Así de esplendorosa nos recibió San Sebastián el fin de semana pasado. Donosti bien vale unos pintxos, nos dijimos la reina y yo cuando organizamos un viaje de reconocimiento a Biarritz con José C. Vales, Premio Nadal con Cabaret Biarriz (Destino, 2015), y Belén Bermejo, ferviente lectora y fotógrafa instagramera, editora de Espasa, ahora en pleno proceso de construcción de un sello editorial poético.
Vales había prometido enseñar su Biarritz a su agente literario, Palmira Márquez, así que Belén y yo exclamamos un entusiástico SÍ al escuchar la propuesta, al saber que el viaje nos incluía a nosotros, para ir de la mano de quien tan bien conocía una villa que, a pesar del tiempo transcurrido desde sus años de esplendor burgués, no ha perdido su tirón como lugar de veraneo.
Y como para ir a Biarritz por carretera hay que pasar por Donosti, primero nos subimos a un Alvia y nos apeamos en la ciudad en la que Belén Bermejo pasó muchos veranos familiares -íbamos, pues, con doble guía- y nos alojamos en las inmediaciones de la playa de Ondarreta, muy cerca del Peine de los Vientos, de Chillida.
Llegar a Donosti a las dos de la tarde quiere decir que los viajeros, tras dejar las maletas en el hotel, salen hacia el casco viejo dispuestos a sacrificarse y probar los pintxos que adornan las barras de los bares que son ya un emblema de la ciudad. «Atari», «La Cuchara de San Telmo», «Astelena», «A fuego negro»…, nos recibieron como si fuéramos asiduos. El ejemplo de modernidad fue encontrarnos con pintxos que lucían una banderita con el símbolo de No Gluten, compartiendo espacio con los demás. Podría pasarme el día recordando los manjares, pero como diría Lorca «no quiero decir por hombre/las cosas que ella me dijo», o sea, que lo dejo a la imaginación de mis hipotéticos lectores.
La digestión la hicimos en la playa de La Concha, con una temperatura ideal y un cielo de panza de burra que nos protegió del calor excesivo. Una ducha en el hotel y ropa limpia nos puso de nuevo en marcha hacia la terraza del restaurante «La Rampa», en pleno puerto, en donde dimos buena cuenta de un txangurro y un rodaballo que ni Günter Grass pudo imaginar.
Belén ejerció muy bien de cicerone en San Sebastián y al llegar Biarritz, José hizo lo propio. Pasamos la frontera en menos de una hora con un coche alquilado y nos quedamos el sábado saboreando el aroma chic de sus calles comerciales, los restaurantes que se apiñan en la parte alta, y en la grand plage saltamos las olas cantábricas con la alegría de unos colegiales que celebran que el curso ha terminado con buenas notas; en este caso la Matrícula de Honor se la había llevado Vales en enero y el premio lo compartió con nosotros. Vimos a los surferos que sobrevuelan las crestas de las olas en la playa Côte des Basques, entramos en el Hôtel du Palais, un capricho que la emperatriz Eugenia de Montijo, esposa de Napoleon III, mandó construir como residencia de verano junto al mar, y admiramos los palacetes que se levantan por todos lados como enseña de un pasado glorioso. Biarritz transformó su destino de pueblo ballenero en balneario de lujo y veraneo de moda y, desde los años 50, también en centro de encuentro surfero.
Cuánto sabían los médicos del XIX al recomendar los baños de mar en Biarritz por sus propiedades terapéuticas. Revitalizantes baños de agua fría como corresponde a este suroeste francés en pleno norte de la Costa Vasca.
Ya cerrado este post me envía Julio Estrela desde su Agencia de diseño gráfico en Vilamaniscle, Alt Empordà de Girona, este enlace a su blog en el que ha publicado un cuento que se desarrolla en San Sebastián. En su mail me dice: «Sueño con Donosti, día sí, día también (envidia)»: