Hay un pasaje en La grande belleza, la película de Paolo Sorrentino, en el que su protagonista, Toni Servillo, que representa con rotundidad a un periodista dandi y cansado, va entrando en los palacios de Roma, gracias a un joven que dispone de todas las llaves de la ciudad. Este momento de la película, ganadora de un Oscar el año pasado a la mejor de habla no inglesa, me ha recordado un episodio que viví en julio de 2008, cuando la reina y yo nos casamos en el Consulado de España en Roma. De aquel viaje, que merecería capítulo aparte, rescato la visita a Villa Médicis, (sede desde 1803 de la Academia de Francia), un lunes cerrado al público, gracias a un guía que nos abrió las puertas de aquella belleza en la que a mediados del siglo XVII Velázquez pintara dos pequeños lienzos que están en el Museo del Prado.
Villa Médicis está en la colina del Pincio, al subir la escalinata de la Piazza de España. Nuestro guía, un simpático romano de nariz prominente, abrió la colosal puerta y nos encontramos con una inmensa escalera que nos llevó hasta el hermoso jardín que se divisa entre columnas. El edificio manierista, de perfecta proporciones, nos impresionó. Caminamos despacio entre los jardines buscando el rincón en el que Velázquez pintó uno de sus dos pequeños paisajes. Como habíamos entrado al atardecer, lo encontramos a la misma hora en la que él lo pintó (o eso nos gustó suponer) y nos quedamos un tiempo imaginando al pintor sevillano intentando -y logrando- captar aquella la luz, algo huidiza de la tarde, matiz que dejó claramente en el lienzo con ligeras pinceladas de óleo, adelantándose siglos a los impresionistas en su búsqueda de la luz del sol a través de las hojas. La visión del paisaje que inspiró a Velázquez, estar en el mismo lugar que le sirvió en su evolución al artista, respirar el mismo aire apacible y transparente, oír el murmullo de los árboles o el tenue gorjeo de los pájaros, comprobar la experiencia de los años a través de un lienzo sencillo, pequeño de proporciones, pensado quizá como un ejercicio sin más pretensiones, fue un reconocimiento al gusto por la lírica, a la meditación y a la capacidad para vivir el goce de los sentidos, guiados por la racionalidad más pura. Todo esto me produjo sensaciones difíciles de expresar, alguna rayana en la melancolía.
Sabemos que todo arte es completamente inútil, y fue Oscar Wilde quien tuvo la lucidez de expresarlo mejor que nadie: “El arte no es utilitarista y, en caso de lo que sea, quizá no sea totalmente arte. El arte no cubre una necesidad práctica en nuestras vidas, pero esto no significa que no sea vital o necesario. Nuestra necesidad individual y también nuestra identidad colectiva como cultura no sirven a un propósito claro, pero tienen una influencia capital en nuestra capacidad para funcionar como sociedad”.