Hace dos semanas, con motivo del Premio Alfaguara de Novela que este año ganó la escritora chilena Carla Guelfenbein con Contigo en la distancia, fuimos a celebrarlo con una cena en la que, además de Palmira y Carla, estaba su pareja, el economista y escritor Sebastián Edwards, y el escritor peruano Jorge Eduardo Benavides. Fue una cena muy divertida llena de anécdotas en la que yo recordé una que a continuación voy a contar y que tiene que ver con la llegada de Benavides al mundo editorial. Aunque es algo que él mismo ha escrito y hecho público, aquella noche le pedí permiso para volver a contarlo, en recuerdo de unos años de logros profesionales y amistad.
Estando yo en Alfaguara, en 2002, la editora Amaya Elezcano me dijo que iba a publicar a un escritor desconocido residente en Tenerife, que le había enviado una joya de novela. Hubo quien, antes de publicarse, pensó que este era un autor «secreto», un autor «de la casa» que se quería ocultar bajo pseudónimo. Jorge Eduardo Benavides es el nombre de aquel descubrimiento de la editora. Él mismo contó así la atribulada historia de su primera novela: Los años inútiles, antes de llegar a la editorial Alfaguara:
“Así terminó por titularse mi primera novela, en la que batallé durante más de seis años, agobiado por un rigor técnico autoinflingido y por unas circunstancias económicas frágiles, siempre al borde del colapso. Los años inútiles que me pasé escribiendo esto, me dije cuando por fin concluí de pulir, recortar, corregir y enmendar sus casi quinientas páginas, una noche de otoño en Tenerife, donde había terminado viviendo desde 1991, arrastrado por la necesidad de abandonar el Perú y entregarme de manera absoluta a ser escritor. En todo ese tiempo que dediqué a escribir la novela, ganado tantas veces por el desaliento respecto a la valía de ese trabajo —era mi primera novela—, rara vez pensé en publicar. Al principio porque era consciente de que lo importante era escribir y luego ya se vería lo otro; después porque estaba obsesionado con la redacción de esta maldita novela que me ocupaba un promedio de seis horas diarias (por fortuna o por desgracia, apenas tenía trabajos alimenticios y subsistía precariamente) y finalmente porque a medida que iba redondeando la novela —paralizada por meses, vuelta a retomar, reescrita casi por completo, amenazada de fuego otras tantas— iba también dándome cuenta de lo difícil que sería encontrar editorial para una historia densa y compleja, de cuyo valor ya dudaba, y que de remate iba a ser presentada por un escritor de credenciales más bien magras como era yo: apenas había publicado un pequeño libro de cuentos en Lima, luego me había dedicado a ser profesor de talleres de literatura y muy esporádicamente colaboraba con revistas o suplementos literarios, muchas veces simplemente gracias a la generosidad de amigos como Fernando Iwasaki, que llevaba la espléndida Renacimiento. De manera que la di por acabada simplemente arrebatado por pundonor arequipeño, pero la dejé arrumbada como un gran despropósito casi cuatro años. De ese ominoso desdén y olvido la rescató Elena, la chica con la que vivía en ese entonces, cuando haciendo limpieza se encontró con una caja llena de páginas. “¿Y esto?” “Una novela.” “¿Puedo leerla?” “Claro”. Habitualmente lapidaria con mi literatura, sus comentarios inesperadamente elogiosos me hicieron replantear su eventual calidad. Digamos que no me convencieron, pero sí sembraron una duda. ¿Por qué no enviarla? Habían pasado ya varios años y aunque me consideraba incapaz de volver a leerla, la sabía corregida hasta la exasperación, como acreditaban mis varias cajas llenas de borradores. Y eso hice. Empecé por Alfaguara porque era la editorial que más me gustaba. Después, me dije, iría bajando el listón hasta llegar a editorial “Piedra en el agua” (tiras una edición y jamás la vuelves a ver). Como previamente una segunda novela mía había sido rechazada por una pequeña pero prestigiosa editorial en la que me explicaron que debía enviar 700 pesetas para sellos a fin de que me la remitieran de regreso, cuando sonó el teléfono de casa a los cuatro meses de haber enviado Los años inútiles y me dijeron que llamaban de Alfaguara, pensé que era para enviar otras 700 pesetas de rescate. De manera que no me inmuté hasta que la amable voz de Amaya Elezcano —mi editora actual— me ruborizó de elogios y me explicó que les había gustado. No sólo eso, sino que la iban a publicar. “Soy vasca. Tienes mi palabra de que esta novela sale el próximo año porque es buena.” Y cumplió lo prometido.
TRISTE, SOLITARIO Y FINAL (*)
Hacía tiempo que este blog no daba una noticia culturalmente luctuosa. Ese futuro raro al que nos aproximamos se ha hecho más raro aún el pasado domingo en que ha cerrado La Hune, una de las librerías emblemáticas de París, que ocupó desde 1949 una esquina en el Barrio de Saint-Germain, y de la que eran asiduos Bretón, Picasso, Ernst, Artaud Giacometti…, y también Sartre y Beauvoir que se sentaban en la terraza del Café de Flore después de haber comprado unos libros allí. Yo hacía lo propio cada vez que iba a París, y siempre que entraba en La Hune sentía como una losa su techo bajo sobre mi cabeza, pero pronto los libros me hacían olvidarlo. Las persianas de los escaparates de La Hune no se bajaron por última vez sin que nadie lo viera. Hubo aplausos y protestas de una sentida manifestación de lectores que se congregó ante su puerta para dar el último adiós a este buque que se hundió, como un Titanic trágico. Un gesto más del momento raro que nos ha tocado vivir.
(*) Triste, solitario y final es una novela de Osvaldo Soriano, cuyo título tomó de El largo adiós, de Raymond Chandler: «Hasta la vista amigo. No le digo adiós. Se lo dije cuando tenía algún significado. Se lo dije cuando era triste, solitario y final».