. No recuerdo…
-Bueno, Estuche es la traducción castellana; el libro está escrito en asturiano.
Claro, es Estoriu, de Antón García. Me manda de emisario, a modo de carta que él nunca llegó a escribir. Asturias, ya digo, es para Gimferrer una explosión de verdes y grises salpicados de hojas impresas, aunque en las de Pere Gimferrer le salga el cine a raudales: Dick Bogarde y Silvana Mangano, Lauren Bacall y Cary Grant, o Marilyn, “esa hermosa criatura”, como Truman Capote escribió en su “Diálogo entre dos máscaras mundanas”, de su inolvidable Música para camaleones.
Para Juan Cruz, que conoció esta habitación y a su inquilino
En 1980 Eduardo Galeano le preguntó a Juan Carlos Onetti si los diarios uruguayos podían publicar su nombre, a lo que Onetti respondió: «…Hasta no hace mucho, los libreros no se animaban a poner mis libros en los escaparates y en los diarios yo estaba negado. Los chicos de El Día, que es el único lugar donde se puede decir algo, ponían: “Como escribió el autor de La vida breve...» y los tipos pensaban que era Manuel de Falla,..». ¿Cuál había sido el pecado?: «Presidir un jurado de literatura y premiar un cuento que la dictadura consideró pornográfico». Resultado: tres meses de cárcel. Después vendría el exilio en España.
Onetti mantiene una lenta pero intensa dedicación a la literatura, con libros que confirman su vigorosa personalidad literaria, además de un Premio Cervantes en 1980. Un largo camino desde su primera novela, El pozo (1939) hasta los Cuentos Completos (Alfaguara, 1994), en los que me he basado para escribir este post.
Mientras el poder cambiaba de manos, Onetti saltaba el charco sin mirar hacia atrás –Santa María al fondo de sus más recónditos recuerdos— y entraba en el Madrid de la reconversión cultural e ideológica. Pronto dejó de interesarse por las cosas de afuera y la ciudad se le quedó reducida al estrecho marco de su ventana. Colocó en su mesilla de noche el tabaco y la botella, y se acostó para siempre: «Si camino, es peor. Ya probé. Una vez», dijo.
Onetti ha creado a lo largo de su obra un universo literario ruinoso, desesperanzado y críptico llamado Santa María, en el que el sutil tratamiento del tiempo y del espacio hace que sus historias parezcan flotar en un plano irreal.
La atmósfera de estos relatos —como en sus novelas— planea entre lo cotidiano, mientras la rutina y la inercia mueve a sus personajes, amordazados a una existencia vacía y gris y a la sordidez en la que viven, aman o mueren. Son personajes que se niegan a la resignación, pese a vivir invadidos por un hondo pesimismo.
Hay permanentes desencuentros a causa de una especie de malentendido existencial cuyo destino es la incomunicación y la soledad, como en “El posible Baldi”, en que el protagonista habla con una mujer que le aborda en la calle. Ella le pide que le cuente cosas de su vida y Baldi, en un transformismo brutal «contra una lenta vida idiota», convierte su pasado en un cenagal de acciones horribles e indignas, como su pasado en Sudáfrica: «No necesitaba saber inglés porque las balas hablan una lengua universal. En Transvaal, África del Sur, me dedicaba a cazar negros».
Todo va surgiendo en él como peldaños oníricos de una existencia que odia. Como Baldi, los personajes onettianos parecen ser devorados por el tedio que marca sus vidas en un mundo complejo y personal, recurrente en los temas y también en algunos de sus personajes —Díaz-Grey, Brausen—. Santa María configura el lugar mítico en ese sombrío ciclo literario en el que la desesperanza es una parábola sobre el mundo.
Relaciones herméticas
Las relaciones amorosas en los relatos de Onetti son de una complejidad agobiante, a veces enfermiza, a menudo con consecuencias fatales. En “Bienvenido, Bob”, por ejemplo, narrado en primera persona, pueden observarse esas relaciones herméticas y difíciles tan características: el joven Bob prohíbe al narrador casarse con su hermana. Según él, es viejo. Tiempo después, Bob se ha convertido en Roberto, un hombre acabado, y el narrador masca su venganza viéndole en la ruina humana que ahora representa.
He aquí alguna de sus rotundas frases: «Ahora se llama Roberto y se emborracha con cualquier cosa, protegiéndose la boca con la mano sucia cuando tose…», o «… Usted no se va casar con ella porque es viejo y ella es joven. No sé si usted tiene treinta o cuarenta años, no importa. Pero usted es un hombre hecho, es decir deshecho, como todos los hombres a su edad cuando no son extraordinarios». En otro momento el narrador dice no haber amado a mujer alguna con la fuerza con que él ama su ruindad (la de Roberto), «su definitiva manera de estar hundido en la sucia vida de los hombres».
Si en “Justo el treintaiuno”, Onetti, después de meternos de lleno en el sórdido ambiente del protagonista, nos salva con un final tímidamente esperanzado en la respuesta que Frieda le da al narrador cuando le pide dejar la prostitución: «Como quieras» -dijo-. «Dame otro trago, vamos a festejar el año», en “El infierno tan temido” el ejercicio del horror cotidiano vuelve a la carga. La crueldad de Gracia César, la mujer de Risso, que le envía desde distintos lugares fotografías suyas al lado de diferentes hombres que elige para su venganza, es uno de los cuentos en el que la carga existencialista, el amor, la angustia, la crueldad y la decadencia moral se multiplican hasta el paroxismo. Poder leer “Un sueño realizado”, “La casa en la arena”, “Tan triste como ella”, o cualesquiera de estos cuentos completos, a los que se añaden dos inéditos, constituye una espléndida ocasión para reencontrarse con un maestro indiscutible de la literatura.
Onetti hablaba de Balzac, Henry James o Melville como novelistas a los que siempre volvía. Entre todos dijo entregarse más a Faulkner, del que acababa diciendo: «Yo he leído páginas de Faulkner que me han dado la sensación de que es inútil seguir escribiendo». Afortunadamente no ha sido así y Juan Carlos Onetti continuó, con la lentitud conocida, enviando mensajes. Sus novelas y cuentos sirven para confirmar que estamos ante el creador de la más intensa geografía moral de nuestra literatura, uno de los mejores escritores en nuestra lengua.
Hay un volumen dedicado a Julio Cortázar que en 1980 publicó la revista Cuadernos Hispanoamericanos (en aquel tiempo la dirigía José Antonio Maravall y era subdirector Félix Grande -qué grande su Blanco spirituals-) que incluye una carta que Onetti le escribe a Cortázar, plena de amistad y de crítica al establishment. La copio tal cual, incluyendo la dirección de su casa, como era habitual en la firma de los colaboradores de la revista.
CARTA A JULIO CORTÁZAR
Después de varios intentos acepté mi congénita capacidad para escribir críticas en materia de literatura. Terminé por decirme que escriban ellos. Y es seguro que en este número de justo –ya era imprescindible– homenaje que dedica Cuadernos Hispanoamericanos a Julio Cortázar habrá muchos de ellos y un alto porcentaje de estudios estructuralistas, considerando que la moda aún no ha muerto y que permite pasar momentos felices a los lectores.
De manera que sobre Julio solo puedo escribir una carta amistosa como contribución humilde al homenaje; y una carta breve, historieta con obligadas pausas a pesar de la sinceridad mutua.
Cuando vi a Cortázar por primera vez en Buenos Aires, desconfié. No por opiniones políticas, en las que coincidíamos; no, tampoco por una subterránea riña amorosa, de la que luego él salió triunfante en París, dejándome la resobada tristeza de una letra de tango.
Desconfié porque yo era arltiano y él parecía un brillante delfín de la revista Sur. Había publicado Cortázar un libro llamado Los reyes, que él sigue defendiendo y yo, a estas alturas, no.
Pasaron los y Cortázar, no sé si en París o en Buenos Aires, publicó un libro de cuentos, varios libros que me deslumbraron y siguen haciéndolo cada vez que los releo. Y son muchas veces. Después, sin aviso previo, apareció Rayuela. Ahí Cortázar se descolocaba y colocaba. Se descolocaba de la tradición novelística de nuestros países, aceptada o robada de lo que se escribía en España o Francia. Su actitud resultó escandalosa para infinitas momias, rechazo que no lo conmovió porque deliberadamente se trataba de provocarlo. Y el autor se colocaba, sin buscarlo, sin buscar nada más o menos que un entendimiento consigo mismo. Al frente de una juventud ansiosa de apartar de sí tantos plomos, de respirar un poco más de oxígeno, de entregarse con felicidad a la zona lúdica y sin respuesta satisfactoria de su propia personalidad.
Claro, Julio, que las momias lo siguen siendo –aunque a veces se desembaracen de algunas escasas vendas– y la literatura nuestra necesita muchas e imprevisibles rayuelas.
Pero recuerdo que se trataba de una simple carta, que pisé terreno resbaloso y que me acaban de anunciar que el poseedor de más de veinte títulos encomiásticos que las legiones de cobardes y adulones acercan al patrón, poseedor además de millones de dólares robados con astucia o brutalidad, ha sufrido un leve infarto en Paraguay, la hermética.
Ahora pienso sin remedio en otra dimensión de cosas y me despido de ti con el abrazo que sabemos reiterado, aunque pasemos otros años sin vernos.
PS.- Gracia por tu última carta; era tan buena que quedó sin respuesta.
JUAN C. ONETTI
Septiembre, 1980
Avenida de América, 31
Madrid- 2
Juan Carlos Onetti nació en Montevideo, Uruguay, el 1 de julio de 1909 y murió en Madrid el 30 de mayo de 1994. Fue director del semanario Marcha (1932-42) y dirigió también la delegación de la agencia Reuter, además del semanario Vea y Lea. Estuvo al frente de una empresa de publicidad y de las Bibliotecas Municipales. Su primera novela, El pozo (1939), inicia su producción centrada en el análisis de la incomunicación y la soledad y «marca el nacimiento de la nueva novela hispanoamericana», según Mario Vargas Llosa.
1. LA SOMBRA DE LA NOVELA ES ALARGADA
“Si la novela hispanoamericana de la década de los 60 ha llegado a tener esa debatible existencia unitaria conocida como el boom, se debe más que nada a aquellos que se han dedicado a negarlo”. Así de contundente es José Donoso en Historia personal del boom (Alfaguara), un libro considerado hoy canónico para saber algo de este no-grupo que tanta tinta ha hecho correr. La primera edición –es de rigor recordarlo- estuvo al cuidado de Jorge Herralde, personaje importante también en aquellos años de la gauche divine catalana.
José Donoso apunta como fecha de inicio del boom el año 1965, en una “aparatosa fiesta” en casa de Carlos Fuentes, y el fin de esa unidad (“si es que la tuvo alguna vez”), en la nochevieja de 1970 en la otra fiesta, esta vez en casa de Luis Goytisolo en Barcelona, en la que estaban Cortázar, Vargas Llosa, García Márquez, Carmen Balcells y Sergio Pitol entre otros. De todas formas, Donoso, que se pregunta cuánto duró el boom, a qué responde su popularidad, etc., además de las fechas mencionadas se atreve aún más y señala los tres momentos clave.
El primero sería la internacionalización de la novela hispanoamericana. El segundo, el apoyo a la Revolución cubana en el Congreso de Intelectuales de Concepción, en 1962, y el tercero la publicación de Cien años de soledad. Durante esa década prodigiosa para la literatura en español se publicaron novelas tan grandes como La muerte de Artemio Cruz, La ciudad y los perros, El astillero, Rayuela, Paradiso y Sobre héroes y tumbas, entre otras joyas que pusieron el listón por la nubes.
La prensa se encargó de celebrar, ensalzar y condenar el boom y acusarlo de maniobra publicitaria y comercial. Lo cierto es que, aunque casi todos escritores ya no estén entre nosotros, sus obras siguen siendo hoy referencia indiscutible.
2. TTT: VISTA DEL AMANECER DESDE EL TRÓPICO
En los créditos de Tres tristes tigres (TTT), novela de Guillermo Cabrera Infante (GCI) reeditada en 1994, aparece la siguiente nota editorial: “Esta edición es íntegra y en ella se han incorporado los cortes que la censura hizo en 1967”. Lamento desconocer cuáles fueron los cortes que esta inclasificable y espléndida novela sufriera por parte de los inquisidores del general. La editorial no lo dice y este lector, con la edición antigua que afortunadamente guardó, rastreará con tiempo las huellas de esta historia particular de la infamia. De momento solo puedo informar de su vuelta a los orígenes que es, además, un magnífico pretexto para volver a recomendar vivamente su lectura, igual de enriquecedora al permanecer fresca después de casi medio siglo. Es el momento de disfrutar con esta obra, virtual heredera de tres grandes de la literatura: Cervantes, Sterne y Joyce.
Dice GCI que TTT está escrita en cubano, en los diferentes dialectos del español que se hablan en Cuba. El autor atrapa al vuelo la voz humana (“como aquel que dice”), y marcar el predominio de la jerga nocturna de los habaneros, la cual “tiende a ser un idioma secreto”. En resumen, dice GCI en su nota de advertencia al lector, “… algunas páginas se deben oír, mejor que se leen, y no sería mala idea leerlas en voz alta”. Buena recomendación para seguir el ritmo de la “conversadera” y los monólogos delirantes y sabrosos de algunos de sus capítulos, sobre todo de “Los debutantes”.
Aquí estamos Palmira y yo en La Habana. Buscábamos la huella de Guillermo Cabrera Infante y nos quedamos a descansar un ratito en la casa de Ernest Hemingway
La novela resulta muy interesante en referencias musicales de finales de la década de los años 50, de sus cabarés y de sus cantantes, pero sobre todo es un alarde de buena literatura en donde el autor, también crítico de cine, utiliza sus conocimientos del séptimo arte para adaptar en la novela algunas de sus técnicas narrativas: zoom, panoramización, saltos temporales…, es también una novela experimenta con el lenguaje oral y bohemio, con juegos lingüísticos y de ingenio –toda la novela es un incesante palabreo jugoso en inteligente- en la que circulan obras y autores, a veces explícitos, otras veladamente o en claro homenaje (“¿Es Haulden Colfdield un contradictorio?”), respecto al protagonista de El guardián entre el centeno, de J.D. Salinger; (“Terminarás como empezó Humbert Humbert”), de Lolita, de Nabokov; continuas alusiones a Shakespeare, o los capítulos “La casa de los espejos” y “Rompezabeza” en los que es patente la presencia de James Joyce. En el primero hay una pista detectivesca, clave en las vidas amorosas de las dos voces que mantienen el diálogo y la tensión en la novela: Arsenio y Silvestre. Otro de los amigos, muerto, llamado Bustrofedon, es fundamental (podríamos decir a la manera de GCI, Bustrofundamental) en sus vidas y en el núcleo de la obra, de quien aprenderían casi todo y al que tan solo conocemos por el testimonio de los otros.
“Bachata”, el capítulo más largo, desembocará en un diálogo intenso en el que se termina resolviendo algunas de las sutilezas expuestas con anterioridad. En plena tormenta tropical Silvestre y Arsenio cenan juntos en un restaurante y se hacen las confidencias más extremas y definitivas en uno de los pasajes de mayor intensidad dramática de la novela y donde pieza a pieza se recompone el rompecabezas con que está urdida la trama.
TTT es un juego exuberante y una alarde de buen hacer literario en donde el humor está en cada palabra y cada palabra es un bosque inabarcable de sugerencias polifónicas. Tres tristes tigres es una hazaña literaria, una proeza lingüística y un auténtico festín para los sentidos.
3. EL AZAR Y LA NECESIDAD
Gabriel García Márquez dijo una vez que en la primera página de una novela debería estar contenida toda la novela. Paul Auster lo cumple y por eso cada vez que el lector abre uno de sus libros sabe que le espera una aventura que crece a medida que el libro avanza. No es extraño que queramos encontrar al autor en cada una de sus historias porque, aunque haya sido La ciudad de cristal su primer libro publicado, el que inaugura La trilogía de Nueva York –los otros dos son Fantasmas y La habitación cerrada-, Auster se introdujo en otro mucho más introspectivo la primera vez que decidió ser el contador de historias que conocemos: La invención de la soledad, un libro que es una reflexión sobre la muerte de su padre y para el que tuvo que tomar de forma bastante literal lo que había dicho Rimbaud al respecto, “Je est un autre”, es decir, penetrar en un proceso de escritura personal para el que se necesita convertirse en otro.
Las novelas de Paul Auster están llenas de sucesos extraordinarios con apariencia de cotidianeidad. Son extrañas intersecciones, coincidencias y realidades misteriosas que creemos a pies juntillas debido a la convincente manera con que nos las presenta. La primera escena de La ciudad de cristal está contada tal y como le ocurrió al propio Auster en una época en que vivía solo: “Una noche sonó el teléfono y la persona que llamaba me preguntó por la agencia Pinkerton. Por supuesto, le dije que se había equivocado de número, pero la noche siguiente llamó la misma persona e hizo la misma pregunta. Esa vez, cuando colgué el teléfono, me pregunté qué habría ocurrido si hubiera dicho sí. Ese fue el origen del libro, luego yo continué a partir de ahí”. Pero lo que no hace Auster es desarrollar esos temas por el lado de la investigación criminal, o adoptar la identidad de un detective como en los relatos policiales; lo que más le interesa al autor norteamericano es adueñarse del misterio y construir con él un mundo de azares y paradojas a la manera de los grandes escritores cuyos libros se mantienen vivos en el imaginario lector: Cervantes, Dostoieski, Beckett, Raymond Chandler o James M. Cain. La lectura de una novela no es algo que se deba considerar baladí. En uno de sus ensayos sobre escritores, Paul Auster recuerda una frase de Wolfson que dice que todo libro real nace de un momento de pasión, para después preguntarse: “¿Cómo podemos leer libros que no nos sentimos ansiosos de leer?”. Es seguro que no podríamos definir lo que sentimos al acercarnos a un libro que nos atrae, pero es fundamental sentirlo para ser auténticos lectores, esos que a Auster tanto le gustan, es decir, los que continúan y amplían el libro que están leyendo. Las novelas de Paul Auster pueden tener referencias a la vida del escritor; la vida está llena de hechos con los que el azar juega: ¿casualidad, destino o simple cálculo de probabilidades? Detrás de todo eso está la necesidad de contarlo y, claro está, la necesidad de leerlo.
A vueltas con la novela…, y con los cuentos de Raymond Carver
4. RAYMOND CARVER, CREADOR DE ATMÓSFERAS
Entre los muchos oficios a los se dedicó Raymond Carver en su juventud, del que sacó mejores beneficios le reportó fue el de repartidor. Hacia 1957, casado con solo 18 años, Carver se ganaba la vida haciendo recados para una farmacia en una pequeña ciudad del Estado de Washinton. Un día tuvo la suerte de que el viejo receptor de una de sus entregas, mientras buscaba la chequera, le hizo esperar en un cuarto lleno de libros. Era la primera vez que Carver tenía ante sí una “biblioteca privada”, pero lo que más llamó la atención fue una revista con el “curioso y sorprendente título” de Poetry. Cuando el viejo regresó con el cheque y vio al joven Carver tan entusiasmado con la lectura de aquel ejemplar, le preguntó si le interesaba la poesía, y le dijo: “Llévate la revista. Puede que algún día necesites escribir algo. Si lo haces, tienes que saber adónde mandarlo”. Así empezó su formación, asegura Carver, aunque luego tardara 28 años en enviar sus poemas a Poetry. Así recuerda él aquel episodio tan importante en su vida, con entusiasmo y, sobre todo, con el agradecimiento que siempre sintió hacia aquella persona de la que nunca supo nada más, ni siquiera recordaba su nombre.
Carver ha sabido dotar a sus libros de un estilo –minimalista, dirty realism– cuya construcción económica del lenguaje crea una viveza y una profundidad emocional que es difícil encontrar en obras de pretendido análisis psicológico. Sus relatos se ocupan de gente inarticulada, a la deriva, desconcertada por lo que ocurre en sus vidas. Pero ¿de qué mecanismo se vale el escritor para señalar las fuentes de su infelicidad?, no solo es la introspección sino una cuidadosa selección de detalles tan aparentemente superficiales como reveladores. La atmósfera de sus relatos, la transpiración de las imágenes, la inquietud y el desasosiego, son la trabazón de esas vidas cruzadas que Robert Altman recogió en esa obra coral a la que el director de cine supo impregnar con aroma carveriano. La presentación desapasionada de detalles sirve en Carver como función simbólica, de tal forma que una botella de cerveza vacía, la presencia amenazante de un pavo real o la aparición de unos caballos en la niebla se convierten en significantes emocionales y llenan la escena de un halo de misterio. El énfasis lo pone el escritor en las tramas ligeras, en la ambigua resolución de los conflictos y en el predominio de un estilo poco convencional. ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? es buena prueba de ello, pero ocurre lo mismo con los demás libros de cuentos: ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, Tres rosas amarillas y Catedral, o los libros de poemas Bajo una luz marina o Un sendero nuevo a la cascada.
En su último poema, Carver se pregunta: “¿Y qué querías?/ Considerarme amado, sentirme/amado en la tierra”.
Tuvo la fortuna de que Tess Gallagher, su mujer, lo hiciera.
***
Me despido hasta el próximo jueves, 8 de mayo, con esta foto en la que estoy con Rosa Montero y Mario Vargas Llosa cuando soplaban vientos favorables para la novela
Gabriel García Márquez, Julio Cortázar y otros edificios mágicos de la literatura en español
«El coronel Aureliano Buendía apenas sí comprendió que el secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad»
Leí Cien años de soledad en 1969, dos años después de haber sido publicada. Yo tenía 18 años y vivía con mis padres, que me pagaban la suscripción al Círculo de Lectores. Acostumbrado a leer narrativa española –Cervantes, Valle, Baroja, los del Cincuenta; y algo del teatro de Lope, Buero, Jardiel Poncela…–, la novela de García Márquez se me lanzó a la yugular desde la primera página y entre alegría y llanto me dejó exhausto. Fue el primer relámpago literario, al que más tarde seguirían Cortázar, Borges, Vargas Llosa, Macedonio Fernández y otros escritores latinoamericanos con los que hice toda mi carrera de lector in fabula.
Gabriel García Márquez tardó dieciocho meses en escribir Cien años de soledad. Cuando la terminó, en 1966, vivía en México D.F. con su mujer, Mercedes Barcha, y sus dos hijos. La novela fue publicada el 5 de junio de 1967, por la editorial Sudamericana de Buenos Aires. Mercedes Barcha, la mujer que supo que sería su esposa cuando él no pasaba de los 13 años y con la que se casó en 1958 en la iglesia del Perpetuo Socorro, de Barranquilla, ha sido una figura decisiva en la vida del escritor.
García Márquez dedicó esta novela a Jomi García Ascot y a su esposa, María Luisa Elío, ambos escritores e inmigrantes en México, como él, por haberle apoyado durante la época tan difícil que vivió mientras escribía el libro. La historia de la fundación de Macondo por los patriarcas José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán fue un éxito desde la tirada inicial de 8.000 ejemplares que fueron vendidos en los primeros 15 días.
El original fue enviado por correo a la editorial en dos partes, porque debido a las dificultades económicas, los García Márquez-Barcha no pudieron pagar el primer envío completo. Pero la historia de esta novela la cuenta mejor que nadie el propio García Márquez, recogida en un libro de conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza:
“La historia de Cien años de soledad me estuvo dando vueltas en la cabeza unos quince años. Pero no encontraba el tono que me la hiciera creíble a mí mismo. Un día, yendo para Acapulco con Mercedes y los niños, tuve la revelación: debía contar la historia como mi abuela contaba las suyas, partiendo de aquella tarde en que el niño es llevado por su padre para conocer el hielo… Sin Mercedes no habría llegado a escribir el libro. Ella se hizo cargo de la situación. Yo haba comprado meses atrás un automóvil. Lo empeñé y le di a ella la plata calculando que nos alcanzaría para vivir unos seis meses. Pero yo duré año y medio escribiendo el libro. Cuando el dinero se acabó, ella no me dijo nada. Logró, no sé cómo, que el carnicero fiara la carne, el panadero, el pan y que el dueño del apartamento nos esperara nueve meses para pagare el alquiler. Se ocupó de todo sin que yo lo supiera: inclusive de traerme cada cierto tiempo quinientas hojas de papel. Nunca fallaron aquellas quinientas hojas. Fue ella la que, una vez terminado el libro, puso el manuscrito en el correo para enviárselo a la Editorial Sudamericana… Llevó el manuscrito al correo mientras pensaba: ¿Y si después de todo resulta que la novela es mala?».
Del libro El olor de la guayaba. Conversaciones de Gabriel García Márquez con Plinio Apuleyo Mendoza.
Más Márquez
Cuando Beatriz de Moura decidió publicar todas las novelas del comisario Maigret habló con Gabriel García Márquez para que este apadrinara la colección. Le pasó El hombre en la calle, con la que inauguraría la línea editorial, y Gabo se encontró al fin con la novela que le había ocasionado la búsqueda más ansiosa de su vida. García Márquez lo cuenta en el prólogo a esa novela, que para mí es uno de los textos que reflejan la maestría de este escritor que todo lo que ha escrito, lo ha elevado a una categoría superior. Estas líneas son el comienzo de esa historia tan corta como apasionante que Gabriel García Márquez escribió en Cartagena de Indias en 1993:
“Uno de los cuentos que más me impresionaron en mi breve juventud fue para mí un enigma sin solución hasta hace seis meses. No sabía cuál era su título, ni quién lo había escrito, ni en qué idioma, ni en qué antología lo había leído. Necesité cuarenta y cuatro años de averiguaciones para saberlo todo. Pero ese no fue el final: ahora que he podido leerlo de nuevo me ha parecido tan impresionante como lo recordaba, en efecto, pero por motivos distintos”.
De “El mismo cuento distinto”, prólogo a El hombre en la calle, de George Simenon (traducida por Carlos Pujol), primera novela de la colección “Maigret”, publicada por la editorial Tusquets en febrero de 1994.
QUEREMOS TANTO A JULIO
Leí Rayuela con 23 años y me quedé enganchado a esta novela, o antinovela, que solicitaba la interacción del lector en las múltiples formas de abordar su lectura. Me entusiasmé con el Club de la Serpiente, con Horacio Oliveira -sobre quien escribí un poema que titulé «Horacio Oliveira regresa a Buenos Aires»-, y claro, con la Maga, a quien yo también busqué por los puentes del Sena. Con Julio Cortázar entré en el mundo del jazz y me aficioné a Charlie Parker (inolvidable su Johny Carter, de El perseguidor) y a Louis Armstrong («enormísimo cronopio» en La vuelta al día en 80 mundos). Pero descubrí el poder hipnótico de la literatura de Julio Cortázar en 1973, cuando cayó en mis manos una selección de sus cuentos, una edición de tapas duras y blancas, publicada en la editorial catalana Leteradura que alguien me prestó a cambio de Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos. El primer cuento era «Autopista del sur» y fue la segunda vez, desde Cien años de soledad, en que sentí un vértigo que me incitó a partir de entonces a buscar otras formas de contar las cosas.
Pero la historia que quiero recordar hoy es la de uno de sus últimos libros, Los autonautas de la cosmopista. En este libro, escrito a cuatro manos con su entonces esposa, la fotógrafa Carol Dunlop, está de nuevo el Cortázar tierno y juguetón que se pone el mundo por montera porque con casi 70 años emprende un viaje por la autopista del sur, París-Marsella, con la obligación de no salir en ningún momento de la autopista, lo cual está terminantemente prohibido por la ley francesa. Pero antes lo solicitan a las autoridades, aunque como veremos después, al no recibir respuesta, una tarde de mayo de 1982 cargan lo necesario en su Wolkswagen, a la que llamarán Fafner, como el dragón de El anillo de los nibelungos, de Wagner, (ellos serán El Lobo y La Osita), y escribirán en un diario todo lo que va ocurriendo a su alrededor. Y en su cabeza.
Esta es la carta que Cortázar escribió al Director de la Sociedad de Autopistas de París y que no recibió nunca respuesta, «y de cómo en vista de ello los expedicionarios decidieron ignorar tan inclasificable conducta y llevar a buen término lo que en ella se explicaba de la manera más galana y detallada»:
París, 9 mayo 1982 Sr. Director de la Sociedad de las Autopistas / 41 bis, Avenue Bosquet /75007 París Sr. Director: Hace algún tiempo su Sociedad me pidió autorización para publicar en una de sus revistas, uno de los pasajes de mi cuento titulado La autopista del sur. Por supuesto otorgué con viva satisfacción dicho permiso.
Me dirijo ahora a usted para solicitarle a mi vez una autorización de naturaleza muy diferente. Junto con mi esposa, Carol Dunlop, también escritora, estudiamos la posibilidad de una “expedición” un tanto alocada y bastante “surrealista” que consistiría en recorrer la autopista entre París y Marsella a bordo de nuestro Wolkswagen Combi, equipado con todo lo necesario, deteniéndonos en los 65 paraderos de la autopista, a razón de dos por día, es decir empleando algo más de un mes para cumplir el trayecto París-Marsella sin salir jamás de la autopista.
Aparte de la pequeña aventura que esto representa, tenemos la intención de escribir paralelamente al viaje un libro que contaría en forma literaria, poética y humorística las etapas, acontecimientos y experiencias diversas que sin duda nos ofrecerá tan extraña expedición. Dicho libro se llamará quizá París-Marsella en pequeñas etapas, y está claro que la autopista será su protagonista principal.
Tal es nuestro plan, que llevaría a cabo con el apoyo de algunos amigos encargados de abastecernos cada diez días (aparte de lo que encontraremos en los paraderos de la autopista). El único problema está en que, según creemos saber, un vehículo no puede permanecer más de dos días en la autopista, y por esa razón nos dirigimos a usted para pedirle la autorización que, llegado el momento, nos evitaría tener dificultades en los diferentes peajes.
Si piensa usted que nuestra idea de escribir un libro sobre el tema no resulta desagradable para su Sociedad, y que no hay inconveniente en autorizarnos a “vivir” un mes desplazándonos a razón de dos paraderos por día, me agradecería recibir su respuesta lo antes posible, puesto que quisiéramos partir hacia el 23 de este mes. Queda igualmente entendido que de ninguna manera quisiéramos que nuestro proyecto fuera difundido por la prensa pues, siendo conocidos como escritores, podríamos ver perturbada nuestra soledad de expedicionarios. Llegado el día, nuestro libro se encargaría de contar la historia al público en general.
Agradeciéndole por adelantado su buena voluntad con respecto a este proyecto, le ruego acepte, señor Director, mis sentimientos más sinceros, así como los de mi esposa. Firmado: Julio Cortázar.
Carol Dunlop no pudo ver publicado el libro. Falleció de leucemia con treinta y seis años. Julio Cortázar moriría dos años después. Escribió para ella estas palabras:
«A ella le debo, como le debo lo mejor de mis últimos años, terminar solo este relato. Bien sé, Osita, que habrías hecho lo mismo si me hubiera tocado precederte en la partida, y que tu mano escribe, junto con la mía, estas últimas palabras en las que el dolor no es, no será nunca más fuerte que la vida que me enseñaste a vivir como acaso hemos llegado a mostrarlo en esta aventura que toca aquí a su término pero que sigue, sigue en nuestro dragón, sigue para siempre en nuestra autopista».
Este post es para Regina García Beato que me sigue cada jueves y me alienta y anima. También para sus dos hijas, Regina y Celia, matrícula de honor en inteligencia emocional.
Regina me recordó el arranque de la novela con la que comienzo esta colección de historias. Se trata de una de las mejores novelas de Fernando Royuela (1963), un escritor muy interesante, contemporáneo de una florida generación de autores nacidos en los 60, como Luisgé Martín, Marta Sanz, Antonio Orejudo, Marcos Giralt Torrente y Rafael Reig, entre otros. La novela de Royuela empieza así:
“A lo largo de mi vida he conocido a infinidad de hijos de puta y a ninguno le deseé la mala muerte. Con usted no voy a hacer una excepción”. La mala muerte. Fernando Royuela.
***
Empezamos ya con los arranques favoritos de los autores de Dos Passos (www.dospassos.es), por riguroso orden de llegada de los textos. El primero es el de María Iglesias, periodista sevillana -articulista de eldiario.es- y autora de la novela Lazos de humo (Temas de Hoy, TH NOVELA). Copio las palabras que preceden a la elección de sus tres comienzos, porque no ha podido decidirse por uno solo:
«…Tú sabes bien el trabajo que cuesta decidirse habiendo tantos arranques estimulantes. Pero estos desde luego resultan subyugadores, atrapan, que es lo que cabe pedir a las primeras palabras. Antes de transcribirlos, quiero darte las gracias porque el ejercicio a que nos has invitado me ha hecho replantearme la fuerza hipnótica del comienzo de la novela con la que yo, ahora, me fajo. En mi intento de que ese poder de atracción sea máximo, frente al espejo de esos otros comienzos de libros ajenos que admiro tanto, he estado estos días reescribiéndolo. Y, como suele ocurrir, ha mejorado. Gracias, pues, por el reto. Y aquí tenéis los principios prometidos»:
1.- “Él —porque no cabía duda sobre su sexo, aunque la moda de la época contribuyera a disfrazarlo— estaba acometiendo la cabeza de un moro que pendía de las vigas. La cabeza era del color de una vieja pelota de football, y más o menos de la misma forma, salvo por las mejillas hundidas y una hebra o dos de pelo seco y ordinario, como el pelo de un coco. El padre de Orlando, o quizá su abuelo, la había cercenado de los hombros de un vasto infiel que de golpe surgió bajo la luna en los campos bárbaros de África; y ahora se hamacaba suave y perpetuamente, en la brisa que soplaba incesante por las buhardillas de la gigantesca morada del caballero que la tronchó”. Orlando. Virginia Woolf (traducción de Jorge Luis Borges).
Virginia Woolf
2.- “Anda con pies de plomo. Con los cinco sentidos: te harán falta. Esta ciudad a la que te traigo es vasta e intrincada, y no la has pisado nunca. Quizá imaginas, por otros relatos que has leído, que la conoces bien, pero aquellas historias te halagaban, te recibían como a un amigo, te trataban como si formaras parte de ellas. La verdad es que eres un forastero de una época y un lugar completamente distintos”. Pétalo Carmesí, flor blanca. Michel Faber (traducción de Jaime Zulaika).
3.- “Como siempre, Lydia fue a bañarse sola. Así es como más le gustaba nadar, aparte de que ese verano no tenía nadie con quien hacerlo en compañía. Podía estar tranquila: su padre, que siempre se sentaba en una roca cercana a pintar su “motivo marino”, no le quitaba ojo de encima para que no se le acercara demasiado ningún extraño”. El juego serio. Hjalmar Söderberg (traducción de María Dolores Ábalos Vázquez).
Y como colofón para cada autor, yo añadiré el arranque de sus respectivas novelas:
“El alto del centro es sin duda él, Germán. No hace falta que el retrato sea en color para que el cabello lo delate. Hasta en sepia es evidente el contraste de esa lengua de fuego con el traje. Los pelirrojos no encanecen, o tardan”. Lazos de humo, de María Iglesias.
Este es el comienzo de la novela elegida por Esther Bendahan, escritora nacida en Tetuán, Marruecos, directora del Instituto de Estudios Judíos del Centro Sefarad-Israel, y autora de más de seis libros, entre ellos Deshojando alcachofas (Seix Barral), con el que ganó el premio Nuevo Talento Fnac.
“El sol aún no se había alzado. Sólo los leves pliegues, como los de un paño algo arraigado, permitían distinguir el mar del cielo. Poco a poco, a medida que el cielo clareaba, se iba formando una raya oscura en el horizonte, que dividía el cielo del mar, y en el paño gris aparecieron gruesas líneas que lo rayaban, avanzando una tras otra, bajo la superficie, cada cual siguiendo a la anterior, persiguiéndose una a otra, perpetuamente”. Las olas. Virginia Woolf. Traducción de Andrés Bosch.
Así comienza la última novela de Esther:
“En el principio del caos que lleva el bufete de abogados de C. Pipino estaba la carta de una clienta, Perla B., que les encargaba gestionar su herencia”. Tratado del alma gemela (Ediciones del Viento). Esther Bendahan.
Guillermo Roz (Buenos Aires, 1973), tiene varias novelas en su haber, es también premio Talento Fnac y con Les ruego que me odien ganó el I Premio Francisco Ayala que convoca la editorial Musa a las 9 (www.musaalas9.com) para galardonar una obra que se publica en formato digital. Guillermo Roz ha enviado el principio de esta novela de A.B.C., porque, además de que le gusta, como es obvio, sabe que yo también le profeso gran devoción.
Esto es lo que dice Guillermo: “Sé que te gustará mi elección. Corta e inquietante”:
“Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro”. La invención de Morel. Adolfo Bioy Casares.
Y así comienza una de las novelas de Roz:
“Más de diez años después, la luz que entra por la ventanita de su celda le recuerda al sol que lo desmayó en el patio de la escuela”. Tendríamos que haber venido solos (Alianza editorial). Guillermo Roz.
Del madrileño Pedro Bravo, la solapa de su último libro, Biciosos (Debate), dice que “es un tipo que hace cosas: agitación cultural, empresa social, periodismo y hasta literatura”. En su elección manda este arranque, “uno entre muchos, el del gran Carlos Zanón en la enorme Yo fui Johnny Thunders”:
«Hay un principio. Un día te despiertas al lado de alguien que te importa una mierda, te llevas los dedos a la nariz, te los tintas de rojo y blanco, te vienen a la cabeza, a la vez, el nombre de tu madre, el de tu hijo y el título de una canción y te dices: ya está, se acabó. También hay un final y en medio una historia. Siempre sucede así». Yo fui Johnny Thunders. Carlos Zanón.
Pedro Bravo publicó una novela titulada La opción B (Temas de hoy) con este arranque, largo para lo que voy recogiendo en estas entregas, pero que merece la pena leerlo:
«Morir es una experiencia distinta. Extraña. Sorprendente. Es la última de las ocurrencias de la existencia. La que le da sentido. La que nos toca a todos. Seguro. Nos pasamos la vida preocupándonos de nuestra muerte. Pensando en cómo evitarla y, al tiempo, imaginando cómo será. Elucubramos sobre la posibilidad de morir en la cama de un hospital con los pulmones consumidos por un cáncer. Visualizamos la hostia a ciento ochenta por hora de camino a La Manga con la familia. Manejamos la idea de acabar ardiendo en un descampado suburbial después de haber recibido una soberana paliza a manos, pies y bates de béisbol de un grupo de sicarios colombianos medio borrachos. Pero la parca es una cachonda y nunca aparece donde se la espera. Si no, sería muy fácil evitarla. Bastaría con dejar de fumar a tiempo, conducir con precaución o no jugar con el dinero de las mafias de allende los mares. Es curioso, uno sabe cuando va a matar que va a matar. Pero poca gente se imagina cuando va a morir que va a morir. A la hora de palmar, la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida. Al Pedro Navaja de Rubén Blades y al resto. A mí, por ejemplo».
Silvia Grijalba, también de Madrid, es periodista y autora de letras de canciones. Con la novela Contigo aprendí ganó el premio Fernando Lara, 2011. Silvia eligió el comienzo de una obra clásica de mediados del XIX, Jean Eyre, cuya autora publicó entonces con el pseudónimo de Currer Bell. Como Grijalba lo ha leído en inglés lo ha enviado así, con traducción incluida:
«Reader, I married him» (“Lector, me casé con él”). Jean Eyre. Charlotte Brönte.
Y este es el principio de su última novela, que saldrá publicada en Espasa el próximo 29 de abril:
“´No, no, no, no, no, no, no`”. Así empezó nuestra relación. Con un no rotundo que se convertiría en un sí incondicional”. Tú me acostumbraste. Silvia Grijalba.
David Vicente es periodista, guionista, corrector…, y director de la Posada de Hojalata (www.laposadadehojalata.com), una escuela de escritura creativa en Alcalá de Henares. Su novela, Un pequeño paso para el hombre, y el libro de relatos El sonido de los sapos, han sido publicados por Ediciones Tagus y ahora se pueden encontrar en Click Ediciones, del Grupo Planeta. En su envío dice David: “Ahí va. Un poco de generación beat«:
“Conocí a Dean poco después de que mi mujer y yo nos separásemos”. En el camino. Jack Kerouac.
David Vicente comienza su primera novela tal cual pronunció la frase Armstrong al poner el pie sobre la luna:
«Este es un pequeño paso para el hombre; un salto gigantesco para la humanidad». Un pequeño paso para el hombre. Click Ediciones.
Enrique Paton, viajero y apasionado lector, encontró en la escritura «el contrapunto de un ritmo de vida de vértigo. La estirpe de Caín es su primera novela, pertenece al género histórico y será publicada próximamente por la editorial Unomasuno. Esta es su aportación de este, según él, «libro inolvidable que me marcó en mi juventud«:
«En el principio era el Verbo y el Verbo era en Dios, y el Verbo era Dios. Esto era en el principio, en Dios, y el monje fiel debería repetir cada día con salmodiante humildad ese acontecimiento inmutable cuya verdad es la única que puede afirmarse con certeza incontrovertible». El nombre de la rosa. Umberto Eco.
Y así arranca su novela, que saldrá en mayo:
«En cuanto procedieron a la lectura de cargos supo que estaba asistiendo a la puesta en escena del final de su vida. No fue una premonición, más bien una certidumbre, y lo que le maravilló de todo el asunto fue la paz interior que esta certeza le infundió». La estirpe de Caín. Enrique Paton. Editorial Unomasuno.
Fernando Olmeda (Madrid, 1962). Novelista y periodista de larga trayectoria en medios escritos y audiovisuales (Antena 3, Informativos Telecinco…), ha digido para RTVE la serie Saca la lengua, 26 programas sobre el uso del español en la vida cotidiana. Notable ensayista (Gerda Taro, fotógrafa de guerra; Gyenes. El fotógrafo del optimismo…), Olmeda elige la contundencia de esta novela que llevó al cine Pilar Miró en 1991:
«Vine a Madrid para matar a un hombre a quien no había visto nunca.» Beltenebros. Antonio Muñoz Molina.
Y este es el comienzo de la novela de Olmeda, Contraseñas íntimas (Algaida):
«Esta partida de sombras que avanza a tronchamonte hacia el río no lleva buenas intenciones. Esta cuerda de hombres, que zigzaguea a deshoras por los bancales y habla por señas, se ha reunido a las afueras del pueblo y ahora se mueve deslizándose de huerta en huerta, agachándose tras los muros de piedra de los cotos para no ser vistos. No hay más sonido que el de una fina lluvia tamborileando sobre los capotes que ocultan su identidad, y apenas dejan entrever cuatro pares de ojos bien abiertos sobre los embozos. Contraseñas íntimas. Fernando Olmeda.
Pronto tendremos la oportunidad de leer algo nuevo, porque acaba de terminar su próxima novela.
Dice la periodista Lea Vélez que nació en Madrid en 1970, al cobijo de una familia fanática de la literatura. Es guionista de cine y TV, novelista y dramaturga, con varios premios conseguidos a lo largo de su carrera. Este año publicará en noviembre en Galaxia Gutenberg El jardín de la memoria, y en Ediciones B en mayo La cirujana de Palma, de la que hemos elegido el comienzo. Lea Vélez nos manda el arranque de la novela «de un escritor que me ha hecho quien soy, y mi segunda pasión literaria a los 16 años después de Mallorquí y El Coyote».
«Quedan ciento cincuenta días para mi ejecución». La mujer fantasma. Cornell Woldrich.
Comienzo de la novela de Lea Vélez, La cirujana de Palma, en librerías el 21 de mayo:
«Desde la ventana de mi encierro en Valldemossa se podría ver el mar. Como estoy en cama, inmóvil, solo puedo imaginar el Mediterráneo por el efecto que tiene entre mis cosas».
Luis Eduardo Aute es, con Picasso, el artista más grande que ha dado el siglo XX. Y mejor persona que el pintor malagueño. Eduardo ha elegido un libro de Baricco, del que dice: «He extraído esta primera frase porque en este momento lo que más me apetece es escaparme a la playa, al mar». Empieza así:
«Arena hasta donde se pierde la vista, entre las últimas colinas y el mar –el mar– en el aire frío de una tarde a punto de acabar y bendecida por el viento que sopla siempre del norte. La playa. Y el mar». Océano mar. Alessandro Baricco.
Marifé Santiago Bolaños, poeta, novelista y profesora, con trabajos en torno al diálogo entre filosofía y creación estética, ha publicado entre otros muchos libros, la novela La canción de Ruth y el libro de poemas Nos mira la piedad desde las alambradas. Marifé ha enviado el principio de un relato de Borges, «grandioso como siempre»:
«Arrasado el jardín, profanados los cálices y las aras, entraron a caballo los hunos en la biblioteca monástica y rompieron los libros incomprensibles y los vituperaron y los quemaron, acaso temerosos de que las letras encubrieran blasfemias contra su dios, que era un cimitarra de hierro». Los teólogos. Jorge Luis Borges.
Borges por Mordzinski
Así comienza la novela de Marifé Santiago, La canción de Ruth (Bartleby Editores):
«En el Cuerno de Oro, mi nombre es nostalgia. Me lo dijo mi padre alguna vez. También, que nuestros antepasados vivieron en Estambul, y que en el Cuerno de Oro mi nombre habría sido Nostalgia. También, que algo parecido a este abandono era, para su corazón, Sefarad».
María José Rubio (Madrid, 1965) es historiadora, escritora, investigadora de vocación en diversos campos de la historia social, la historia del arte y la historia de Casa Real de España. Su última novela El Cerrajero del Rey (Ed. La Esfera de los libros), ha obtenido el XIII Premio de Novela Histórica Ciudad de Cartagena 2012.
Este es el comienzo elegido por ella:
«Los chiquillos llegaron temprano para el ahorcamiento». Los Pilares de la Tierra. Ken Follet.
Y así empieza su novela:
«El sonido retumbante del mazo sobre el yunque ponía fin a la infancia de Francisco Barranco. A su edad, se necesitaba valor para no temer al hierro al rojo vivo, a las llamas del carbón, a las chispas producidas por el golpe del metal». El cerrajero del Rey. María José Rubio.
Natalio Grueso acaba de incorporarse a la Agencia. Su carrera profesional ha estado volcada en la gestión cultural y en las relaciones internacionales, ocupando puestos de responsabilidad en diversas instituciones de relevancia mundial. Actualmente es el Director del Teatro Español. Su primera novela, La soledad, se publicará en España en mayo y sus derechos de traducción, hasta el momento, están vendidos a Italia, Alemania y República Checa. Natalio nos ha mandado uno de sus principios favoritos con este comentario: «Jack London terminó este libro días antes de suicidarse. En realidad podría decirse que es una secreta y larga carta de despedida, cuando él ya tenía tomada la decisión de viajar a otras dimensiones».
«Toda mi vida he tenido conciencia de otros tiempos y de otros lugares». El vagabundo de las estrellas. Jack London. Traducción de Daniel Rey Díaz.
Este es el arranque de la novela de Natalio Grueso:
«Nadie sabe tanto de la soledad como yo. Nadie. Ni quien nunca supo lo que eran unos pies fríos a su lado en la cama en las largas noches de invierno, ni quien jamás conoció unos dedos cariñosos que le enjabonaran el pelo, ni el niño obeso con quien nadie quiere jugar en el recreo, ni la adolescente con gafas y acné que se ha leído ya todos los libros de la biblioteca del pueblo en el que veranea porque no tiene amigas. Nadie». La soledad. Editorial Planeta.
Alberto Llamas dice en su correo: «Me doy cuenta de que los libros que más me gustan no suelen tener comienzos rotundos (y algunos que sí los tienen, por ejemplo, La Metamorfosis, de Kafka, ya han sido mencionados). Me quedo pues con Peter Pan, la versión para novela que escribió J.M. Barrie, tras la teatral. En este caso, la tradujo Carmen Villasante».
«Todos los niños, menos uno, crecen.» Peter Pan.
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Gracias por haber participado. Espero que os guste y que os haya divertido. Os dedico estas palabras de Francisco Umbral, de su libro Mortal y rosa (Planeta):
«El escritor está haciendo su largo libro, ese largo libro interminable que hacen algunos escritores. El escritor conduce el coche entre la niebla, contra las luces y las lluvias, conduce con manos rotas, heridas, vendadas, y me habla de su libro, del amor, de la vida. El escritor o la insatisfacción.» (…) «Meter la vida en un libro, tomarle las medidas al tiempo. Eso es escribir».
«En un lugar de la Mancha, el día que iban a matar Santiago Nasar era un día luminoso y frío de abril y la heroica ciudad dormía siesta…» Con el arranque de cuatro grandes obras de todos los tiempos hemos comenzado este relato que rinde homenaje a los principios de algunas novelas que han quedado grabadas para siempre en nuestro subconsciente. Una invitación para leerlas de nuevo.
No hay ninguna fórmula magistral para escribir el primer párrafo de una novela. El escritor que logre enganchar al lector con el destello de un inicio trepidante, poético, insinuador, inquietante o recopilador de los que va a leer a continuación…, tendrá un trecho del camino andado. Al menos su arranque habrá quedado para los anales. Los principios de novelas que he recogido en este post son de obras muy conocidas y sus autores forman parte de la historia literaria. Hay una segunda parte que corresponde a escritores de la agencia Dos Passos, pero solo de aquellas novelas que publicaron en 2013. Empecemos, pues, por el principio, por nuestro escritor más universal, y por la novela que nos sitúa como referentes en el mundo de la cultura.
“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”. Don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes.
Roth es un escritor al que siempre acudo. Es posible que tenga otros arranques merecedores de estar aquí, pero esta novela fue la primera que leí de él, en 1979, aparte de que no está nada mal comenzar así un relato:
“El sueño de su vida no consistía en ser rico, famoso, poderoso y, ni siquiera, feliz… sino, simplemente, en ser civilizado”. Cuando ella era buena. Philip Roth.
Gastby no ha sido nunca uno de mis preferidos. Ahora tengo una nueva oportunidad de reconciliarme con esta novela, gracias a que José C. Vales me regaló una nueva traducción en la editorial Nórdica. Sea como fuere, este comienzo me parece antológico.
“En mi primera infancia mi padre me dio un consejo que, desde entonces, no ha cesado de darme vueltas por la cabeza: Cada vez que te sientas inclinado a criticar a alguien –me dijo– ten presente que no todo el mundo ha tenido tus ventajas…” El gran Gastby. F. Scott Fitzgerald.
Esta es, quizá, con el Quijote, el otro arranque de novela que quedará en nuestra memoria para siempre. De momento, hace casi 50 años que la publicó.
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Cien años de soledad. Gabriel García Márquez.
Otro principio memorable. Aquí Camus ya nos está adelantando cómo es el protagonista de esta obrita (en número de páginas) que tanto marcó a los lectores de mi generación.
Este comienzo lo utilizó Nabokov en su novela Ada o el ardor:
“Todas las familias felices se parecen; pero cada familia desgraciada lo es cada una a su manera”. Ana Karenina. Leon Tolstoi.
De Salinger y El guardián…, poco puedo decir que no haya contado ya. Esta es una novela que sigue un best-sellers desde 1951.
“Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso. Primero porque es una lata, y, segundo, porque a mis padres les daría un ataque si yo me pusiera aquí a hablarles de su vida privada”. El guardián entre el centeno. J.D. Salinger.
De Josep Conrad contaré una anécdota que publicó Enrique Vila-Matas en El País. En una travesía en barco, el escritor le pidió a un marinero llamado Jacques que leyera lo que había escrito. “A la mañana siguiente Conrad se acercó a Jacques y le preguntó si le había interesado lo que había leído. Tras un breve pero tremendo silencio, obtuvo esta respuesta. “¡Ya lo creo”. Quiso entonces saber Conrad si le había resultado clara la historia. “Por supuesto, perfectamente”, dijo su primer lector.
“Era marino, pero también vagabundo, mientras que la mayoría de los marinos suelen llevar, si se puede decir así, una vida sedentaria. Son de espíritu hogareño, y su casa, el barco, está siempre con ellos, como también lo está su patria, el mar. Un barco se asemeja mucho a otro y el mar es siempre el mismo”. El corazón de las tinieblas. Josep Conrad.
Si hay una novela que en solo seis palabras resuma el clima de las siguientes 400 páginas es esta de mi paisano don Leopoldo (“La heroica ciudad…”)
«La heroica ciudad dormía la siesta. El viento sur, caliente y perezoso empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles, que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina, revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles…». La Regenta. Leopoldo Alas “Clarín”.
Aunque en realidad, Cortázar lo resuelve en solo cuatro palabras. Las de este comienzo, también generacional, qué le vamos a hacer.
“¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua”. Rayuela. Julio Cortázar.
Nada pudo añadir a estos cuatro principios que no lo cuenten ellos: Dostoyesvki, Austen, Goethe y Mann.
“Una tarde, el joven Iván Karamazov, luego de cursar estudios y haber y trabajar como periodista en Moscú regresó a su ciudad natal. Su padre, Teodoro Karamazov, era un terrateniente muy dado a las francachelas y al vino, quien tras dos matrimonios que terminaron en tragedia, (su primera mujer lo abandonó y su segunda esposa murió loca) vivía en compañía de sus criados”. Los Hermanos Karamazov. Fiódor Dostoyevski.
“Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa”. Orgullo y prejuicio. Jane Austen.
“4 de mayo de 1771. ¡Cuánto me alegro de haber marchado! ¿Qué es, amigo mío, el corazón del hombre? ¡Dejarte, cuando tanto te amaba, cuando era tu inseparable, y hallarme bien! Sé que me perdonas. ¿No estaban preparadas por el destino esas otras amistades para atormentar mi corazón? ¡Pobre Leonor! Pero no fue mi culpa. ¿Podía pensar que mientras las graciosas travesuras de su hermana me divertían, se encendía en su pecho tan terrible pasión? Sin embargo, ¿soy inocente del todo?”. Werther. Goethe
“Un modesto joven se dirigía en pleno verano desde Hamburgo, su ciudad natal, a Davos-Platz, en el cantón de los Grisones. Iba a hacer una visita de tres semanas”. La montaña mágica. Thomas Mann.
Esta novela de Gabo incumple todas las reglas de la estrategia narrativa revelando al lector lo que va a ocurrir después. Pero el maestro consigue llevarnos en vilo hasta el final.
“El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la madrugada para esperar el buque en que llegaba el obispo”. Crónica de una muerte anunciada. Gabriel García Márquez.
¿Publicaría hoy Nabokov, sin gran escándalo, esta novela?
“Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta”. Lolita. Vladimir Nabokov.
Aquí van dos comienzos con el sueño de trasfondo. Proust se duerme “apenas apaga la bujía” y le da paso a Kafka, que se despierta transformado.
1. “Durante mucho tiempo he estado acostándome temprano”. En busca del tiempo perdido. Marcel Proust.
2. “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto”. La metamorfosis. Franz Kafka.
Mi afición por Sabatini comenzó en los años 50, cuando vi la película homónina protagonizada por Stewart Granger. Este arranque me parece redondo.
“Nació con el don de la risa y la intuición de que el mundo estaba loco. Y ese fue todo su patrimonio”. Scaramouche. Rafael Sabatini.
Melville usa solo dos palabras para empezar a contar una historia. Menos será imposible encontrar.
“Llamadme Ismael”. Moby-Dick. Herman Melville.
Hay defensores y detractores de El túnel. Yo he de decir que este comienzo me cautivó entonces. El mundo de los ciegos, siempre tan inquietante en toda la obra de Sabato.
“Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne”. El túnel. Ernesto Sabato.
Claro que pocos como Dickens (1812-1870) para resumir la historia de la humanidad, tan idéntica de una época a otra. ¿Pensamos en hoy, por ejemplo?
“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo”. Historia de dos ciudades.Charles Dickens.
Tal vez parezca anodino este comienzo pero adentrarse en esta novela es sufrir con el protagonista la agonía de una dictadura sin piedad. Este es el Gran Hermano al que espero no nos conduzcan tantas equivocaciones.
“Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece”. 1984. George Orwell.
Magistrales líneas y determinante pregunta en esta novela imprescindible de Mario Vargas Llosa.
Vargas Llosa por Mordzinski
“Desde la puerta de La Crónica, Santiago mira la avenida Tacna sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú?”. Conversación en La Catedral. Mario Vargas Llosa.
Páramo estuvo allí y se encontró con los fantasmas de su pasado.
“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”. Pedro Páramo. Juan Rulfo.
Y aquí está esta segunda parte de comienzos de novela. Son algunos de los escritores que pertenecen a DOS PASSOS y que han publicado su obra el año pasado, por eso no están todos los que son. Tal vez alguno de estos arranques quede para la historia:
“En San Ireneo de Arnois todo el mundo comentó la llegada de la señorita Prim”. El despertar de la señorita Prim. Natalia Sanmartin Fenollera.
“Kento nació en el invierno de 1962 en un sórdido y pequeño prostíbulo del centro de Tokio, uno de los más lúgubres y antiguos del barrio de Kabukicho. Su madre era una prostituta”. El viaje de Tanaka. David Cantero.
“No sé quién soy. Tengo casi cuarenta años, un trabajo estable y bien remunerado como creativo de una de las agencias publicitarias más solventes de Europa, y un currículum que acredita cada paso de mi vida laboral. Mi nombre figura en mi expediente universitario, en los certificados de mis masters, en mis notas del colegio, mi DNI, mi pasaporte y el libro de familia de mis padres, con mi fecha y lugar de nacimiento, el número de tomo y la página del registro donde me inscribieron al nacer. Todo oficial, todo correcto, todo legalmente constatado. Pero no sé quién soy”. Mientras pueda pensarte. Inma Chacón.
“Por qué. La pregunta bombeó en su cabeza como un latido lento y angustioso que lucha por no ser el último. Por qué”. Margen de error. Berna González Harbour.
“¡Ahora iba a resultar que cualquier jovenzuelo podía conocer los principios y fundamentos sobre los que se sustenta el cultivo de los tulipanes! Eso era lo que pensaba Jonas Fou´fingers mientras observaba la tierra negra de su jardín”. El pensionado de Neuwelke. José C. Vales.
“Casi todas las escuelas psicológicas, desde el psicoanálisis clásico hasta la psicoterapia gestalt, prestan atención a ese lado del ánimo melancólico o desesperanzado que suele manifestarse hacia la mitad de la vida de las personas y que, en jerga poco científica, acostumbramos a llamar ´crisis de los cuarenta´”. La misma ciudad. Luisgé Martín.
“Se lo pregunté a mi padre la noche en que mi familia cumplía cinco años en el sótano. Cinco años desde el fuego. Yo llevaba algo menos. Nací poco después de que ellos entraran». El brillo de las luciérnagas. Paul Pen.
“Podría inventarme algo aparatoso para decorar el CV, operarme las tetas con la indemnización, montarle un pollo a mi empresa (ex empresa) y hasta casarme con Miguel. También puedo, simplemente, contar la verdad y buscar trabajo”. La piel de Mica. Paloma Bravo.
“- Me llamo Cristóbal Martínez-Bordiu, marqués de Villaverde. Soy el cirujano más importante de España… y, por si fuera poco, soy el yerno del Generalísimo. Tres razones para hacer lo que me sale de los huevos siempre que mis huevos me lo piden”. Si levantara la cabeza. Daniel Vázquez Sallés.
“Fue un golpe duro, seco, limpio. Ni siqueira sabe muy bien qué hacía en la cocina cuando cayó de bruces sobre el mármol del suelo, sobre el piso templado y relucuente”. La cáscara amarga. Jesús Ruiz Mantilla.
“El barrio se encontraba oculto por una colina y no era posible verlo desde ningún lado. Tampoco había letreros que señalaran en esa dirección. Un paseante casual solo podría descubrir su existencia si se quedaba un rato parado en la avenida y era tan observador como para detectar un reguero intermitente procedente de la curva”. El asunto Melkano. Alberto Llamas.
“Será porque he soñado que alguien grababa mi nombre en una lápida, como hacía aquel niño sobre la playa de Strugnano. Será porque esta mañana, mientras no conseguía levantar mis huesos del lecho, he cumplido tantos años que me avergüenza apuntarlos con esta tinta oscura como la puerta de Santa Caterina. Será porque después de varias décadas suena nítida la sonata que compuse en Ancona, también después de un sueño. Serán estas causas las que me determinan a dejar por escrito los hechos de mi vida antes de que se nublen definitivamente y los arrastre una última tormenta”. La fuga del maestro Tartini. Ernesto Pérez Zúñiga.
“Ha salido de la ducha secándose el pelo con una pequeña toalla que ahora está empapada. Se sienta en la cama, frente a la puerta del armario que tiene un espejo, y observa su nariz. Ayer, desde luego, no estaban, pero hoy tiene unas diminutas pecas que la cubren. Se acerca un poco más frunciendo el ceño, extrañada. Las cuenta, son al menos quince”. La vida real de Esperanza Silva. Beatriz Rodríguez Delgado.
THE END
La Puntilla:
Esta frase de Italo Calvino (1923-1985) habla de la realidad de nuestro país, aunque la haya escrito sin saber que eso ocurriría también en nuestro país. Esa es parte de la tragedia que encierra el mensaje.
“Un país que destruye la escuela pública no lo hace nunca por dinero, porque falten recursos o su costo sea excesivo. Un país que desmonta la educación, las artes o las culturas está ya gobernado por aquellos que solo tienen algo que perder con la difusión del saber».
Ayer fue miércoles
He decidido salir a la palestra cada jueves. Este blog se llama “Ayer fue miércoles toda la mañana”, en honor al poeta Ángel González (Oviedo, 1925-Madrid, 2008), que escribió este poema que comienza con ese verso y que en el siguiente le da la vuelta: “Por la tarde cambió: se puso casi lunes”.
toda la mañana