EN EL CORAZÓN DE LA LENGUA
La biblioteca perdida del escritor argentino Daniel Moyano
Para mi amigo Guillermo Roz, escritor argentino y admirador de Moyano
Tuve la suerte de conocer a Daniel Moyano y compartir con él días y noches de amistad en un tiempo en que la actividad literaria formaba parte de nuestro quehacer diario. Organizaba yo entonces muchos de los saraos culturales que en Oviedo auspiciaba la Fundación Municipal de Cultura: presentaciones de libros, premios y talleres literarios, encuentros con escritores. Todo se vivía -o al menos así lo recuerdo ahora- como si fuera una fiesta. Una fiesta en la que un día Rafael Alberti recitaba sus poemas o actuaba el grupo de teatro Margen con un esperpento de Valle, y al siguiente se presentaba un nuevo número de Luna de Abajo o de Cuadernos de cristal, o leían poemas Caballero Bonald, Brines o Emilio Alarcos en charla con Ángel González, o bien se fallaba el premio de novela Tigre Juan. En ese tiempo (1988) conocí a Daniel Moyano, gracias a Virginia Gil Amate, que trabajaba en una tesis sobre su obra en el departamento de Literatura Hispanoamericana de la universidad. Con la anuencia de su catedrático, Luis Roca, Virginia y yo le propusimos a Moyano que se viniera a vivir a Oviedo para participar del ambiente literario, y el ayuntamiento colaboró cediendo un lugar magnífico en el centro del parque de San Francisco, para que el escritor impartiera un taller de escritura creativa al que se apuntaron «universitarios y amas de casa», como le gustaba recordar a Daniel. El debut público de Moyano en Oviedo comenzó con una conferencia extraordinaria en los EncuentrosNarrativa 80, en los que también estuvieron Luis Mateo Díez, Muñoz Molina, Millás, Javier García Sánchez, Alejandro Gándara y Alberto Cardín, entre otros, compartiendo mesa con los críticos literarios Rafael Conte y Santos Sanz Villanueva. Entonces Oviedo era una fiesta. Un auténtica fiesta literaria.
En 1989 Daniel Moyano vivió temporalmente en Oviedo (Asturias), repartiendo su tiempo entre la escritura de una nueva novela y sus alumnos de un taller literario, a los que les enseñaba técnicas avanzadas de ficción y a leer con placer.
La estrecha calle de San Vicente, frente a la antigua facultad de Filosofía y Letras, presidida por la estatua de Feijoo, está impregnada de siglos de historia musical y literaria. ”El primer día que vine a vivir aquí”, dice Moyano, “me traje La Regenta y leí la descripción de la torre, de esa piedra alada, y realmente era emocionante porque la estaba mirando con los ojos de Leopoldo Alas; pero, claro, una cosa es leer La Regenta allá y otra muy distinta es leerla aquí, en Oviedo, en una cocina cuya ventana da a la parte de atrás de la catedral, donde tengo la torre a mano”.
Daniel Moyano nació en Buenos Aires en 1930 pero sus recuerdos infantiles están en un pueblecito de la Sierra de Córdoba (Argentina). Allí estudió la primaria y allí tuvo la suerte de encontrar a una maestra con la buena costumbre de llevar libros de la biblioteca cada viernes. “Ella me pasó, con 13 años, el David Copperfield, de Dickens, que recuerdo como mi primera novela; a Walter Scott, y el poema gauchesco Fausto, de Estanislao del Campo”.
En la casa de su abuelo materno, que era italiano, habías tres o cuatro libros, entre ellos un ejemplar de La divina comedia, anotado por Francisco de Flora. Al llegar la noche se contaban historias en aquella casa en la que ni siquiera tenía luz eléctrica, “entonces, nosotros éramos los dueños absolutos de la palabra”. Daniel leía para su abuelo, que era corto de vista. Cuando descubrió El Quijote “empecé a leérselo un jueves de invierno que habíamos hecho pan en el horno y traído las brasas sobrantes en un gran cacharro al centro de la habitación. A él le gustaba, pero al fin de cada capítulo me decía: sí, bueno, pero son cosas de un loco”. Al invierno siguiente, cuando lo terminó de leer, su abuelo se secaba las lágrimas. “Recuerdo que dijo en italiano: ´Poverino il vecchietto´ (“Pobrecito viejo”), y añadió: ´es cosa de un loco´, es decir, que se mantuvo en sus trece, pero se emocionó profundamente”.
A los 17 años se va a Córdoba a trabajar y a estudiar bachillerato pero se inscribe en el Conservatorio y estudia violín. En la biblioteca de la ciudad hace su primera lectura seria con la poesía de Leopoldo Lugones y escribe poemas aunque, según dice, las musas nunca le fueron propicias, “la poesía es el grado máximo del lenguaje y me da un poco de miedo después de haber leído a los grandes poetas”. En Córdoba estudia alemán y lee a Rilke, a Hofmannsthal. “Hölderlin fue uno de los que más me impresionó, incluso traduje algunos poemas”, dice, y cita de memoria fragmentos –en alemán y en castellano– de En mitad de la vida.
También Pessoa, los simbolistas franceses, Drummond de Andrade…, todo cuanto llega a sus manos; los cuentistas norteamericanos, desde Poe hasta ahora: “Ahí descubrí a Faulkner, creo que a los sudamericanos nos ayudó muchísimo”. También Kafka y Pavese…, y como lecturas deslumbrantes recuerda a Proust, el Ulises, de Joyce, Tristram Shandy, de Laurence Sterne, con prólogo de Tolstoi: “Un día le dije a Cortázar. ´Ché, Julio, vos nunca citás Tristram Shandy´, y me respondió: Ah, ese es uno de mis grandes maestros”. Mientras tanto, en Oviedo relee a sus autores favoritos tumbado frente a las gárgolas a las que les han crecido violetas, o frente a los contrafuertes de más de 400 años o bajo las dulces líneas de belleza muda de la torre de la catedral. “Ahora estoy releyendo a Quevedo, de quien leí toda su poesía siendo yo muy joven, y devoré su prosa porque era como encontrarte en el corazón de la lengua”.
El exilio le obligó a abandonar casi toda su biblioteca. Pudo rescatar el ejemplar de Cien años de soledad firmado por su amigo Gabo, y todos los rusos editados en piel por Aguilar. Con libros comprados en el Rastro y en La Cuesta de Moyano ha ido duplicando la biblioteca que dejó en La Rioja. “Cuando fui a Argentina, en 1983, no pude traerme nada; estuve todo un día mirando la biblioteca, acariciándola, tocando los libros. Me acuerdo de una edición de Luz de agosto, de Faulkner, que tenía tapas anaranjadas; ese libro lo tuve presente tanto tiempo en Madrid que al llegar fui derechito a verlo”.
Cuando fue a vivir a La Rioja estuvo tocando durante 15 años como violinista en un cuarteto de cuerda y en la orquesta de Cámara del Conservatorio, alternado la música con las palabras, “me he dado cuenta de que la música es más cierta que las palabras porque la música está en la naturaleza, es como un gas que explota por simpatía”, y lo cuenta con esa proverbial oralidad que le caracteriza, poniendo ejemplos de instrumentos como la viola de amor, que tiene dos pisos de cuerdas superpuestos en donde unas vibran por simpatía al pasar el arco sobre las otras.
Para Daniel Moyano las palabras están en el vacío, por eso intenta escribir tratando que los periodos y los ritmos, suenen, y recuerda a Antonio de Nebrija cuando no diferenció las palabras al salir del aire, del canto: “Por eso a mí me gusta contar mis cuentos y después escribirlos, aunque a veces no logro superar la versión oral”.
Publicado en El País (1989)
Como siempre este maravilloso túnel del tiempo cultural que es tu blog me trajo a la memoria a Daniel que si no me equivoco un día llevaste a nuestro barrio de infancia donde nuestra madre le preparo una de sus riquísimas comidas.