«Hay ciudades tan descabaladas (…) que no tienen catedral» (*), dice Luis Martín Santos en Tiempo de silencio, refiriéndose a Madrid. Cuenca, sin embargo, tiene una de las catedrales más importantes, que ya me gustaría que se alzara en una de las calles del Madrid de los Austrias, por ejemplo. Pero antes habría que descolgarle de la fachada lateral la inscripción de Primo de Rivera y el escudo con el yugo y las flechas. Mientras en el medievo Madrid estaba naciendo, Cuenca ya se levantaba orgullosa, merced al millón de ovejas que pastaban alegres por sus prados y a la fabricación de alfombras, algunas de las cuales se exhiben en la Real Fábrica de Tapices de Madrid. Hay que ir a Cuenca y devolverle poco a poco el esplendor de antaño. Lo supieron muy bien los pintores y escultores del grupo El Paso que dejaron allí sus obras para recreo de la vista y del espíritu. Cuenca viaja del gótico al abstracto sin despeinarse. Con la galanura de los grandes.
CUENCA
Salir de Madrid y visitar algunas de las ciudades de los alrededores es respirar aire nuevo, además de encontrarte con paisajes de gran belleza y rincones con una importante historia que te cuentan sus piedras centenarias. Segovia, Toledo, Cuenca…, aquí decidimos ir, y aquí fue donde convinimos encontrarnos con Pachi Márquez, Pilar García, Luci Martínez y Carmelo Sánchez, cuatro amigos con los que recorrimos los recovecos de la ciudad, subiendo y bajando varias veces las empinadas cuestas de una ciudad construida a casi 1.000 metros de altura.
La semana comenzó ya el viernes pasado cuando pusimos el pie en la estación de Renfe en Cuenca, que lleva el nombre de Fernando Zóbel, pintor nacido en Manila, quien en 1963 funda en Cuenca el Museo de Arte Abstracto, de la mano de sus amigos Gustavo Torner y Gerardo Rueda. Instalado en una de las casas colgadas, el museo tiene una de las mejores colecciones de arte español, con nombres tan grandes como los de los fundadores, además de Millares, Sempere, Saura y Martín Chirino, y los demás pintores y escultores que formaron en Madrid, a finales de los años 50, el Grupo El Paso, un colectivo de artistas de vanguardia como Canogar, Feito, Manuel Rivera, Antonio Suárez, Viola, Pablo Serrano… y Mompó, amigo y cómplice, que aunque no formara parte del grupo compartió sus ideales.
El grupo elabora entonces un manifiesto de raíz ideológica visiblemente revolucionaria por su compromiso y radicalidad. Hoy, El Paso es un referente básico de la renovación artística en una España desorientada y civilmente machacada por el franquismo. Yo tuve la suerte de conocer a Martín Chirino, del que tenemos un grabado en casa, regalo del insigne Lalo Azcona, y también a Antonio Suárez, gracias a Paco Ignacio Taibo I, cuando el grupo de Luna de Abajo, al que yo pertenecí, trabajábamos en Guía para un encuentro con Ángel González, un libro muy importante en la bibliografía del poeta. Taibo lo contó en un libro hermoso titulado Asturias imaginada, ilustrado por el pintor en 1985.
Pero la ruta había empezado en la Fundación Antonio Pérez, un espacio también mágico que alberga lo mejor del arte español contemporáneo. Nada más entrar nos encontramos con el mismísimo Antonio Pérez (Sigüenza, 1934), un histórico de la bohemia, según lo denomina Gonzalo Ugidos, del que cuenta que empezó desde pequeño a llenar los bolsillos de sus pantalones con cosas que encontraba y que aquella afición se convirtió en una forma de vida y de arte. Antonio Pérez se hizo amigo de artistas e intelectuales que a finales de los 50 y en la década de los 60 poblaban el París más bohemio. Así que, naturalmente, yo me apresuré a saludarle dándole la mano y diciéndole el honor que significaba para mí aquel encuentro, porque además de coleccionista de tesoros artísticos que se pueden disfrutar en el museo, Pérez fundó en París en 1961, la editorial Ruedo ibérico, fundamental para los necesitados de aire crítico. Juan Marsé se inspiró en Antonio Pérez para elaborar su personaje del Pijoaparte y escribió sobre él un artículo largo y elogioso, del que entresaco estas líneas: «… París bajo la lluvia, hace años, todo es borroso y gris a lo largo del Boulevard Saint Germain, menos Antonio que avanza entre la gente con su intrépida zancada, la bufanda roja flotando al viento y los bolsillos de la gabardina rebosantes de libros…».
La semana cultural que empezó el viernes en Cuenca y terminó en la misma estación de vuelta a Madrid el domingo a media tarde, se había completado con un recorrido por el interior de la catedral, un gótico suave y afrancesado que data del siglo XII y que muestra el poderío que ha tenido la Iglesia. Y digo afrancesado porque me recuerda al gótico normando de Notre Dame de París. Pero esta catedral tiene además reminiscencias románicas y barrocas, aunque la fachada haya sido reconstruida a principios del XX tras el derrumbamiento de la torre. Parte de las piedras se pueden ver aún a la entrada del claustro. Pero hubo más recorrido conquense, que para no cansar al hipotético lector, pasa por una caminata de hora y media por la Ciudad encantada; asomarse al vacío en el Ventano del diablo y las copiosas comidas a base de morteruelo, gachas y algún que otro buen plato de jamón ibérico, no en vano iba uno rodeado de cuatro extremeños y una salmantina que me llamarían a capítulo si no nombrara su plato nacional (al que me apunto sin objeciones).
Hasta ahora, esta semana no ha sido muy cultural que digamos. No he visto ninguna peli nueva, apenas he avanzado en los libros que estoy leyendo, las exposiciones de Madrid siguen esperando verme por allí… pero la tele me proporciona, no obstante, entretenimientos valiosos, como es la increíble y triste historia del cándido y pequeño Nicolás y sus políticos desalmados (¡vuelve, Gabo!); las nuevas entregas de los robos sistemáticos de guante blanco de los dineros públicos, municipales o estatales, que de todo hay; que Isabel Pantoja goza de mejores condiciones que otros reclusos de la cárcel, de la que saldrá recompuesta y filósofa, a la manera de otro ladrón insigne, Mario Conde; o lo último en el ránking de la historia universal de la infamia (¡vuelve, Borges!), como son los curas comunistas de los Romanones, aunque no como en la novela de José Luis Martín Vigil, sino en el reparto igualitario, desnudo y descarado, de sus cuerpos. Cero en espiritualidad.
(*) Luis Martín Santos (1924-1964) publicó su novela Tiempo de silencio en la editorial Seix-Barral, en 1962. En la introducción de este post recojo las dos frases con que comienza y termina este largo párrafo, como una espléndida muestra de oraciones subordinadas que, a mi modo de ver, definen en esencia Madrid, a pesar de haber pasado 40 años desde que lo escribiera.
«Hay ciudades tan descabaladas, tan faltas de sustancia histórica, tan traídas y llevadas por gobernantes arbitrarios, tan caprichosamente edificadas en desiertos, tan parcamente pobladas por una continuidad aprehensible de familias, tan lejanas de un mar o de un río, tan ostentosas en el reparto de su menguada pobreza, tan favorecidas por un cielo espléndido que hace olvidar casi todos sus defectos, tan ingenuamente contentas de sí mismas al modo de las mozas quinceañeras, tan globalmente adquiridas para el prestigio de una dinastía, tan dotadas de tesoros -por otra parte- que puedan ser olvidados los no realizados a su tiempo, tan proyectadas sin pasión pero con concupiscencia hacia el futuro, tan desasidas de una auténtica nobleza, tan pobladas de un pueblo achulapado, tan heroicas en ocasiones sin que se sepa a ciencia cierta por qué sino de un modo elemental y físico como el del campesino joven que de un salto cruza el río, tan abigarradas de sí mismas aunque en verdad el licor de que están ahítas no tenga nada de embriagador, tan insospechadamente en otro tiempo prepotentes sobre capitales extranjeras dotadas de dos catedrales y de varias colegiatas y de varios palacios encantados -un palacio encantado al menos para cada siglo-, tan incapaces para hablar su idioma con la recta entonación llana que le dan los pueblos situados hacia el norte a doscientos kilómetros de ella, tan sorprendidas por la llegada de un oro que puede convertirse en piedra, pero que tal vez se convierta en carrozas y troncos de caballos con gualdrapas doradas sobre fondo negro, tan carentes de una auténtica judería, tan llenas de hombres serios cuando son importantes y simpáticos cuando no son importantes, tan vueltas de espaldas a toda naturaleza -por lo menos hasta que en otro sitio se inventaron el tren eléctrico y la telesilla-, tan agitadas por tribunales eclesiásticos con relajación al brazo secular, tan poco visitadas por individuos auténticos de la raza nórdica, tan abundante de torpes teólogos y faltas de excelentes místicos, tan llenas de tonadilleras y de autores de comedias de costumbres, de comedias de enredo, de comedias de capa y espada, de comedias de café, de comedias de punto de honor, de comedias de linda tapada, de comedias de bajo coturno, de comedias de salón francés, de comedias del café no de comedia dell’arte, tan abufaradas de autobuses de dos pisos que echan humo cuanto más negro mejor sobre aceras donde va la gente con gabardina los días de sol frío, que no tienen catedral«.
Tampoco esta semana te libras, querido Hermano Lobo: ¿Cuándo bajará el Gobierno el IVA cultural?