UN RELATO BREVE Y CASI REAL
Cree en el maestro –Poe, Maupassant, Kipling, Chejov– como en Dios mismo: Horacio Quiroga: “Decálogo del perfecto cuentista”
Para empezar dos frases sobre el cuento: La primera de Mariano Baquero Goyanes: «Un cuento se recuerda íntegramente o no se recuerda», y la segunda de Julio Cortázar: «El cuento “es una máquina literaria de crear interés”. Los cuentos anteriores al siglo XIX no conocían su verdadera expresión como género porque no tenían tradición literaria pero la antología de cuentos de este jueves comienza con autores del XIX que vienen de la mano del Romanticismo y traen nuevos modos de escribir. Una especie de arranque de lo que será la literatura actual, que en su momento originó un giro de ciento ochenta grados ya que, salvo excepciones, hasta el XIX la concepción literaria del cuento no gozaba de la libertad y la elasticidad de la del siglo XX. Empezamos, pues con…
“El corazón delator”
Edgar Alan Poe (1809-1849), cobra importancia en Europa por la difusión que de él hace el poeta francés Mallarmé, y sobre todo Baudelaire, quien le traduce sus cuentos. Poe se distancia de sus predecesores románticos, que aún practican en sus escritos el canto a la naturaleza o la exacerbación sentimental, aunque también hubo autores que brillaron con historias autóctonas como las gestas de la Conquista del Oeste de James Fenimore Cooper y El último mohicano, y antes que él Washington Irving, autor conocido en España, sobre todo por Los cuentos de La Alhambra. Estamos en la primera mitad del siglo XIX, en donde Poe comparte lectores con R.W. Emerson (uno de los santones de la época), Thoreau, conocido por el Walden o la vida en el bosque, y Nathaniel Hawthorne (magnífico, tanto como cuentista como autor de novelas de largo aliento). El leitmotiv de “El corazón delator” es la venganza de un muerto.
Un tema sobre el retorno del más allá que Poe había tratado en otros cuentos como “Ligeia” o “El gato negro”. En “El corazón delator”, cuya voz narradora es la primera persona –un monólogo, en realidad– un asesino confiesa su crimen, obsesionado por el sonido de los latidos del corazón del muerto que se interpone en el momento en que está hablando con los policías que han ido a verle a su casa. Es Poe un autor analítico y exacto que reflexiona sobre lo misterioso, al que Pablo Neruda definió como un escritor sumido “en su matemática niebla”. Horror e intelectualidad que el escritor norteamericano desarrolló en sus ensayos, Filosofía de la composición.
“El guardagujas”
El segundo autor del que quiero hablar es Juan José Arreola (1918-2001). Su nombre desapareció del panorama literario hace algunos años sin que aquí se le rindieran los honores que merecía. Y cuando digo honores no sólo pienso en premios y reconocimientos sino en lectores, que al final debería ser casi lo único que necesita un escritor. Yo manejé durante un tiempo Confabulario Personal, una edición de Bruguera, en la colección Narradores de Hoy, que hizo las delicias de los lectores en 1980, también por los otros escritores que publicaron en ella: Sciascia, Pavese, Cheever, Thomas Wolfe, Roberto Arlt… El libro de Arreola, fragmentario y libérrimo, comienza con una autopresentación titulada “De memoria y olvido” en la que cuenta su vida en dos páginas, cuyas primeras tres líneas dicen así: “Yo, señores, soy de Zapotlán el Grande. Un pueblo que de tan grande nos lo hicieron Ciudad Guzmán hace cien años”. Desde esa lectura fui devoto de este maestro de la ironía y leí con fruición cuanto encontraba, bien poco por cierto, puesto que su obra se resume en 500 páginas. Él y Augusto Monterroso fueron pronto mis aliados en la distancia corta. De Juan José Arreola guardo un recuerdo especial porque tuve la fortuna de mantener con él, en 1990, unas charlas por teléfono muy sustanciosas. A la sazón preparaba yo el primer Encuentro de Literatura Hispanoamericana, que titulé Realidad y Ficción, entre los que participaron Augusto Monterroso, Mario Benedetti, Arturo Azuela, Jorge Edwards, Julio Ramón Ribeyro y Adolfo Bioy Casares. Y entre los escritores a invitar pensé también en Arreola. Conseguí su número de teléfono de su casa en México y lo llamé, con tan buena suerte que contestó él mismo y durante dos o tres días mantuvimos varias conversaciones.
Aunque Arreola tenía un compromiso con un programa semanal de televisión, se sentía muy feliz con la propuesta y en todo momento tuve la impresión de que terminaría enviándole el billete de avión, pero al cabo, cuando creí oportuno que deberíamos cerrar las fechas para el viaje, Arreola le pasó el teléfono a su hija, quien con mucha amabilidad me puso los pies en la tierra: “A sus 72 años y con la responsabilidad del programa…”. Lo que me quedó de aquellos días fue su fértil imaginación, su discurso ágil, simpático y cultísimo y me envolvió durante horas en la trama de La Regenta –yo le llamaba desde Oviedo, ciudad que él no conocía, e inmediatamente se situó en la novela de “Clarín”– y me describió con exactitud topográfica la ciudad en la que yo vivía hacía tantos años pero que él me descubrió entonces con palabras precisas y apasionadas. Tanto tiempo después, el recuerdo de aquellas charlas se podría resumir en estas reflexiones suyas: “El arte de escribir consiste en violentar las palabras, ponerlas en predicamento para que expresen más de lo que expresan”. Arreola ha escrito precisamente así y ha conseguido que las palabras vulgares y archiconocidas adquieran brillos nuevos.
“Bola de sebo”
Decía Flaubert en una carta a Maupassant (1850-1893) que el talento era cuestión de mucha paciencia. Maupassant, autor de Bel ami, aprendió mucho de Flaubert, y no sólo en lo literario. El maestro ejerció con él de padre adoptivo o de hermano mayor y compartieron clases de escritura y de seducción. Son tiempos del Naturalismo con el que Maupassant dice no estar totalmente integrado ya que su escritura no radiografía la realidad si no es bajo el prisma de lo artístico. Maupassant, como su maestro Flaubert, busca la palabra exacta (le mot juste) para expresar lo que quiere decir, así como “el verbo para animarlo y el adjetivo para calificarlo”, pero también, y a diferencia de su maestro Flaubert, Maupassant entra a veces en otra realidad con derivaciones fantásticas. Eso, unido a una enfermedad venérea que le produce la caída del cabello, terribles migrañas y le roba la visión hasta el punto de causarle alucinaciones, acelera su entrada en picado en los relatos fantásticos creyéndose, y alegrándose por ello, un genio loco. No olvidemos que estamos a punto de acabar el siglo XIX en que la relación entre el genio y la locura era un tópico que se había popularizado enormemente.
No se trata de hacer paralelismos ni establecer influencias, que las hay, pero por situarlos en el tiempo, Maupassant nace en 1850 en Francia; un año antes Poe moría en América, víctima del alcohol. Naturalmente que entre ambos hay concomitancias. Poe no sólo practicó el género de lo sobrenatural sino que también indagó en el detectivesco al que aportó inteligencia e incluso humor. Maupassant leyó a Poe y enriqueció el género fantástico. Su condición de enfermo contribuyó sin duda a la elaboración de temas extraordinarios, aportando su personal locura a sus escritos.
“El diablo en la botella”
El mismo año de 1850 nacía en Inglaterra Robert Louis Stevenson. Quien haya leído La isla del tesoro comprenderá la intención del autor de “ser abogado de la juventud”, aunque al mismo tiempo sabía que lo joven sólo dura un tiempo y que “nadie puede tener para siempre veinticinco años”, como escribe en el prólogo de sus ensayos. Stevenson escribió esta novela para Lloyd Osbourne, un niño de doce años, hijo de su mujer, Fanny. Una noche de verano, en la que acostumbraban a dibujar y a contarse historias, el escritor pintó el mapa de una imaginaria isla del tesoro. Para satisfacer el apetito imaginativo del niño, Stevenson hizo crecer la historia hasta convertirla en la novela que todos conocemos. Esta aventura será también un viaje iniciático para su protagonista, el joven Jim, que de huérfano desvalido pasará a convertirse en nada menos que todo un hombre, obligado por la fuerza del destino a tomar importantes decisiones. Stevenson creó un mundo fascinante, además de en la novela citada, en El extraño caso del Doctor Jekyll y Mr. Hyde, El señor de Ballantrae y en La flecha negra.
“La dama del perrito”
Contemporáneo de ellos es Chéjov, que nace en Rusia en 1860 y sólo vive 44 años, los mismos que Stevenson, uno más que Maupassant y cuatro más que Poe. Vivió una infancia aterrorizada por la violencia paterna, con quien mantuvo una reacción de rechazo reflejada en su correspondencia. Su gran vocación fue la medicina. Se hizo médico y lo practicó con tanta pasión como la literatura. De ambas disciplinas llegó a decir: “La medicina es mi mujer legítima, la literatura, mi amante”. Mezcló ambas pasiones en algunos de sus relatos, como “Una triste historia” o “La sala número 6”. Es Chéjov un hombre ilustrado, que cree en la ciencia como motor de progreso, que construye una obra lúcida en la que el teatro adquiere una grandeza comparable con sus bellos y perfectos cuentos, uno de los más conocidos es “La dama del perrito”. Chéjov sabía muy bien cómo administrar la respiración del relato, tanto en los diálogos como en las descripciones o en los silencios. Ana, la dama del cuento, en un ejemplo de concisión narrativa, le dice a Gurov: “El tiempo pasa deprisa, y, sin embargo, una se aburre mucho aquí”. Chéjov practica una pintura realista, literaturizada hasta el punto de convertirla en un mosaico creíble de la mezquindad humana.
“Un artista del hambre”
Antón Pávlovich Chéjov me lleva a Frank Kafka (1883-1924), que vivió sólo 41 años, y me lo recuerda porque sus imaginarios son una radiografía del absurdo, una construcción de un mundo imposible, premonitorio de una hecatombe cultural. Después de leer La metamorfosis uno se pregunta qué es lo que hace que un ser humano escriba un relato así, y de la manera en que lo escribe. Una obra que es la máxima expresión de Kafka, cuya contumacia le hace escribir por las noches como si le estuvieran dictando. La metamorfosis la escribe en un mes y “La condena” en un día. Y lo extraordinario es que si su amigo Max Brod no salva del fuego parte de su obra nos hubiéramos quedado huérfanos de la descripción “física” de la angustia y la incertidumbre del hombre moderno.
“La ciudad de la noche pavorosa”
Con Rudyard Kipling (1865-1936) hemos dado un salto –a pesar de nacer en 1865, muy cerca en el tiempo de los anteriores escritores– que nos sitúa en coordenadas geográficas tan distantes como India, y también vitales (Kipling nace súbdito de la corona imperialista inglesa y luego es un escritor victoriano en la Inglaterra victoriana). Es un autor perseverante y disciplinado aunque nada tiene que ver con las vidas que acabamos de comentar ni tampoco con el contenido de sus escritos. Como poeta no creo que tenga la fuerza del novelista, género con el que ha encontrado un sitio en las lecturas juveniles, algunas celebradas por el cine, como El libro de la selva. Rudyard Kipling escribió sobre la jungla como puede escribir un hombre de ciudad, es decir, tomando la selva como un tema literario más, no como hizo Horacio Quiroga que se internó en sus Cuentos de la selva como una experiencia personal. Kipling tenía una visión de europeo colonialista, lo que le aleja de lo profundo para centrarse en lo idílico y literario.
“Colinas como elefantes blancos”
En Toronto (EEUU), nació Ernest Hemingway (1899-1961). Don Ernesto, como le decían en España (también a Gerald Brenan lo llamaron don Geraldo), vivió en París sus comienzos literarios y periodísticos, se fue a África para contarlo y estuvo también en Cuba y en España, en donde vivió y bebió sin mesura, pero volvió a su Idaho privado para acabar sus días. Aquí nos encontramos con un modelo de escritor del siglo XX cuyo lenguaje depurado y coloquial llega a alcanzar cotas poéticas, eficacia estilística que aprendió en la redacción del periódico Kansas City Star. Su economía expresiva le sirve al autor para definir lo que sobre todo le importaba: el amor físico, la caza, la pesca, la guerra…, y la bebida. Respecto al cuento elegido – “Colinas como elefantes blancos”- destaco estas líneas del ensayo de Harold Bloom, Cómo leer y por qué que ilustran el significado del título del cuento en el que una pareja discute sobre el posible nacimiento de un hijo en común: “El símil del título prefigura la historia con elegancia. Es la mujer, no el hombre, la que ve como “elefantes blancos” las alargadas y claras colinas del valle del Ebro. Los elefantes blancos, regalo proverbial que hacía el rey de Siam a los cortesanos que habían perdido su favor, pues el gasto de mantenerlos acabaría arruinándoles, se vuelven aquí metáfora de los hijos no queridos, y más aún de la relación sexual espiritualmente onerosa cuando el hombre no está a la altura”. Hemingway es un ejemplo de escritor que se levanta tras un estrepitoso fracaso como el que tuvo con la publicación de Al otro lado del río y entre los árboles, en 1950, para volver el mismo año con El viejo y el mar, obra maestra para escarnio de los críticos que le creían acabado.
“Emma Zunz”
De este cuento de Borges (1899-1986), incluido en el volumen El Aleph, dice su autor que su “argumento espléndido, tan superior a su ejecución temerosa”, se lo dio una tal Cecilia Ingenieros. Ya conocíamos la falsa modestia borgiana, pero en cualquier caso el cuento lo he escogido por no abundar en el género fantástico ni estar saturado de datos bibliográficos tan queridos por el escritor argentino o encajar en los pilares de casi todos sus textos: espejos, laberintos o bibliotecas, y también por tener un desarrollo lineal con un desenlace sorprendente. Su comienzo no puede ser más explícito: “El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en Brasil, por la que supo que su padre había muerto”. Borges, tras un grave accidente ocurrido en 1938, toma la decisión de escribir sólo relatos y en el prólogo a «El jardín de los senderos que se bifurcan» define de esta guisa el trabajo de escribir una novela: “Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros…”. Borges, como Monterroso y Carver, de los que hablaremos, han sido solo escritores de cuentos.
“Leopoldo (sus trabajos)”
Augusto Monterroso (1921-2003) fue un escritor con una peculiar ironía, influencia declarada de su maestro Cervantes, y con una obra breve, como su figura, pero tan grande como su corazón. Esto que parece sólo una frase, los que le conocimos sabemos que era así, y era fácil jugar a hacer frases con Monterroso, a quien sus amigos llamaban Tito. A propósito de esto Juan Cruz cuenta esta anécdota ocurrida durante una charla en la embajada mexicana. Augusto estaba cabizbajo porque su mujer, Bárbara Jacobs, se había puesto enferma, y Cruz le hizo esta pregunta para animarle:
-Tito, ¿y a ti por qué te llamaron Tito?
– Mis padres: les daba vergüenza llamarme Monterroso.
Augusto Tito Monterroso fue autor de cuentos y de fábulas. Una de ellas, “La oveja negra”, dice así: “En un lejano país existió hace muchos años una oveja negra. Fue fusilada. Un siglo después el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque. Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura”. Como saben, Monterroso es el autor del cuento más breve del mundo, titulado “El dinosaurio”, que dice así: «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.
“Parece una tontería”
Y el tercer autor que escribió sólo cuentos es Raymond Carver (1939-1988). Y poesía. Es un creador de mundos raros que se quedan en algún lugar del cerebro para producir inquietudes. Quien haya visto la película de Robert Altman, Vidas cruzadas, basada en varios cuentos de Carver, podrá recordar las sensaciones producidas por escenas como la del día de pesca de unos amigos que se encuentran un cadáver en el río, por poner sólo un ejemplo de la atmósfera creada por Carver en sus cuentos. Vidas cruzadas se basó en los relatos “Vecinos”, “Jerry, Molly y Sam”, “Bolsas”, “Tanta agua cerca de casa”, “¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?”, y el que he elegido en esta selección: “Parece una tontería”. Carver ha escrito bajo la influencia de Chéjov, al que brindó su particular homenaje en el cuento “Tres rosas amarillas”, en el que narra los últimos días del escritor ruso. Los relatos de Carver se ocupan de gente desarticulada, a la deriva, desconcertada por lo que ocurre en sus vidas, pero el escritor no se agota en introspecciones psicológicas para señalar las fuentes de la infelicidad sino que traza una cuidada selección de detalles tan aparentemente superficiales como reveladores, como pueden ser la inquietud y el desasosiego que son, a veces, la trabazón de esas vidas cruzadas.
“El nadador”
De John Cheever (1912-1982) elijo “El nadador”, un cuento que hace algunos años sirvió de título para una colección de sus relatos. En 1968 fue llevado al cine dirigido por Frank Perry y Sydney Pollack con un Burt Lancaster que decide llegar hasta su casa atravesando a nado las piscinas de sus vecinos. El protagonista, ausente desde hace un tiempo, es bien recibido por algunos, mientras que en otras propiedades el trato no es tan cordial (hay quien lo expulsa de la fiesta que está celebrando en su jardín). Cuando el nadador llega por fin a su casa se ha hecho de noche y tras ocho agotadoras millas se encuentra con la puerta cerrada y oxidada y el interior de la vivienda a oscuras. Cheever es un maestro del relato en los que pinta arquetipos humanos de una América tradicional, que transpiran el dolor de la pérdida, personal y social, que viven enganchados a una noria que no manejan y en la que están inmersos. Su estilo es punzante e irónico y la agudeza de sus historias puede producir la sensación de estar caminando sin red por una estrecha tabla colocada a gran altura.
“El infierno tan temido”
Los escritores del siglo XX pueden trasladarnos inquietud o miedo sin recurrir al relato gótico. El horror está en nosotros mismos, aunque el infierno sartriano lo situara en el otro, como ocurre en “El infierno tan temido” de Juan Carlos Onetti (1909-1994), uno de los grandes narradores del siglo. Exiliado en España, en el Madrid de la reconversión cultural e ideológica, fue un hombre cuyo deseo de desaparecer le hizo un día acostarse en la cama con la intención de no volver a levantarse, por lo que la ciudad se le quedó reducida al estrecho marco de su ventana. Colocó en su mesilla de noche el tabaco y la botella, y se acostó para siempre: «Si camino, es peor. Ya probé. Una vez», dijo. En El infierno tan temido el horror cotidiano ese palpa en la crueldad de Gracia César, la mujer de Risso, que, desde distintos lugares, le envía fotografías suyas al lado de diferentes hombres que elige para su venganza. Es uno de los cuentos en el que la carga existencialista, la angustia, la crueldad y la decadencia moral se multiplican hasta el paroxismo. Leer «Un sueño realizado», «Tan triste como ella», o cualesquiera de sus cuentos, es una ocasión para reencontrarse con un maestro indiscutible, un escritor que si bebió de Balzac, Henry James o Melville, dijo entregarse más a Faulkner: «Yo he leído páginas de Faulkner que me han dado la sensación de que es inútil seguir escribiendo». Onetti es el creador de la más intensa geografía moral de la literatura en español. Su primera novela, El pozo (1939), es un verdadero análisis de la incomunicación y la soledad y, según Vargas Llosa, «marca el nacimiento de la nueva novela hispanoamericana».
“Un día perfecto para el pez plátano”
¿Qué sabemos de J.D. Salinger?, ¿qué nació en 1919?, cualquier cosa que digamos de él será porque lo hemos leído en los libros que han publicado, bien su hija, bien un biógrafo “no autorizado”. Pero hay otros casos tan flagrantes o más que el de Salinger, como son los de B. Traven y Thomas Pynchon,. Del primero nunca se ha visto una fotografía. Un día de 1997, Juan Bonilla y yo ideamos una forma de entrevistarle para La Esfera, el suplemento cultural de El Mundo que yo entonces coordinaba. Bonilla tendría que instalarse en una casa cerca de la suya, de la que solía salir lo imprescindible. La estrategia consistía en hacerse el encontradizo y simular la búsqueda de una calle o cualquier otra disculpa de modo que pudiera encenderse la chispa que iniciara una mínima charla, pero todo quedó en proyecto. Bernardo Atxaga escribió hace años para El País Semanal un reportaje titulado “Tras los pasos de Holden Caulfield”, el protagonista de El guardián entre el centeno, visitando los lugares que se citan en la novela. Enrique Vila-Matas cuenta que un día vio a Salinger subido a un autobús que cruzaba la Quinta Avenida de Nueva York. Tal vez lo viera en el mismo autobús en el que el protagonista de “El corazón de una historia quebrada”, un cuento cuasi inédito de Salinger, vio a la mujer de sus sueños. Los cuatro libros que publicó el escritor norteamericano tienen conexiones entre sí, que un lector interesado podrá ir descubriendo. Son, además de El guardián entre el centeno, Nueve cuentos, Franny y Zooey, Levantad, carpinteros la viga maestra y Seymour: una introducción. El cuento «El corazón de una historia quebrada» lo tradujo Javier Marías y se publicó en la Revista Poesía, en 1978. En su introducción, Marías menciona veintidós cuentos más que Salinger publicó en revistas y que están reunidos en dos volúmenes, The Complete Uncollected Short Stories of J.D. Salinger –que el autor de Corazón tan blanco adquirió en Nueva York– en los que no constan el nombre de la editorial, ni la fecha, ni el copyright, por lo que, según Marías, se trata de un libro fantasma. Y como tal cuento fantasma he querido hablar hoy aquí, como corresponde al escritor del que estamos hablando, aunque por encontrarse en una publicación casi secreta me animo a recomendar otro mucho más accesible que está entre sus Nueve cuentos.
“Niños en su cumpleaños”
En 1959 Truman Capote leyó en The New York Times un artículo sobre el asesinato de los cuatro miembros de una familia en una apartada zona de Kansas. Le propuso entonces al editor de la revista The New Yorker escribir un reportaje en el que empleó seis años y publicó en el libro A sangre fría. Acompañado por su amiga, la escritora Harper Lee –autora de Matar un ruiseñor, que años más tarde dirigiera para el cine Robert Mulligan, interpretada por Gregory Peck– viaja a Kansas para realizar su investigación periodística y conocer a los dos asesinos de la familia, pero esa bajada a los infiernos le cuesta al escritor cinco años de escritura y un año para recuperarse, “si es que recuperarse es la palabra”, escribe Capote: “no pasa un día sin que algún aspecto de esa experiencia no proyecte su sombra sobre mi mente”. Capote es autor de novelas y cuentos inolvidables, como El arpa de hierba o El invitado del día de acción de gracias. A modo de brevísimo resumen de su vida, copio este diálogo consigo mismo que el escritor publica en su “Autorretrato”:
P.: ¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
R.: Amor.
P.: ¿Y la más peligrosa?
R.: Amor.
«Una llamada telefónica»
Dorothy Parker (1893-1967) es una escritora con parecidas búsquedas amorosas. Fue Una dama neoyorkina y sufrió La soledad de las parejas, por jugar a situarla usando dos títulos de sus colecciones de cuentos. Con la Parker podemos intentar marcar su existencia en cantidades: un perro, dos matrimonios, tres (o más) amantes, cuatro intentos de suicidio y cantidades ingentes de perfume, alcohol y nicotina que “aromatizaban” las sesiones diarias en el hotel Algonquin de Nueva York, muy cerca de la fosforescente plaza de Times Square. Reuniones sociointelectuales que esta incómoda escritora libraba con los galácticos del momento: periodistas, escritores y gente de teatro, para los que desplegaba sofisticación y sensibilidad entubada en largos vestidos, que unía a una cáustica ironía y a un empeño de ruptura del sueño americano, que cierta sociedad de entreguerras aún alimentaba. Fue una deslenguada estupenda a la que se le asignan frases tan geniales como: “A un hombre sólo le pido tres cosas: que sea guapo, implacable y estúpido”. O esta otra: “Cualquier mujer que aspire a comportarse como un hombre, seguro que carece de ambición”. A Dorothy Parker se la conoce menos en otros aspectos de la literatura, como, por ejemplo, la poesía, la crítica o el guion cinematográfico, porque sus cuentos han prevalecido como una muestra desgarrada del mundo del siglo XX al que se le empezaban a olvidar los sueños para entrar sin remedio en otra dimensión, menos risueña y tristemente adulta. Tal vez un preludio.
“Los venenos”
En este viaje me quedan solo cuatro autores: Cortázar, Rulfo, Lispector y Quiroga. Cuatro autores nacidos en el continente americano aunque Julio Cortázar lo hizo en Bruselas en 1914, pero muy pronto le llevaron a jugar rayuelas al barrio de Banfield, allá en Buenos Aires. Después de muchos años en París se convirtió en ciudadano francés, y algunos creyeron, al oírle hablar y arrastrar las erres –un defecto congénito- que había perdido la relación con su idioma. Cortázar forma parte de una amplia lectura generacional, y hay quien dice que si los mismos que leyeron Rayuela desde su publicación en 1963 hasta bien pasados los ochenta, resistirían hoy una relectura de aquella antinovela que nos llevó por las calles de París buscando a la Maga desesperadamente. Sus cuentos creo que han quedado con más fuerza en nuestra memoria y si pensamos en nuevos lectores estoy seguro de que “Autopista del sur”, “Final del juego”, “La señorita Cora” o el que hemos elegido de “Los venenos”, cuyo mundo infantil tan bien retrata Cortázar, captará otra vez adeptos. En plena actividad (poco antes había publicado un viaje imposible y juguetón, Los autonautas de la cosmopista, y dos alegatos en favor de Argentina y Nicaragua) muere en 1984. Se llevó las erres y una novela no escrita y siempre soñada.
“Diles que no me maten”
Juan Rulfo (1917-1986) era un hombre modesto y de pocas palabras. Álvaro Mutis, que leyó todo lo que Gabriel García Márquez escribía antes de publicarlo, cuando leyó Pedro Páramo fue inmediatamente a comunicárselo a su amigo Gabo. Márquez lo cuenta así: «… Álvaro Mutis subió a grandes zancadas los siete pisos de mi casa con un paquete de libros, separó del montón el más pequeño y corto, y me dijo muerto de risa: ¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda! Era Pedro Páramo. Aquella noche no pude dormir mientras no terminé la segunda lectura. Nunca, desde la noche tremenda en que leí la Metamorfosis de Kafka en una lúgubre pensión de estudiantes de Bogotá -casi diez años atrás- había sufrido una conmoción semejante.» De sus cuentos he seleccionado “Diles que no me maten”, una obra maestra del género. En él, como en toda su obra, Rulfo mezcla el lenguaje popular con la más alta expresión literaria. Destaco algunos párrafos inéditos que un amigo que le conoció, y que desea permanecer en el anonimato, tiene anotados sobre Juan Rulfo: “Jamás habla de él ni de su obra, prefiere contar lo que ha leído. Está siempre actualizado, y ya leyó a cada nuevo escritor mexicano. Le apasiona leer. Cree -como muchos años después dirá Ángeles Mastretta en Buenos Aires- que los libros sólo existen si alguien está dispuesto a perderse en ellos. Rulfo se pierde dentro de sus lecturas. ¿Quizás también dentro de su propia obra?” (…) “Rulfo es un hombre triste, como sus historias. Sin embargo su obra tiene una fuerza enorme. ¿Dónde está aquella energía vital que se percibe pero que tan bien esconde? En el fondo, siempre tengo la sensación de que Rulfo se ríe de todos los que lo rodeamos, y que una vida interior muy propia, secreta, a la que no deja asomar a nadie, lo mantiene vivo y atento” (…) “Todos nos preguntamos si seguirá escribiendo. ¡Hace 30 años que no publicaba nada! Es un gran misterio. Algunas veces habla de unas cuartillas que ha tirado, de una novela que no termina, y de dos cajones llenos de papeles que no volvió a abrir desde que se mudó de casa. Nunca se sabe qué es verdad y qué no. Seguimos viéndonos durante diez años. En todo ese tiempo nunca supe su nombre completo: Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, como dice la Espasa. En 1985, enfermo, ya casi no sale de su casa. Se acabaron los encuentros en la librería. Se acabaron los viajes. En enero de 1986, Juan Rulfo, silencioso, parte para Comala. Pero no hay porqué preocuparse: «en México -escribe Rulfo- nunca muere nadie».
“El hombre muerto”
El uruguayo Horacio Quiroga (1878-1937) es el autor del tan celebrado Decálogo del prefecto cuentista. Su noveno mandamiento dice: “No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino”. “El hombre muerto” es una historia espeluznante. No tengo datos sobre lo que voy a decir pero es posible que Quiroga hubiese leído los Cuentos de soldados y civiles (1821), de Ambrose Bierce, escritor y periodista norteamericano, conocido como “Bitter Bierce” por la amargura de sus textos, que vivió y escribió de la crudeza de la guerra con ese grado de terror psicológico con que Quiroga afronta este cuento, en el que un hombre siente la muerte lentamente acercarse tras una caída en los campos de su propiedad, cerca de su casa y de los suyos. Y lo he elegido porque centra a la perfección las virtudes de Quiroga como escritor: la exigencia del lenguaje y la brevedad del relato. Recuerdo ahora la opinión de Horacio Quiroga sobre la construcción de sus cuentos porque, generalmente, los escritores inventan unas aproximaciones tan literarias que merece la pena conocerlas. Así como cuando le preguntaron a Monterroso: “Y usted cómo escribe”, él respondió: “Yo corrijo”, Quiroga manifestó los siguiente: “No lo sé; sospecho que lo construyo como aquel que fabricaba los cañones haciendo ante todo un largo agujero que, luego, rodeaba de bronce”
“La bella y la bestia o La herida demasiado grande”
Clarice Lispector (1920-1977) cierra estas presentaciones. He elegido un cuento que se publicó dos años después de su muerte. Es una narración en cascada, casi como un flujo de la conciencia, en la que una rica y elegante mujer de treinta y cinco años, se encuentra en la calle con un mendigo. Es para ella un instante insólito, porque le queda una hora para que su chofer venga a recogerla y entretanto piensa en cómo tomar un taxi con quinientos cruceiros en su bolso, que es una cantidad enorme para que le den cambio. La señora Carla de Sousa y Santos experimentará entonces un encuentro inesperado con la realidad que es, en el fondo, a lo que Lispector quiere referirse de paso: a cierta condición de la mujer –mujer de un banquero en este caso– una dama adinerada que nunca se mezcla con la gente y cuyos pensamientos, caóticos y fuera de toda lógica, hacen que zozobre y sienta de pronto el peligro de vivir. Este cuento es uno de tantos en los que la autora exploró el mundo femenino, porque aunque también tocó el tema de la mujer, la esposa, la madre y las relaciones con familiares y amigos, o la incomunicación, por ejemplo, en los que pertenecen a Lazos de familia, se adentró, con distintos recursos narrativos, en los que componen El viacrucis del cuerpo, cuentos más reflexivos, con un tono más erótico y con una manifiesta intención de ruptura. Clarice Lispector fue una mujer hermosa y elegante que supo observar y poner en solfa un mundo absurdo, injusto y lleno de miseria y dolor.
NOTA BENE
Todos estos escritores se inscriben en la tradición del cuento que mencionamos al principio. Muchos han entrado en la historia literaria solo por sus relatos: Arreola, Cheever, Chejov, Cortázar, Maupassant, Parker, Poe, Quiroga, Salinger, Borges, Carver y Monterroso. Un grupo heterogéneo que escribieron con la esperanza de influir en la historia. Estoy seguro de que la mejor guía de lectura es la recomendación de quien ha leído un libro y le propone a otro su lectura. Dicen que los libros con más lectores son los que funcionan mediante el boca a boca. Esa ha sido mi modesta pretensión, la de participar de esa zona privada que es la lectura de un buen libro en la que nada más entrar se obtienen grandes beneficios porque se viven muchas vidas al mismo tiempo, y eso, dicen, es un seguro contra la oxidación prematura.
Dedico este trabajo a Marina, la niña lectora de la fotografía, para que nunca pierda la magia que aprendió en los libros.
¡Bravo! qué respaso maravilloso por tus cuentos preferidos. La niña lectora estará orgullosa de su abuelo.
De El Corazón Delator recuerdo cuando era pequeño aquellas adaptaciones de Narciso Ibañez Serrador en sus «Historias para no Dormir» muy aficionado a Poe. Impresionante recopilación, otra maravillosa entrada en un blog que semana a semana se hace de obligada lectura.
Qué grande está Marina! Y qué grandes cuentos
Interesante selección de cuentos. Adoro a Capote y a Carver, y los relatos que mencionas no los conocía, así que tengo literatura pendiente. Supongo que lo conocerás, pero uno de mis relatos favoritos de Capote es «Una adorable criatura» donde el escritor recrea una tarde que vivió con Marilyn Monroe en Nueva York. Si eres fan de la actriz y de Capote, es imprescindible. Por cierto, exquisitos los versos de Ángel Conzález.
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