ALBERTO VEGA, POETA Y FATIGADOR DE ACERAS
Quiero presentaros a un espléndido poeta, aunque antes de hablar de sus cualidades y de mostraros algunos de sus poemas, lo que debo decir es que Alberto Vega y yo fuimos amigos. Grandes amigos que compartimos lecturas, noches de confidencias al calor de la música, poesía, viajes, proyectos y afinidades ideológicas. Nos conocimos gracias a nuestro amigo común, el pintor Helios Pandiella, e inmediatamente surgió entre nosotros una corriente de simpatía que creció con los años. Alberto vivió una vida plena, a pesar de su brevedad, porque tuvo el amor de Paula Granados y porque escribió y publicó libros de gran calidad, desde el primero, Brisas ligeras, allá por 1980, hasta Estudio melódico del grito, que Visor publicó en 2005.
Alberto Vega murió un mes de mayo, hace ocho años. Desde entonces mayo es el mes más cruel, y no abril como cantó T.S. Eliot, y por eso hoy quiero recordar su bonhomía y su talento literario con un post en el que he recogido el obituario que escribí en El País, algunos de sus poemas llenos de frescura y madurez y buenas dosis de ironía, este Fulgor y muerte… que va a continuación y que sirvió de prólogo a un librito de poemas de un concurso para escolares que cada año se convoca en las cuenca minera del Nalón y en el que estoy de jurado; un artículo de Fernando Beltrán sobre Plenilunio y, como colofón, el texto que escribí para un libro no venal, Plenilunio, que recoge su obra poética completa, y que fue el homenaje que le brindó el ayuntamiento de Langreo. En ese libro participamos todos los que durante muchos años formamos con Alberto el grupo Luna de Abajo, referencia cultural indiscutible en la Asturias de los años 80, y a partir de la publicación de Guía para un encuentro con Ángel González, en todo el mundo.
Fulgor y muerte de Alberto Vega
Si pienso en Alberto Vega me da la impresión de haberle conocido desde siempre, y, sin embargo, nuestra amistad empezó a finales de los años setenta cuando, como diría Gabriel García Márquez, éramos jóvenes e indocumentados. Teníamos, eso sí, una ilusión acorde con la edad, unas devoradoras ansias de conocerlo todo, de leerlo todo, y los primeros años que vivimos en democracia fueron un fervor continuo en el que inventábamos la pólvora cada día en forma de revistas, poesía, política y amistad a raudales.
Así conocí yo a Alberto, en medio de tantas cosas buenas por venir, invirtiendo nuestro tiempo en crear una revista que bautizamos con el nombre de Arlequín, nombre al que seguía el rimbombante apellido de “Revista artístico literaria”, que fue pionera en el furor de las revistas literarias que entonces empezaron a presentarse por todos los cenáculos públicos de Asturias.
En aquellos días de 1979 me veía con Alberto en la librería Lorca que acabábamos de inaugurar Javier Cellino y yo en La Felguera y que, como todas las cosas que hacíamos entonces tenían el sello inconfundible del voluntarismo. La librería la decoramos con fotografías de escritores, en memoria de Shakespeare & Company, la pequeña-gran librería que la americana Silvia Beach regentó en la rue de L´Odeon, en el París de entreguerras. Claro que Silvia Beach recibía a James Joyce (incluso le publicó Ulises, que Joyce leyó algunas tardes para los amigos), y en donde también eran asiduos Ernest Hemingway, Gide, Valery, Henri Michaux, Nabokov, Gertrude Stein y otros monstruos de la literatura que ahora están en los manuales. Pero nosotros estábamos en la edad del pavo predemocrática y teníamos el orgullo de ser los anfitriones de poetas y pintores locales que daban lustre a aquellos pocos metros cuadrados de cultura efímera que fue la librería Lorca. Recuerdo que, a manera de nuestro Joyce particular, el primer libro de Alberto Vega, Brisas ligeras, publicado en 1980, lo colgamos durante un mes en el centro de la luna del escaparate de la librería. Era una especie de señal, algo así como: “Atención, lectores, esta librería tiene el placer de anunciar el nacimiento de un poeta local que ahora es una promesa pero que pronto se convertirá en una realidad incuestionable”. Alberto nunca lo vio, quiero decir que con él no se hizo justicia poética aunque su trayectoria haya sido, sin duda alguna, relevante, pero silenciada porque sus libros gravitaron en el ámbito de las publicaciones a pequeña escala. El paso del tiempo, que tanto destruye, lo ha convertido en el poeta que augurábamos desde aquel escaparate, y sus versos siguen brillando con luz propia mientras otros que vivieron las mieles prematuramente se ven hoy abocados al olvido.
Poco tiempo después llegó a nuestras vidas Ángel González. Venía desde Alburquerque, Nuevo México, allá por 1984, y eso significó un regalo que nos compensó todas las noches que habíamos invertido en poner en marcha Luna de Abajo, una modestísima y estética editorial de poesía que marcó el pulso de las publicaciones que se empezaban a gestar en Asturias. Leíamos con pasión y hablábamos sin ningún límite de tiempo de los proyectos que pondríamos en marcha. Y fueron muchos. Con Ángel González, y con su mujer, Susana Rivera, también profesora de literatura española en la misma universidad que Ángel, vivimos la apertura de otros ámbitos donde encontrarnos, presentar nuestros libros y admirar en grupo, como una experiencia nueva en nuestras vidas deseosas de cambios, la cambiante luz, el vario cielo que nos ponía en órbita cada mañana. Y Alberto Vega, el mejor poeta que hemos tenido en Langreo, ha demostrado que el tiempo, ese gran escultor del que hablaba Marguerite Yourcenar, termina poniendo las cosas en su sitio, y que tú, querido lector de estas líneas, tú que aspiras a ser poeta, debes saber que una buena manera de reivindicar el espejismo / de seguir siendo uno mismo como dice la canción de Aute es seguir esta estela, la de Alberto Vega, un poeta que un día también fue niño como tú, adolescente como tú, que tuvo sueños igual que tú y que, como Ángel González, “donde puso la vida puso el fuego”, es decir, que apostó por ser leal a sus convicciones, leyó y escribió con sentido crítico, rompió muchos folios antes de publicarlos y nos dio siempre lo mejor de sí mismo: su mejor poesía y su impagable amistad. Y yo ahora, contándotelo en voz baja, como corresponde a su talla humana, me siento orgulloso de decirte que he tenido la inmensa suerte de ser su amigo.
Alberto Vega, poeta y editor, escribió una poesía de la cotidianidad y el desencanto (obituario, El País, 2006)
Alberto Vega nació en la localidad asturiana de Langreo en el otoño de 1956 y falleció en la misma villa industrial y minera el 15 de mayo de 2006 a causa de una enfermedad degenerativa. Fue poeta, editor, columnista de prensa y agitador cultural.
Alberto Vega vivió sus 49 años en la activa y minera villa de La Felguera, en el municipio de Langreo, donde escribió sus mejores versos, cantó para los amigos las canciones de Silvio Rodríguez, Luis Eduardo Aute, Joaquín Sabina y Leonard Cohen, y dirigió el área de Cultura del Ayuntamiento.
Una vida trufada de reconversiones industriales, militancia de izquierdas, desaforadas lecturas de Octavio Paz, Jaime Gil de Biedma, Ángel González y Jorge Luis Borges, y recitales poéticos con el grupo Luna de Abajo, al que perteneció desde su fundación en 1980, convertido más adelante en editorial de poesía en la que publicó también la mayor parte de sus libros.
El primero, Brisas ligeras, cargado de juvenil entusiasmo que hiciera al poeta intentar olvidarlo, pero que es un magnífico preludio de Memoria de la noche (1981), al que siguen Cuaderno de la ciudad (1984), para matar el Tiempo (1986), La luz usada (1988 ) e Historia de un nudo (1992), ganador del premio internacional de poesía Ateneo Jovellanos en 1992. En el prólogo de su último libro Estudio melódico del grito (Visor, 2005), Ángel González escribió:
«[…] Es la suya una poesía de la cotidianidad y el desencanto, escrita en un lenguaje que, acaso también decepcionado de las grandes palabras épicas o líricas, se apoya en el decir común, apela a aquellas otras «palabras de familia gastadas tibiamente» —a veces, en su caso, «airadamente»— tan gratas a Jaime Gil de Biedma, más íntimas y propicias a la reflexión y a la confidencia; palabras de familia hoy numerosa, fieles al signo de una época que viene de lejos, desde más lejos de lo que pudiera parecer. […] Pero lo que en último extremo justifica a esa poesía no es el coherente y desolado mundo que desvela, sino —como ocurre siempre con la poesía— la forma en que se expresa, el imaginativo y personal uso que Alberto Vega hace de la materia común con la que trabaja: palabras de muchos, pero ante todo suyas, contenidas y justas, irónicas en su capacidad de insinuar más de lo que queda escrito, dichas en un tono peculiar que permite reconocer al poeta sin más datos que su sola voz; raro privilegio en nuestros días […].»
También José Luis García Martín había destacado de este último libro: «Desde el principio, su poética estaba clara: realismo, cotidianidad, humor negro. Tan clara como sus maestros: Ángel González, Jaime Gil de Biedma, ciertos poetas sociales, los músicos del rock más canalla y urbano… Todo ello estaba trascendido por una poderosa voz personal, una reconfortante aspereza, una sequedad alérgica a fáciles lirismos».
Alberto Vega escribió el 7 de mayo el último artículo en La Nueva España. En sus textos diseccionaba la sociedad globalizada con un gran sentido del humor y una cercanía periodística encomiable.
Fue uno de los poetas más interesantes de su generación, un poeta culto y fino que había contado antes que muchos la experiencia irónica de cada día, el arduo trabajo de «fatigar aceras» y el desencanto de ese tiempo pasado que se nos suele antojar mejor.
Nos queda intacta su mirada y su manera de estar en el mundo, su sonrisa y sus versos cargados de amor a la vida.
CUATRO POEMAS DE de ALBERTO VEGA
MIL IMÁGENES PARA UN ADIÓS
Se conocieron en un local de moda,
uno de esos locales
en que la única virgen es la camarera,
joven prima del dueño
que sirve copas y guarda las propinas
para abrirse en verano a una playa del sur.
Alguien les presentó, cayeron
unas gotas de beefeater y agua tónica
sobre su blusa malva en el beso de rigor.
Ella echaba de menos un crepúsculo tibio
con su parque, su luna, su teadoro.
Él trató de cambiarla en un fin de semana,
pero jamás había querido ser distinta,
sino profundizar en aquello que de bueno
pudiera tener. Sólo dijo: lo siento
(Quién iba a sospechar que, en ese instante
-dicha con la verdad llena de labios-
una sola palabra vale por mil imágenes).
LA CHICA DEL ANUNCIO
Bien podría comprar esas bragas que anuncia
o tratar de encontrarla a través de su agencia,
pero no,
nada de eso,
tuve que enamorarme
como un niño de su imán y diariamente
mirarla de reojo por las calles más céntricas.
Últimamente pienso que si cambia la chica
de las vallas que nos venden su sonrisa
no haré por encontrarla a través de su agencia:
Compraré, por despecho, las bragas que anuncia.
DIOS HA MUERTO, MARX HA MUERTO
(Y YO ÚLTIMAMENTE NO ME ENCUENTRO
NADA BIEN)
El caso es que me busco entre las cosas
vecinas, entre tanto
vino bastardo y tertulia de provincias,
jugándome los pasos a una carta
marcada en la baraja del destino
con orlas de colores y falsos paraísos,
desafiando al tiempo entre mitos y flautas.
Por lo demás, ningún problema. Gracias.
Perfume de una flor pisada en las aceras
Con Miguel Munárriz
Demasiadas aceras, hemos visto
cruzar miles de rostros
anónimos en busca de un pensamiento claro.
Podría cambiar todo
si existiera un dios cercano y bondadoso
en la ciudad del agobio y la costumbre.
Podría cambiar todo
al embriagarnos de gestos y palabras
si no sabe ya el vino más que a niebla
(Al descubrir que ser feliz no estriba
en hacer únicamente lo que quieres,
sino en querer simplemente lo que haces).
De Historia de un nudo (1992)
Plenilunio. (Obra Completa 1980-2005)
Alberto Vega / Luna de Abajo. Langreo, 2007 / 289 páginas.
Fernando Beltrán
Subí con curioso entusiasmo, como siempre, hacia el altillo poético de la librería Ojanguren, uno de esos días en los que Lloviedo hace honor a su nombre más íntimo, y unos minutos después aquel tranquilo orbayo exterior se había transformado en un brusco, radiante y desapacible aguacero.
Abrir libros al azar tuvo siempre ese riesgo. Y un culpable esta vez con nombre y título en mis manos. Un desconocido Alberto Vega y un Memoria de la noche en el que creí encontrar la confirmación de que algo distinto estaba empezando a ocurrir en el panorama poético de aquellos primeros años ochenta. Por eso, lo desapacible de pronto del día en su sentido más literal. En su sentido más hermoso, más poético también. Unos versos que agitaban el corazón de aquel lector al azar.
Veinticinco años después, o un siglo después, o tanto tiempo después, a secas, y que cada uno ponga aquí la medida, el armario o las ventanas de sus cuartos crecientes, aquel autor alcanza su particular Plenilunio al reunirse ahora en un tomo imprescindible la totalidad de una obra que vararía después de aquella inicial Memoria, en títulos tan emblemáticos como Cuaderno de la ciudad, La luz usada o Historia de un nudo, por citar tan sólo tres desapacibles vetas de una obra cuyos títulos sirven por sí solos para intuir la fuerza ámbar y la verde o roja intemperie sucesiva de un poeta de la ciudad y para la ciudad, entendida ésta, por supuesto, en su sentido más simbólico e interior. O sea, el de la vida misma. Ese semáforo roto.
Porque Alberto Vega, poeta desde la experiencia más viva, poeta entrometido hasta las entrañas más profundas de todas aquellas superficies –grandes y pequeñas– que habitó con los ojos abiertos de sus palabras, habló siempre en sus versos de las cosas que pasan y los días que no ocurren, consciente de que no hay realidad sin imaginación, ni sueño remoto que no pueda viajar sentado de pronto en el asiento de al lado del tren o el autobús de cada mañana.
Que todos estos versos lo sean ahora a título póstumo, porque Alberto Vega (Langreo, 1956-2006) se viera abocado a encender antes de tiempo el largo cigarrillo de la muerte, es tan sólo un dato biográfico más, ajeno por entero a una columna que sólo lo será en esta ocasión, como aquel primer día, de llovida y radiante celebración porque los versos de uno de los poetas esenciales de los últimos tiempos están ahora a nuestro alcance en esta cuidadísima edición confeccionada con mimo y exigencia por sus amigos poetas del grupo Luna de Abajo –Miguel Munárriz, Ricardo Labra, Noelí Puente y Helios Pandiella- y porque el corazón de seres irrepetibles como Alberto Vega puede pararse, pero nunca muere…
RÉQUIEM CON MÚSICA A DESTIEMPO (prólogo a Plenilunio)
Ahora que estoy seguro de que sólo podré leerte como si te rezara reconozco mi absoluta falta de oraciones para cantarte como te mereces. Ya eres eternidad. Lo supiste entonces y por eso dejaste constancia al pie de un poema, con un verso que no es tuyo pero que también inventaste tú: Otro día se acaba y el destino era esto. La fatalidad es que ahora no hay tiempo para nada, ni siquiera para matarlo. Lo injusto es que hayas tenido que irte tan pronto, tan a destiempo que ahora empezaremos a recordarte cada vez más joven, cada día más riente y a cada instante más entrometido con la vida. Al leerte, se podría decir que fuiste un viajero empedernido, que las ciudades del mundo no tenían secretos para ti, aunque quien te buscara te encontraba siempre, lo mismo entre ráfagas de papel o fatigando aceras, que enredado en música a la que le marcabas ritmos nuevos, o entre la felicidad de los amigos que siempre celebraron que estuvieras entre ellos. Tú fuiste un poeta y nos dejaste tu imaginación excitada, los mundos que inventaste, la sensibilidad de tu pensamiento hecho verso, pero ahora, todo se ha quedado en un frasco de esencias que no podemos abrir sino en la intimidad más oscura, para volver a ser cómplices, contigo, de la noche, memorial de espías, Baudelaire extraviado con la voz rota de un santo bebedor de ginebra. Si la poesía moderna y la modernidad existe por Baudelaire tú también has inventado esa ciudad cosmopolita en la que nunca viviste y le aceleraste el corazón y la convertiste en ti mismo y peleaste en ella la palabra aristocrática y esbelta con el vulgo apestoso y maloliente del crimen. Inventaste como él los dominios excelsos de la poesía que sube del infierno y busca la protección del Ángel, el tiempo perdido y recobrado por la voz que redime la poesía. Te ha rozado la cara una sonrisa triste, tu nostalgia de mayo que será para siempre un recodo interminable, el oro de las horas con el que empezar a contar millones de agujeros en el alma. Todo era cierto, aunque no vaticináramos vacíos y creyéramos que sólo eran palabras, prisas, horarios entre luces de neón y puro hielo. Hoy sabemos que la vida nos engaña, que las cosas se nos van y tú con ellas, y es tan raro todo como que te has dejado los últimos versos sobre la mesa, sin corregir, igual que una sentencia cruel del tiempo que nos queda. Mayo entró en tu vida sin flores y con lágrimas, y ha venido a decirnos lo que ya sabíamos y negábamos porque esta vez no sólo eran palabras sobre un papel virgen, como tus noches. Y supimos que un papel puede cortar como un cuchillo, exactamente igual que el aullido de un teléfono: El cómo qué sencillo, qué fulminante el cuándo.
El post de esta semana al hablar de gente querida me toca el corazón.
Ese pueblo que tiene raíces de carbón, vientre de acero y alma de poeta es el nuestro Miguel. Por eso, no importa la distancia, siempre volvemos al abrazo de sus gentes, incluso al de las que ya se fueron… pero dejaron su palabra. La emoción es mayor cuando uno está en la otra orilla.