Un periodista le pregunta a Andrea Levy Soler (Barcelona, 1984), licenciada en Derecho por la Universidad de Barcelona y vicesecretaria de Estudios y Programas del Partido Popular, que por qué una catalana joven y liberal prefiere el PP a Ciudadanos, y ella contesta, resuelta y retadora, como un insulto a la inteligencia: “Soy rebelde”.
El párrafo anterior me ha hecho reflexionar -otra vez- sobre el mundo en que algunos estamos metidos con calzador, más parecido a una habitación estrecha e incómoda en la que se nos han colado un maremagnum de políticos con cultura de hace veinte minutos y por autodenominados artistas que babean porque están en las televisiones.
Recurro, pues, a la memoria e invito a sentarse un rato conmigo a Wislawa Szymborska (1923-2012). A esta polaca, que no pudo terminar sus estudios por problemas económicos, le concedieron el Premio Nobel de Literatura en 1996, lo que viene a ser lo mismo que si nos lo hubieran dado a nosotros por tener la suerte de leerla.
Lo recuerdo como si fuera hoy. Sonó el teléfono en la redacción de El Mundo, me soltaron su nombre como quien suelta una sartén ardiendo, lo que aproveché para encender el enésimo cigarrillo de la jornada, y me puse a cavilar sobre lo que podría hacer con esa información. Veinte años después, “perdido para siempre lo perdido”, que dijo Ángel González, recuerdo sus poemas, igual que recuerdo todo lo que me ha ayudado a caminar mejor: con agradecimiento.
Antaño nos sabíamos el mundo al dedillo:
tan pequeño que cabía en un apretón de manos,
tan fácil que se describía con una sonrisa,
tan común como el eco de las viejas verdades en los rezos.
La historia nos saludaba con fanfarrias de gloria:
echaba arena sucia en nuestros ojos.
Aún nos esperaban rutas lejanas y sin salida,
pozos envenenados, pan agrio.
Nuestro botín de guerra es el saber del mundo:
tan enorme que cabe en un apretón de manos.
Ese “Antaño” nos incumbe a todos. Es el territorio de la infancia donde estuvimos protegidos y a salvo. Vivíamos en un mundo seguro, como contó Stefan Zweig en sus memorias de un europeo, que él tituló acertadamente El mundo de ayer (Editorial Acantilado). Es la historia de una Europa fallida entonces por la arrogancia totalitarista que borró en menos de diez años la libertad y la cultura adquiridas tras siglos de civilización. Una Europa fallida ahora por la construcción de una unión de países del Norte y del Sur que poco o nada tienen que ver unos con otros; un ficticio y nada real intento de colocarnos las gafas de la economía para adorar el auge financiero, mirando para otro lado ante el drama de las emigraciones en masa y con los nacionalismos criminales amenazando de nuevo la estabilidad mundial.
Por eso salgo de aquella habitación incómoda de la que hablé y me uno a Szymborska y a Zweig, porque hablan de ese espacio personal de la infancia en el que nos arropa la seguridad y la felicidad. Lo dijo Fernando Pessoa: “Por qué para ser feliz hace falta no saberlo”.
En su dorada adolescencia, recuerda Zweig que en el colegio leían a Nietzsche, iban a las exposiciones de arte, entraban en los ensayos de la Filarmónica, se aprendía poemas de memoria. Pero ser judío le jugó una mala pasada. Hitler, tras acabar con la República de Weimar(*), fue aniquilando cualquier vestigio que no cupiera en sus planes megalomaníacos. Stefan Zweig se exilió en Brasil con su esposa, Lotte Altmann, y ambos tomaron una dosis suficiente para no volver a levantarse jamás. Tenía sesenta años y, hundido por el pesimismo y la degradación de las ideas, sintió que el mundo de ayer se había acabado.
(*) Weimar fue el hogar y la inspiración de Lucas Cranach el Viejo, Martin Lutero, Johann Sebastian Bach, Johann Wolfgang von Goethe, Friedrich Schiller, Friedrich Wilhelm Nietzsche, Arthur Schopenhauer, Franz Liszt, Walter Gropius, Fritz Lang… Y allí se encuentran las tumbas de Goethe, Schiller y Nietzsche, el Archivo Musical de Turingia y la Biblioteca de Anna Amalia.
En 1933 un tal Adolf Hitler, primo hermano de Nosferatu, decidió participar en aquella divina orgía.