El lunes, 13 de abril, víspera de la proclamación de la segunda República, tenía ya escrito el blog de hoy, pero dos muertes me hicieron dejarlo para más adelante porque el tema que trataba era intemporal, tan intemporal como la poesía, que no es de este mundo. Las dos muertes, ocurridas el mismo día, me llegaron, primero la de Günter Grass, y ya en casa después de comer, la de Eduardo Galeano. Los dos escritores pasaron por este mundo para ser testigos de los cambios más espectaculares del siglo XX, y los dos lo contaron como pocos más lo supieron hacer.
GÜNTER GRASS
Cuando le concedieron el Premio Príncipe de Asturias, poco antes del Nobel, fui con Juan Cruz y Amaya Elezcano, su editora en Alfaguara, a celebrarlo a su casa de Portugal, una casa grande y cómoda, solitaria en un paraje entre colinas, en donde Grass escribía, pintaba, esculpía y cocinaba rodeado del cariño de su familia, y de vez en cuando salía a caminar por los alrededores hasta una charca bordeada de juncos de la que volaban cientos de insectos en busca de alimento, cuando no eran ellos el alimento de las ranas y los sapos. Cerca de esa lagunita nos sentamos con él en un banco de madera después de haber comido en el porche, bajo una techumbre sencilla, como todo lo que rodeó siempre al escritor. Günter Grass encendió una pipa tras los cafés y Juan Cruz quiso que yo le contara algo de Asturias y del ambiente festivo que se creaba en la ciudad con motivo del Premio. Como a Grass le gustaba comer -en sus libros hay mucha cocina- también le contamos en qué consistía la fabada, de la que dio buena cuenta al llegar al hotel de la Reconquista, y como el momento era de gran cordialidad y a Juan Cruz no se le pone nada por delante, me conminó -con la ayuda de Amaya- para que yo le cantase el himno de mi tierra, puesto que al escritor le esperaba escucharlo allí en más de una ocasión. No sé si Juan iba traduciendo la letra pero el caso fue que me arranqué como pude con el «Asturias, patria querida», por primera vez en mi vida en solitario y ante un público tan escueto como intelectualmente importante, todo hay que decirlo.
Estuvimos con Günter Grass en en el Círculo de Bellas Artes de Madrid para presentar Mi siglo, su último libro, no recuerdo si antes o después del Premio, y al terminar nos fuimos a cenar con él, Cruz y Elezcano, su traductor, Miguel Sáenz y la mujer de éste, Grita Löbsack, dos personas encantadoras. Dimos un paseo por el Barrio de las Letras y entramos en el Cervantes, una taberna ilustrada, frente a la Basílica de Jesús de Medinaceli, porque a Grass, siempre le apetecía comer de tapas y, sobre todo, jamón. En el bar apenas había una docena de parroquianos que consumían en la barra, cuando entraron otros tantos que venían, o eso parecía por sus atuendos, de una boda. Al poco tiempo, uno de ellos se acercó y dijo: «¿Disculpen la molestia, pero este señor…, no es Günter Grass?», y al decirle nosotros que sí, levantó la cabeza y gritó: «¡Es Günter Grass, el escritor!», y como si todos lo estuvieran esperando se arrancaron a aplaudir y a vitorear, y más de uno, a palmearle la espalda con regocijo. Grass se rió y lo celebró, supongo que algo extrañado de que le reconociera tanta gente, pero sobre todo por el calor y la alegría con que lo hicieron. Hace pocas semanas, la reina y yo estuvimos en Berlín, y aunque el carácter frío del alemán (al menos en su tierra) es ya un tópico, lo confirmamos pateando los inmensos espacios de Postdamerplatz, Alexanderplatz (cuántos recuerdos de la novela de Alfred Döblin), o la Isla de los Museos, encontrando de vez en cuando la huella del muro que dividió lo indivisible, el alma de sus ciudadanos, y que este año celebra los 25 de su caída. En el recuerdo, Berlín se me presenta herida y algo desolada, tal vez el viento y la lluvia ayudaron a forjarme esa imagen, pero quizá por eso mismo, cada vez más entrañable, y con la sensación de agradecimiento que se tiene cuando eres huésped de alguien que te trata con esmero y educación en su casa. Alguien me dijo hace muchos años que Berlín tenía como símbolo una maleta que el viajero dejaba allí con la intención de volver. No sé si alguna vez existió esa leyenda, pero lo cierto es que durante el tiempo que fatigué sus aceras no logró emocionarme como me suele ocurrir con otras ciudades, pero me gusta pensar que yo también he dejado una pequeña maleta para regresar algún día.
He guardado hasta ahora el librito que Alfaguara editó del discurso de Grass cuando recibió el Príncipe de Asturias, que tituló «Literatura e Historia», porque en él escribió una dedicatoria para mi nieta, Marina, que había nacido aquel mismo año, y que ahora le enviaré porque es suyo. Le he pedido a Daniel Romero-Abreu Kaup, presidente y fundador de Thinking Heads, gaditano y alemán, que me tradujera el brevísimo texto: «Fur Marina, eine Gruss von Günter Grass», es decir, «Para Marina, un saludo de Günter Grass», y nos hemos reído, con benevolencia y gratitud, del «calor germánico», como yo le dije a Daniel, y él, más preciso, señaló: «Sí, lo justo».
EDUARDO GALEANO
El tuit de la editora Belén Bermejo fue el segundo mazazo del lunes: «Muere el escritor uruguayo Eduardo Galeano a los 74 años», y el enlace con la noticia en elpais.com. Galeano fue un intelectual de una pieza. Las venas abiertas abiertas de América Latina, que publicó en 1971 (hubo nueva edición en el 77) cuando tenía tan solo 31 años, fue la biblia de mi generación, prohibido entonces, ¡cómo no! en Uruguay, Argentina y Chile. En España pasó la frontera porque no hablaba mal de Franco o porque los censores no entendieron ni el título. Según reconoció después el escritor, en aquella época no tenía los conocimientos suficientes: “Intentó ser una obra de economía política, solo que yo no tenía la formación necesaria. No me arrepiento de haberlo escrito, pero es una etapa que, para mí, está superada”.
En 1990 le llamé por teléfono para que asistiera a un congreso de literatura que yo estaba organizando y que llamé «Encuentros Hispanoamericanos. Realidad y ficción». No pudo ser porque las fechas le coincidían con otro bolo o algo así, no lo recuerdo muy bien porque la comunicación no era todo lo buena que hubiera necesitado y porque yo estaba impresionado por estar hablando con el autor de Días y noches de amor y de guerra, el libro que me había encandilado, lo recuerdo con precisión, en 1979. Días y noches… es un libro breve, de prosas breves, que no es una novela pero que sus historias están unidas por el recuerdo, esos días y noches que él evoca de tantos exiliados en Argentina, en Brasil, Cuba, Uruguay…. Un libro de amor y también de guerra, conmovedor como son todos los textos de Galeano. De nuevo el drama de Latinoamérica y la necesidad de la memoria.
Eduardo Galeano tuvo una intervención en Encuentros con las letras, el divino programa de Carlos Vélez, el 21 de junio de 1979, ahora he sabido la fecha con exactitud porque le he preguntado a Lea Vélez, que vela por mantener viva aquella memoria por la que luchó su padre. Me recuerdo pegado a aquel televisor en blanco y negro, absolutamente subyugado por la palabra bien dicha, le mot just, de la que hablaba a Jean-Paul Sartre, quien por cierto no solo llega ahora convocado por Galeano sino porque en aquellos años 70 yo andaba de la mano de La náusea, y también de todo Camus, del Canto a mí mismo, de Walt Whitman, de Erich Fromm o de El hombre unidimensional, de Marcuse, es decir, que andaba instalado en las corrientes de pensamiento vinculadas al compromiso social, también con Grass como integrante del Grupo 47. Fueron tiempos de descubrimientos novelísticos –Tiempo de silencio, El Jarama, el boom de la otra orilla, y de autores alemanes como el Peter Hadke de El miedo del portero al penalti, Botho Strauss, Agota Kristof…-, y del cine que ansiamos durante muchos años y que empezaba a llegar con aires de libertad: Buñuel, Pasolini, Godard, Antonioni, Wenders… Otras voces, otros ámbitos que ahora, con la muerte de Günter Grass y Eduardo Galeano me han asaltado los cielos de la memoria.