El jueves pasado prometí publicar varios post sobre el poeta asturiano, fallecido hace 6 años un 12 de enero. Hoy, 2 de enero de 2014, pongo en marcha esta segunda evocación, la primera la escribió González para hablar de su madre, María Muñiz, y decía así:
PRIMERA EVOCACIÓN
Recuerdo
bien
a mi madre.
Tenía miedo del viento,
era pequeña
de estatura,
la asustaban los truenos,
y las guerras
siempre estaba temiéndolas
de lejos,
desde antes
de la última ruptura
del Tratado suscrito
por todos los ministros de asuntos exteriores.
(…)
El próximo jueves, día 9, cerraré de momento esta trilogía para ocuparme también de otras cosas. Habrá que meterse en política, que están los tiempos de nuevo para mojarse, y espero que me lance alguna vez a las cosas del comer. Política, literatura y gastronomía, el triángulo perfecto.
Feliz Año Nuevo a mis hipotéticos lectores, y que 2014 traiga por fin alguna luz para los más desfavorecidos. Vamos ahora con estas palabras sobre el poeta:
Ángel González escribió la palabra pantorrilla en un poema. También escribió artritis en otro, y ortóptero y bisiesto y dipsomanía y tos. Palabras con las que quebraba el transcurrir amable de algún verso. Pero también se embarcó en la melodía nostálgica, de aroma adolescente, de un atardecer de verano en su Asturias natal, en el poema “Así nunca volvió a ser”, cuyos primeros cuatro versos dicen: ”Como llevaba trenza / la llamábamos trencita en la tarde del jueves. /Jugábamos a montarnos en ella y nos llevaba / a una extraña región de la que nunca volveríamos.”
Es la poesía de Ángel González la representación de un tiempo, escrita por un hombre que amó la libertad en años amargos y oscuros. Una obra cuyo recorrido permanece intacto en sus convicciones desde su primer Áspero mundo hasta el último poema de su libro póstumo, Nada grave.
Ángel González fue un poeta asturiano –y el gentilicio no es baladí porque su poesía está llena de recursos irónicos, muy propios de la zona del norte de España donde vio la luz–, que vivió en Madrid –ciudad que le formó en los duros años de penitencia, que diría Carlos Barral–, y en Albuquerque, Nuevo México –en donde en 1972 comenzó a impartir clases de literatura española. Estos tres territorios conforman el imaginario vital y poético de Ángel González y en su poesía están reflejados estos ámbitos, como se puede apreciar en el soneto a Oviedo, su ciudad, a la que nombra como “ciudad de sucias tejas”; o en el hastío de un hombre que se busca en la palabra poética de “Aquí, Madrid, mil novecientos/cincuenta y cuatro: un hombre solo”, o en el canto de una visión fundida entre la realidad febril del poema “Crepúsculo, Alburquerque, invierno: “No fue un sueño, / lo vi: / la nieve ardía”.
En la poesía de Ángel González coexisten también temas como la música, a la que recurre para escribir “Vals de atardecer”, “Estoy bartok de todo”, o “Revelación”; y otros en los que hunde sus raíces en la Historia, que Ángel González expresa de manera personalísima, poniendo una atención primordial en contar una historia personal envuelta en la Historia de todos.
La suya –su historia– fue dura, como ya he dicho; había nacido en 1925 y aunque haya contado que la guerra la vivió de niño como un periodo de juegos secretos y libérrimos, también llegó teñida de sangre y de exilios, que el poeta transformó y lo ofreció al lector (no olvidemos la censura imperante) con la elegancia de la palabra justa. Así los poemas de “El derrotado”, “El campo de batalla”, “Inventario de lugares propicios al amor” o el “Discurso a los jóvenes”, todos de una gran carga social y política y un clarísimo desafecto a los vencedores.
El paso del tiempo produce en Ángel González una desazón que solo con el dominio de la palabra y un impecable sentido del ritmo hacen que tome distancia con sus versos gracias al empleo de la ironía. Y así tenemos prodigios como “Ayer fue miércoles toda la mañana /por la tarde cambió, se puso casi lunes”, o”Meriendo algunas tardes /no todas tienen pulpa comestible”, o este poema breve y punzante como un dardo: “Aquí no pasa nada, /salvo el tiempo /irrepetible / música que resuena, / ya extinguida, /en un corazón hueco, abandonado,/ que alguien toma un momento, /escucha /y tira».
Ángel González dijo que en sus poemas cabía todo: “Esto es un poema:/ aquí está permitido /fijar carteles,/tirar escombros, hacer aguas”…, o que la imposibilidad de lo inefable o el trágico destino de la perfección caminan por versos como estos: “Escribir un poema /marcar la piel del agua”. Nos enseñó que las palabras no siempre significan lo mismo, que la vida y la muerte son una sucesión de fértiles vientres de mujer / y cuerpos / y más cuerpos/ fundiéndose incesantes en otro cuerpo nuevo…”, o que ahora, ya sin él, nos falta una palabra para poder continuar como si la muerte no hubiese pasado por nosotros.
El poeta, poco dado a mostrar en prosa lo que cantó con el verso, y con la perspectiva de haber vivido no sólo muchos años, sino “muchas veces mucho”, nos advirtió: “Mi muerte significa la ausencia, el alejamiento definitivo de la vida, y presiento que en ese oscuro reino de la no-existencia nada habrá que pueda herirme. A otros, no a mí, hará llorar mi muerte”.
El recuerdo de los años compartidos con él, de las lecturas y los viajes, de los libros publicados y las noches en las que aprendimos “el deseo de morder la vida”, me confirma una vez más que donde estaba Ángel González se conciliaba lo mejor que había en cada uno de nosotros.
Una segunda evocación del poeta que te hace desear muchas mas.