Pensaba escribir sobre Jaime Gil de Biedma porque se cumplen 25 años sin el poeta, aunque sean muchas más las razones que me impulsen a hacerlo. Pero he aquí que se me cruzó Luis Cernuda y he pensado que mejor empezar por el maestro. Un poeta que vive entre la realidad inalcanzable y el deseo insatisfecho. Un poeta donde encontramos memoria de las expectativas adolescentes, del placer efímero, de la frustración definitiva que busca el olvido, y hasta el olvido del olvido, que es la muerte. Una auténtica biografía espiritual.
Luis Cernuda (Sevilla, 1902), vive hasta los 26 años en su ciudad. Publica su primer libro, Perfil del aire, en el 4º suplemento de la revista Litoral, de Málaga, en 1927. Así recuerda, un año después, Vicente Aleixandre su primer encuentro con él:
«Tenía el pelo negro, de un negro definitivo, partido en raya, con hebra suelta y lisa sobre su cabeza. La tez pálida, escueta la cara, con el pómulo insinuado bajo la piel andaluza. Dominaban allí unos ojos oscuros y un poco retrasados, tan pronto fijos, tan pronto vagos y denunciadores».
Todos los retratos insisten en dos aspectos: uno exterior, sobre su indumentaria, y otro interior, de su carácter, como los de Adriano del Valle o Juan Gil Albert, o este comentario de José Moreno Villa:
«Era entonces un jovencillo fino y tímido, muy atildado y muy triste. Sufría con las cosas materiales y con las de relación humana. Dicen que lloraba delante de los escaparates de prendas de vestir porque no podía comprarse unas camisas de seda; pero luego, yo le he visto casi llorar por no tener amigos ni nadie que le quisiese».
Quien mejor lo entrevé es Pedro Salinas, a quien pertenece una de las descripciones más agudas -y que más disgustó a Cernuda- de la personalidad del poeta:
«Difícil de conocer. Delicado, pudorosísimo, guardándose su intimidad para él solo, y para las abejas de su poesía que van y vienen trajinando allí dentro -sin querer más jardín-, haciendo su miel. La afición suya, el aliño de su persona, el traje de buen corte, el pelo bien planchado, esos nudos de corbata prefectos, no es más que deseo de ocultarse, muralla del tímido, burladero del toro malo de la atención pública. Por dentro, cristal. Porque es el más Licenciado Vidriera de todos, el que más aparta la gente de sí, por temor de que le rompan algo, el más extraño».
Estos y otros retratos parecidos crean la leyenda sobre Luis Cernuda como un hombre tímido, retraído, huraño e incapaz de mantener relaciones humanas satisfactorias. Es la leyenda a la que se refiere el poeta en una de las estrofas del poema «A sus paisanos», recogido en Desolación de la quimera (1956-1962):
«¿Mi leyenda, dije? Tristes cuentos/inventados de mí por cuatro amigos/(¿amigos?), que jamás quisísteis/ni ocasión buscásteis de ver si acomodan/a la persona misma así traspuesta./Mas vuestra mala fe los ha aceptado./Hecha está la leyenda…»
Tímido por naturaleza, educado en un ambiente rígido de definidos e inviolable valores religiosos, cívicos y morales, su fina sensibilidad choca en su adolescencia simultáneamente contra la impopularidad de su vocación poética y su tendencia sexual, inadmisible en la sociedad. El choque en este aspecto produce al principio un sentimiento de culpabilidad y vergüenza. Su trato con otras personas se hace cada vez más difícil; con la mujeres imposible. En una carta a Jorge Guillén desde Toulouse, la reacción negativa ante la mujer llega al extremo:
«…Y yo, que siempre tuve alguna dificultad en creer que una muchacha y yo, opuestos, claro está, coincidíamos en lo humano, aquí lo encuentro aún más absurdo. No puedo evitar, cuando veo, oigo, ahora a una mujer, ese temor instintivo del que entra en la casa de fieras…».
El resultado de esta situación es el progresivo retraimiento y aislamiento del poeta. Vive en una sociedad a la que no se siente pertenecer y a la que instintivamente repudia. La mentalidad de aquella España hace que la describa como «un país donde todo nace muerto, vive muerto y muere muerto» (Desolación de la Quimera). Su aislamiento hace que se vea «como naipe cuya baraja se ha perdido». Solo a través de la lectura de André Gide logra imponerse a su depresión espiritual, y se acepta como alguien diferente y marginado. Gracias a Gide, el poeta tiene el valor de reconocerse homosexual -«Gide lo animó a llamar a las cosas por su nombre»-, dice Octavio Paz, y de aquí el título de uno de sus libros, Los placeres prohibidos, de 1931.
SI EL HOMBRE PUDIERA DECIR
Si el hombre pudiera decir lo que ama,
si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo
como una nube en la luz;
si como muros que se derrumban,
para saludar la verdad erguida en medio,
pudiera derrumbar su cuerpo, dejando sólo la verdad de su amor,
la verdad de sí mismo,
que no se llama gloria, fortuna o ambición,
sino amor o deseo,
yo sería aquel que imaginaba;
aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos
proclama ante los hombres la verdad ignorada,
la verdad de su amor verdadero.
Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien
cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;
alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina
por quien el día y la noche son para mí lo que quiera.
Y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu
como leños perdidos que el mar anega o levanta
libremente, con la libertad del amor,
la única libertad que me exalta,
la única libertad por que muero.
Tú justificas mi existencia:
si no te conozco, no he vivido;
si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.
Cernuda elige la derrota social para mantenerse fiel a su auténtico ser, consiguiendo una victoria moral propia y la salvación de su integridad individual, a pesar de las consecuencias que esta decisión pudiera aportar. El mismo poeta lo explicará más tarde:
«Yo no me hice, y solo he tratado, como todo hombre, de hallar mi verdad, la mía, que no es mejor ni peor que la de los otros, sino solo diferente».
En defensa de su verdad, el poeta, inevitablemente, opone sus valores a los de la sociedad, desmantelando uno a uno los conceptos consagrados (sociales y religiosos), lo que le sume aún más en su aislamiento, irremediable y amargado, aunque ya plenamente aceptado y orgulloso. Su deseo erótico, por ser el que más ofende a la sociedad, se erige así en el tema principal de su actitud desafiante. Frente a la realidad, su deseo, aunque imposible y frustrado: este es el sentido más profundo del título de su obra completa, La realidad y el deseo, que publica en Madrid en 1936. Esta primera edición representa la poesía escrita diez años antes, y es un ciclo completo en el que la voz poética de Cernuda produce el fruto más logrado, coherente y unitario de toda su obra. Al sentirse diferente, el poeta se ve forzado a contemplar la realidad circundante, y hasta la propia, desde la soledad:
«Entre los otros y tú, entre el amor y tú, entre la vida y tú, está la soledad».
La soledad es, pues, una constante elegida y aceptada, ya que el poeta no puede evadirse de su aislamiento. Vacío, ausencia, olvido, lejanía, fugacidad del tiempo y de las cosas…, son algunos temas secundarios que se repiten en todos sus libros. La búsqueda de su verdad y el deseo de defenderla a toda costa hacen que el tema principal de toda la poesía de Luis Cernuda sea el amor. Teniendo en cuenta el carácter biográfico de esta poesía, el amor para Cernuda es la única realidad que justifica su existencia -como escribió en el poema anterior-, pero ese amor no es, sin embargo, este sentimiento impreciso que inspira tantas páginas de lo que llamamos poesía amorosa. El amor es una pasión cuya aspiración única es la posesión a través de un acto erótico, y además, es un amor homosexual que implica necesariamente una ruptura con el convencionalismo social, justificándose solo en una hipotética unión con el mundo natural:
TE QUIERO
Te lo he dicho con el viento,
jugueteando como animalillo en la arena
o iracundo como órgano impetuoso;
Te lo he dicho con el sol,
que dora desnudos cuerpos juveniles
y sonríe en todas las cosas inocentes;
Te lo he dicho con las nubes,
frentes melancólicas que sostienen el cielo,
tristezas fugitivas;
Te lo he dicho con las plantas,
leves criaturas transparentes
que se cubren de rubor repentino;
Te lo he dicho con el agua,
vida luminosa que vela un fondo de sombra;
te lo he dicho con el miedo,
te lo he dicho con la alegría,
con el hastío, con las terribles palabras.
Pero así no me basta:
más allá de la vida,
quiero decírtelo con la muerte;
más allá del amor,
quiero decírtelo con el olvido.
El deseo es una fuerza natural que le define como individuo y que, al mismo tiempo, le enfrenta con la realidad. La posesión de la realidad amada es por necesidad efímera e imperfecta, imposible a veces. El deseo es constante y firme. El conflicto entre realidad y deseo origina la tragedia íntima de Cernuda y está en el hecho de que falla lo que él defiende. La única alternativa posible es intentar fijar la realidad del amor dentro de la realidad de un poema, captar el instante fugaz y eternizarlo por la palabra. Pero así no es el amor, es el recurso del amor, lo que queda. Es el amor que era, es decir, la memoria del amor. En el trágico conflicto de la realidad inalcanzable y el deseo insatisfecho se consume la vida del poeta, quien nos ha dejado atormentadas páginas de poesía donde encontramos memoria de las expectativas adolescentes, del placer efímero, de la frustración definitiva que busca el olvido, y hasta el olvido del olvido, que es la muerte. Es la biografía espiritual del poeta.
DONDE HABITE EL OLVIDO
en los vastos jardines sin aurora;
donde yo sólo sea
memoria de una piedra sepultada entre ortigas
sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.
Donde mi nombre deje
al cuerpo que designa en brazos de los siglos,
donde el deseo no exista.
En esa gran región donde el amor, ángel terrible,
no esconda como acero
en mi pecho su ala,
sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento.
Allí donde termine este afán que exige un dueño a imagen suya,
sometiendo a otra vida su vida,
sin más horizonte que otros ojos frente a frente.
Donde penas y dichas no sean más que nombres,
cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo;
donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,
disuelto en niebla, ausencia,
ausencia leve como carne de niño.
Allá, allá lejos;
donde habite el olvido.
En la primavera de 1938, Luis Cernuda se va a Gran Bretaña, y en el otoño de 1947, a bordo del transatlántico que le lleva a América, escribe:
«Nada suyo guardaba aquella tierra/donde existirá. Por el aire,/como error, diez años de la vida/vio en un punto borrarse//(Adiós al fin, tierra como tu gente fría,/donde un error me trajo y otro error me lleva./Gracias por todo y nada. No volveré a pisarte.».
Pero su estancia en Inglaterra y Escocia no fue tan negativa, como poco tiempo después ratifica en una carta a su amigo el profesor Eduard Wilson: «Quizá mi estancia allá ha sido la fase más rica de mi vida». La vida cultural y artística en Londres era como en las principales ciudades de Europa de entonces, no sometidas a totalitarismos, como el Madrid o la Barcelona de antes de la Guerra Civil. Fue invitado por Stanley Richarson, joven poeta que frecuentaba locales como El Café Royal o el Café de París, hervideros literarios de las noches londinenses, «espejos en las paredes, camareros con mandil blanco y paño al brazo, café con leche en largos vasos de cristal», los cuales frecuentaron Frank Harris, Oscar Wilde y Chesterton, y donde acude a las tertulias de los más jóvenes: Auden, Stephen Spender, Cristopher Isherwood y Dylan Thomas. Stanley Richarson estaba siempre en aquel ágora de las letras y las artes e invariablemente se sentaba el primero a la mesa donde estuviera Stephen Spender; saltaba enseguida a otra, se levantaba para saludar efusivamente a alguien que acababa de entrar en la sala y con igual rapidez, pero haciéndose notar, se ponía su abrigo color miel, lanzaba al aire una larga bufanda y salía del Café. Stanley muere allí mismo cuando una bomba destruye el local. Un amigo que había salido minutos antes contó que lo había dejado bailando y riendo, indiferente al intenso ataque aéreo. Cualquiera que fuese el grado de amistad alcanzado entre los dos hombres durante los viajes de Stanley a España, era evidente que las exageradas, estudiadas extravagancias del británico terminaron por irritar a Cernuda, quien pocas semanas después de su llegada a Londres, se presentó lívido en casa de Rafael Martínez Nadal para decirle:
«Ese Stanley Richarson es el ser más despreciable que he encontrado en mi vida. Como no pienso dirigirle la palabra le he dejado una nota. Me encuentra una habitación donde vivir independientemente y un trabajo en que ganarme la vida o regreso a París o me vuelvo a Barcelona».
La obra de Luis Cernuda ofrece un ejemplo notable de cómo el elemento autobiográfico predomina en la poesía de tono intimista. Ve la experiencia personal, el dato preciso, como realidad ineludible. Deliberadamente rehúye esas transformaciones para convertir algo nimio en pura materia poética. Íntimamente convencido de que nunca más volvería a ver tierra española, un día en que se encuentra en su residencia en Chapmans Garden, en Cambridge, redacta con notable serenidad su propia elegía, un testamento ológrafo, una declaración de última voluntad que el poeta lanza al futuro sin certeza de que será recogido como precario mensaje de un núfrago:
ELEGÍA ANTICIPADA
Por la costa del sur, sobre una roca
alta junto a la mar, el cementerio
aquel descansa en codiciable olvido,
y el agua arrulla el sueño del pasado.
Desde el dintel, cerrado entre los muros,
huerto parecería, si no fuese
por las losas, posadas en la hierba
como un poco de nieve que no oprime.
Hay troncos a que asisten fuerza y gracia,
y entre el aire y las hojas buscan nido
pájaros a la sombra de la muerte;
hay paz contemplativa, calma entera.
Si el deseo de alguien que en el tiempo
dócil no halló la vida a sus deseos,
puede cumplirse luego, tras la muerte,
quieres estar allá solo y tranquilo.
Ardido el cuerpo, luego lo que es aire
al aire vaya, y a la tierra el polvo,
por obra del afecto de un amigo,
si un amigo tuviste entre los hombres.
Y no es el silencio solamente,
la quietud del lugar, quien así lleva
tu memoria hacia allá, mas la conciencia
de que tu vida allí tuvo su cima.
Fue en la estación cuando la mar y el cielo
dan una misma luz, la flor es fruto,
y el destino tan pleno que parece
cosa dulce adentrarse por la muerte.
Entonces el amor único quiso
en cuerpo amanecido sonreírte,
esbelto y rubio como espiga al viento.
Tú mirabas tu dicha sin creerla.
Cuando su cetro el día pasa luego
a su amada la noche, aún más hermosa
parece aquella tierra; un dios acaso
vela en eternidad sobre su sueño.
Entre las hojas fuisteis, descuidados
de una presencia intrusa, y ciegamente
un labio hallaba en otro ese embeleso
hijo de la sonrisa y del suspiro.
Al alba el mar pulía vuestros cuerpos,
puros aún, como de piedra oscura;
la música a la noche acariciaba
vuestras almas debajo de aquel chopo.
No fue breve esa dicha. ¿Quién pretende
que la dicha se mida por el tiempo?
Libres vosotros del espacio humano,
del tiempo quebrantasteis las prisiones.
El recuerdo por eso vuelve hoy
al cementerio aquel, al mar, la roca
en la costa del sur : el hombre quiere
caer donde el amor fue suyo un día.
Luis Cernuda muere en México D.F. el 5 de noviembre de 1963 y allí permanecen sus restos desde entonces