El título del post de este jueves es el de un libro que publiqué en la editorial Visor en 2003 y que tantas alegrías me sigue dando desde entonces. Comenzaré con las tres citas que encabezaron sus páginas porque resumen muy bien la filosofía de este libro
Para leer Moby Dick, el Quijote o cualquier otro gran libro que los mayores a veces imponían a los niños (…), tenemos por delante toda la existencia, mientras que para leer apasionadamente La pagoda de cristal, Los tigres de Mompracem, El Coyote, o cualquier otra historia de aventuras que los niños lean ahora, sólo disponemos de poquísimos años. Quien los desperdicie, se habrá privado de la única profunda aventura de lector que a esa edad puede tener, y que sólo puede tener a esa edad; su experiencia literaria y su experiencia de la vida quedarán para siempre incompletas.
Jaime Gil de Biedma, “De mi antiguo comercio con los héroes”, de El pie de la letra.
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Pero ese medio expresivo que es el lenguaje, del cual se sirve un individuo para decir, por ejemplo: “Buenas tardes, don Francisco. ¿Cómo está la familia?”, sirve también al poeta para decir, por ejemplo:
La dolencia de amor que no se cura
sino con la presencia y la figura
El instrumento utilizado es el mismo en ambos casos, pero en el primer ejemplo su uso es utilitario y su propósito comunicación, y en el segundo gratuito y su propósito expresión.
Luis Cernuda. Estudios sobre poesía española contemporánea.
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(Mairena, en su clase de Retórica y Poética):
-Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba:
“Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rua”.
El alumno escribe lo que se le dicta.
-Vaya usted poniendo eso en lenguaje poético.
El alumno, después de meditar, escribe: “Lo que pasa en la calle”.
Mairena.- No está mal.
Antonio Machado. Juan de Mairena. Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo. 1936.
He dejado para el final de estas líneas una breve y hermosa historia que está inserta en la vida de Poesía para los que leen prosa, pero antes daré unas pinceladas de lo que escribí en ese libro para que se conozcan mejor las intenciones que tuve al hacerlo. Esto es la síntesis:
«Este libro no pretende ser un tratado sobre poesía ni aspira a ser leído por los asiduos al género. El titulo se dirige a los lectores de novelas que no encuentran en la poesía el placer que les proporciona la prosa. Es un libro sobre poesía dirigido precisamente a los que habiendo querido leerla se hayan encontrado con un muro infranqueable que les negaba el acceso, como, por ejemplo, una desafortunada experiencia de estudiante o por haberse encontrado con poemas y poetas “difíciles”, cuya oscuridad y hermetismo les hiciera desistir en el empeño. O que lecturas o audiciones reiteradas de algunos poemas los haya convertido en “demasiado conocidos” y hayan quedado en el subconsciente como muletillas sin demasiado contenido. Recuérdense los famosos “Poesía eres tú”, de Bécquer, “Con cien cañones por banda”, de Espronceda, o “Érase un hombre a una nariz pegado”, de Quevedo, y otros magníficos poemas que, como único conocimiento de la lírica, han lastrado la posterior búsqueda y entrenamiento de la sensibilidad poética».
Respecto al criterio de selección que seguí entonces en este libro, conté esto:
«¿Cuál es el criterio utilizado en esta antología? Si el lector ha llegado hasta aquí se habrá percatado sin demasiado esfuerzo de que los poemas elegidos son los que mejor pueden “funcionar” frente a tópicos del estilo de “yo no leo poesía porque es difícil, porque no la entiendo, porque tiene un lenguaje alambicado, porque es ñoña, porque no me cuenta nada, etc., etc. Estoy seguro de que después de leer Poesía para los que leen prosa muchos encontrarán un buen motivo para seguir leyendo y buscando sus propios poemas. Al menos habrán podido acercarse a otras propuestas poéticas desconocidas hasta entonces».
Y escribí también unas líneas que llamé Sobre gustos, lenguaje y buena vida:
«Tres recordatorios y dos obviedades. Uno: todos los poemas recogidos en este libro son del gusto del antólogo (primera obviedad). Dos: hay muchos, muchísimos más poemas no recogidos aquí que, siendo también del gusto del antólogo, no han podido ser reflejados (segunda obviedad). Y tres: el antólogo también disfruta con otros poemas que no podrían estar en este libro porque no reúnen las condiciones requeridas de claridad, narratividad, etc. (esto no es una obviedad, es una declaración del amplio gusto que el antólogo mantiene con la literatura). Una advertencia para primeros lectores: sorprenderá la puntuación, o la falta de ella en algunos poemas. La lectura interna que haga cada cual debería coincidir con la lógica, es decir, el lector deberá leer los poemas como si todas las comas y los puntos estuvieran en el sitio que la gramática les hubiese asignado. Julio Cortázar decía al respecto que las pausas deben funcionar a la manera de comas mentales.
La poesía del siglo XX se ha desprendido de algunos corsés del lenguaje, de la rima, etc., sin prescindir por eso de la belleza y del ritmo que un poeta confiere a las palabras, aunque se hayan perpetrado tropelías desde la liberación de algunos tópicos. Respecto a los cambios en el lenguaje traigo a colación un fragmento del capítulo XVI sobre “El arte de escribir poesías”, del libro Para ser escritor, de E.D. Pruneda: “Además, las palabras corrientes, el lenguaje que usamos todos los días, no se aviene a traducir nuestra emoción si no sirve para dar forma a cierta clase de sentimientos especialmente delicados y sutiles. Y como la palabra vulgar ni la expresión corriente nos sirven, recurrimos al verso”. Este texto que acabamos de leer encabeza un poema de Félix Grande titulado, con toda intención, así: “Debería ir el lunes a que me hagan una radiografía”.
Los buenos libros son como las demás cosas importantes de la vida: el amor, una buena comida, un buen vino, el arte, la música… Todas ellas nos sirven para vivir mejor, para crecer en nuestra estima y en la de los demás, para conocer el mundo; por eso hay que tender al equilibrio de todas esas cosas importantes, entre las que se encuentran, claro, la literatura y la poesía. Ya lo dijo Paracelso: “La diferencia entre una medicina y un veneno está en la dosis”. Este libro propone, pues, una buena y equilibrada dosis para degustar la poesía. Pero a los insaciables, que los habrá, les digo que aunque no están aquí muchos poetas, unos por las razones ya explicadas y otros porque sino la antología sufriría de inflación, lean a Pedro Salinas y Jorge Manrique, a Francisco Brines y a César Vallejo, a Juan Ramón Jiménez y a Valente, a Lorca y a San Juan de la Cruz, a Rosalía de Castro y a Vicente Gallego, Eliot, Horacio…, y por ahí que lleguen a donde más lejos puedan.
LA HISTORIA QUE PROMETÍ CONTAR
En 2003, unos meses antes de publicar este libro yo trabajaba para el Grupo Santillana, en el que publicó una de sus novelas Carla Guelfenbein, la autora chilena que el año pasado ganó el Premio Alfaguara de Novela. Entonces, la editorial la trajo a Madrid para promocionar El revés del alma, una obra que narra la historia de tres mujeres: Daniela, su madre Cata y Ana. En una de las entrevistas Carla dijo: : «No soy socióloga, ni psicóloga ni he querido hacer una radiografía de Chile y, además, detesto los libros teóricos. Sólo creo en los personajes que van saliendo solos. Mi novela es fruto del azar y la necesidad, los dos principios que para mí rigen el universo».
Yo, en calidad de responsable de comunicación de la editorial, me encargué de acompañarla a las entrevistas de la radio, la prensa, la televisión, los chats en los diarios y de paso, como Carla es una mujer de mundo, simpática, y al tanto de la realidad de las cosas que ocurren a su alrededor, el arte y la moda, por ejemplo, ampliábamos nuestro horario laboral para convertirlo en social y disfrutar de un Madrid abierto a la alegría como es costumbre ancestral en esta ciudad tan acogedora.
El día de su marcha acompañé a Carla al aeropuerto y cuando ya estaba a punto de entrar en el control antes del embarque, le entregué unos folios encuadernados en los que guardaba como un tesoro una copia de mi libro. Con pudor le dije en cuatros frases lo que era y añadí que me gustaría que lo leyera. Carla prometió hacerlo y lo cumplió. Lo hizo con tanta premura que a su llegada a Chile me escribió este correo electrónico que copio aquí como final de esta pequeña historia que nunca he contado y que siempre me pareció mágica.
«Miguel,
Tengo que contarte una anécdota que me ocurrió en el avión. Intentaré ser lo más concisa posible y no entrar en detalles literarios que por supuesto siempre son una tentación. Básicamente estoy sentada en mi minúsculo asiento de clase turista, me pongo mis head phones, me tomo mi jarabe para la tos y saco tu texto. Estoy de verdad muy feliz leyéndolo, la poesía y tus palabras me acompañan maravillosamente, sonrío, me deleito y casi me olvido de la estrechez. Sin embargo, en el único instante que me saco los head phones para preguntarle algo a la azafata, mi compañero de asiento me asalta con su conversación. Resulta ser un científico, o más bien un inventor que viaja por el mundo vendiendo sus aparatos que miden las cosas más extrañas y que no pretendo describirte. Un tipo, en todo caso, a pesar de sus ansias un poco patológicas de comunicarse conmigo, interesantísimo, que termina confesándome que se siente disociado de la realidad, que tiene dificultades para comunicarse con los demás porque vive inmerso en su mundo tecnológico, y que se siente un poco (sin la esquizofrenia) como el personaje de Una mente brillante (¿sabes de quien hablo verdad?).
Después de la horripilante comida, y de unas cuantas especulaciones científicas, de las cuales Clara Sánchez hubiera gozado sobremanera, le propongo que, lo mejor que puede hacer es leer el texto que yo estoy leyendo. Le digo que todos los encuentros tienen un motivo, la mayoría de las veces invisible al ojo humano, pero que estoy segura que el motivo del nuestro, es que él lea este texto. Me duermo plácidamente, convencida de que algo importante va a ocurrir. Me despierto cuando faltan quince minutos para aterrizar en Santiago. El tipo me mira detenidamente, (seguramente hace rato espera a que yo me despierte), tiene tu texto en la mano y está muy emocionado. Me dice que ha anotado todos los nombres de los poetas que aparecen, que con tu texto ha descubierto que la poesía es sin duda algo que ha estado allí todo el tiempo para él, pero que no la había visto hasta ahora. Me da un beso en la mejilla y me devuelve tus papeles. Te prometo que todo lo que te cuento es ciento por ciento verdadero y que he dejado la ficción para la novela que estoy escribiendo.
Tengo algunas observaciones que hacerte, pero que te las voy a enviar en otro mail, porque ya llevo mucho rato aquí y tengo que salir corriendo. Espérame unos días. Quería contarte esta anécdota porque sé que significará un gran estímulo para ti. Espero que no te moleste que le haya enseñado a un extraño tus textos, es algo que no volveré a hacer, te lo prometo.
Te mando un gran beso.
Carla.
PD: nunca escribo mails tan largos. ¡Estoy impresionada!»