Para Maritchu, que durante tres horas sintió la sangre correr por sus venas desde el backstage
“…Y me hablaron de futuros / fraternales, solidarios, / donde todo lo falsario / acabaría en el pilón. / Y ahora que se cae el muro / ya no somos tan iguales, / tanto vendes, tanto vales, / ¡viva la revolución! / Reivindico el espejismo / de intentar ser uno mismo, / ese viaje hacia la nada / que consiste en la certeza / de encontrar en tu mirada / la Belleza”.
Es imposible decirlo mejor, escribirlo mejor, cantarlo mejor, y en el concierto del pasado viernes, 29, en el Teatro Circo Price, Luis Eduardo Aute volvió a demostrarlo ante 2000 personas. Tres horas de arte que empezaron con la proyección de su última película, Vincent y el giraluna, para la que Eduardo empleó miles de horas y de dibujos. El resultado es la historia de un giraluna, es decir, lo contrario de un girasol, un ser único en el mundo que recibe su recompensa por ser diferente de los demás… “y por tener criterio propio”. Un corto de media hora por el que circulan algunos de los mundos de Aute: la pintura, la música, el cine…
Después del corto salen los músicos, Cope Gutiérrez (teclista), Cristina Narea (coros y percusión) y Mario Carrión (batería), capitaneados por un guitarrista de excepción, como es Tony Carmona, y empieza el cosquilleo emocionante con que se espera al maestro que irrumpe en el escenario con ese tumbao que tienen los guapos al caminar. Con los primeros acordes de la canción «Me va la vida en ello», el Price rompe en una ovación que es calor y gratitud, emoción y buen rollo (pero del bueno, no del buenismo), recuerdos proustianos y latidos de antiguos corazones solitarios que un día se creyeron dioses. A mitad del concierto, cuando suena “Cada vez que me amas”, un tema en el que Eduardo está cada vez mejor, más seguro, más pleno, con la voz a tope y unas maneras rockeras que enciende el teatro, Tony Carmona se encarga de caldearlo aún más metiendo el riff de “smoke on the water”, de Deep Purple. Apoteósico. Entre tantos ¡bravos! y tantos gritos de ¡guapo!, ¡maestro!, aún quedaban restos de un naufragio de los que hemos vivido rozando muchas veces la belleza, desfacedores de entuertos, sufridores de malos tiempos para la lírica, convocando cada día lo mejor de cada uno e intentando no dejar de ser nunca un giraluna. Los más Autistas estuvimos allí para cantar con Eduardo todas nuestras canciones, las que van cosidas a nuestras costuras, una historia común que el paso de los años no ha logrado desgastar.
Lo dije el 19 de diciembre de 2013 en este blog (está en la Hemeroteca): Con esta declaración decididamente Autista he intentado acercarme a la obra poética de uno de los autores vivos más importantes del siglo XX. Un poeta por el que respiran Aleixandre, Carlos Edmundo de Ory, Lorca, Monterroso, Sábato, Scott Fritgerald, Goya, Quevedo, Picasso, Jacques Brel, Stevenson…, y que nos ha dado canciones como “Al alba”, “Las cuatro y diez”, “Mira que eres canalla”, “Albanta” “No te desnudes todavía”, o todas las que componen uno de sus penúltimos y mejores discos: Intemperie.
Aute tiene solo 72 años y está mejor que nunca. Para la próxima, querido maestro, amigo, compañero del alma, solo te pido una cosa: vuelve a salir al escenario con una camisa rosa como las que te ponías en los ochenta/noventa. Nadie las luce como tú.
La noticia, ahora, es que Aute tiene nuevo libro. Se titula EL SEXtO ANIMAL y lo publica la editorial Espasa en su colección ESPASAesPOESÍA, con un prólogo soberbio de Fernando Beltrán. Una colección dirigida por Belén Bermejo con criterio y entusiasmo, que el 23 de marzo estará en las librerías.
Y con la autorización de la editora de Aute, este poema que abre las páginas de un libro que promete muchas alegrías:
LOS SEIS DÍAS DE LA CREACIÓN ANIMAL
En el primer día,
Dios se creó a sí mismo
(Ánima Divina).
En el segundo día
creó al Ángel,
(ánima buena).
En el tercer día
creó al demonio
(ánima mala).
En el cuarto día
creó al hombre y a la mujer, (hombre y mujer Él los creó, ánimas humanas).
En el quinto día,
Dios creó la separación de géneros (ánimas degeneradas).
En el sexto día
creó el SEXtO ANIMAL
(ánimas animales),
y también el SEXtO mandamiento, contradiciéndose a sí mismo.
Y, en consecuencia,
en el séptimo día,
se suicidó.
Aute ha participado en la campaña lanzada por DOS PASSOS: #Porquéleer. No te lo pierdas y difúndelo
Este post de hoy tiene un principio y un final muy distintos. Un principio para recordar varios espectáculos hermosos y un final para arremeter contra el Poder que persigue con fruición la cultura. El principio son cuatro encuentros con el arte: Miguel Poveda, La flauta mágica, VerSex y Hugo Fontela.
Tengo la suerte de que de vez en cuando algún amigo me llama y me pregunta si quiero acompañarle a un espectáculo para el que tiene dos entradas. Luis Eduardo Aute me llamó hace dos semanas porque Miguel Poveda actuaba en el Compact Gran Vía del 12 al 17 de este mes de enero y tenía entradas para uno de esos conciertos que venían avalados con el nombre de “Sonetos y Poemas para la libertad”. Los seis días que Poveda actuó en Madrid tuvo lleno total. Yo, cada vez que voy a ver y a escuchar a Miguel Poveda -y ya van unos cuantos conciertos, en el Real, en el Auditorio…- sé que voy a vibrar y a emocionarme como nunca, o mejor, como siempre. En este concierto estuve dos horas en vilo.
La escena es apoteósica por sencilla, Poveda no necesita nada más que su voz y sus movimientos, y una compañía de nueve músicos extraordinarios que hacen que los poemas que salen de su garganta, transformados en canción, llenen de lirismo y arte el escenario. Poemas de Borges, de Jaime Gil de Biedma, de Ángel González…, y uno de Aute, al que Poveda le rindió un homenaje que emocionó al maestro. Al final subimos a verle, a felicitarle por el regalo y nos dijo que aún arrastraba un resfriado de aúpa. Olé los artistas completos por su entrega, a los que la enfermedad los hace aún más grandes.
Este lunes me senté de nuevo en la fila siete del Teatro Real con mi amigo Daniel Romero-Abreu, a quien ya presenté en un post anterior en el que hablaba de Rigoletto. Esta vez se trataba de La flauta mágica, la ópera más misteriosa de Mozart, que estrenó en 1791 en Viena, poco antes de morir a los 35 años, y tras un tiempo desahuciado social y económicamente. Una ópera que es un cuento sobre el amor y una fábula filosófica en la que reúne la música culta con el recitativo a modo de zarzuela, lo que los alemanes llaman singspiel, y que en esta adaptación resuelven sobre la gran pantalla gigante del escenario a modo de homenaje al cine mudo, y concretamente a Buster Keaton, con una impresionante puesta en escena del australiano Barrie Kosky. Con esta obra Mozart envía un mensaje que resume los ideales de la Ilustración y que, como buen masón, encarna en la confrontación de la Luz contra las Tinieblas y del Bien contra el Mal.
VerSex es una acción teatral poético-literaria, y a veces musical, en la que varios escritores se suben al escenario del Teatro Alfil para contar una experiencia singular. Un trato con el sexo explícito a través de la creación artística. Fernando Marías y Raquel Lanseros (que también participan en el hecho creativo), hacen un espléndido papel como maestros de ceremonias y a lo largo de una hora y media dan entrada a varios escritores, que son distintos en cada función. Empezaron -empezamos, porque nuestra agencia Dos Passos participa en la producción-, el 12 de enero con Luis Eduardo Aute, Espido Freire, Ana Merino y Carlos Salem. La semana pasada, el día 19, Escandar Algeet, Adriana Moragues, Elvira Sastre y Fernando Valverde. Los escritores del martes, 26, fueron Luisgé Martín, Cristina Fallarás y Manuel Vilas. Han sido tres experiencias que ponen los pelos de punta por su profundidad en la indagación personal sobre el sexo, o te hacen reír por su valentía y desparpajo, todo depende de quién y con qué intención aborde el hecho lírico-sexual. ¿Realidad?, ¿Ficción?
En la galería Marlborough (Calle Orfila, 5 de Madrid) expone hasta el 13 de febrero, Hugo Fontela (Grado, Asturias, 1986). Su exposición tiene un sugerente título, “Pinturas extrañas” y yo tuve la suerte de estar la mañana del martes con él y disfrutar de su compañía y de su magisterio, es decir, que tuve el privilegio de recorrer con el artista una a una esas pinturas que de extrañas, a mí se me ofrecieron admirablemente cercanas e incluso familiares, tal vez por nuestro parentesco norteño. Unas, las blancas, por su expresión lírica y su apacible presencia zen, y otras, oscuras, un arte que plasma detritos, basura, residuos que son también una invitación a reflexionar por su carga matérica que flota en el espléndido espacio de la galería, creando un ambiente extraño y surreal.
Hugo Fontela ha sido desde su primera exposición con 18 años un pintor con una visión del arte impactante. En 2005 gana el premio BMW y se va a Nueva York. Ya es un artista que está buscándose en sus composiciones de los muelles neoyorquinos y que yo empiezo a admirar desde que Vicky Úrculo me invita a ver y a disfrutar de esa experiencia americana en 2008, con An American Vision, en el Centro Cultural Casa de Vacas del Retiro, siendo yo delegado del Principado de Asturias en Madrid. Hugo Fontela me recuerda en su sentido de búsqueda, al «El perseguidor» de Julio Cortázar, el protagonista del cuento sobre Charly Parker. Un saxofonista excepcional para el que la música es tiempo, y si el artista ve el tiempo de otra forma, así también verá la vida, y por tanto, el arte. La historia de «El perseguidor» es la de un artista en lucha constante, lo que lo convierte en un alma en busca del Arte como meta.
Hugo Fontela ha trabajado en su estudio madrileño estos cuadros, algunos de gran formato, y es una suerte tenerlo cerca, aunque el tirón de Nueva York siga siendo tan fuerte. Sin duda tendrá que acostumbrarse a un viaje permanente de ida y vuelta, él, que ya es un pintor universal.
El final es otra vez esa España negra solaniana que cíclicamente aparece
«Que la vida iba en serio/uno lo empieza a comprender más tarde”, dicen los dos primeros versos de “No volveré a ser joven”, el poema que Jaime Gil de Biedma publica en su libro Poemas póstumos, en 1968. Gil de Biedma fue un ejecutivo en la empresa de su padre, pero como él mismo ha escrito en el poema “En el nombre de hoy”, de su libro Moralidades (1966): “… a vosotros pecadores/como yo,/ que me avergüenzo/de los palos que no me han dado,/señoritos de nacimiento/por mala conciencia escritores/de poesía social…”. Jaime Gil de Biedma fue un poeta riguroso y lúcido, a caballo siempre entre una identidad personal -rojo y maricón, como habían dicho de Federico sus asesinos-, y la realidad en la que vivió, infestada de cretinos que blandían su verdad como bandera.
“En un viejo país ineficiente/algo así como España entre dos guerras/civiles…”, escribió en el poema “De vita beata”, del mismo libro, un Gil de Biedma desencantado de la vida y de la poesía. Así era España en 1968, un viejo país ineficiente, y me temo que también lo sigue siendo hoy, en 2016, leyendo el artículo “Pensiones de autor”, de José María Guelbenzu, en El País del pasado domingo. Un análisis de la última realidad cultural, del penúltimo atropello a los que creían vivir en un país decente y se han despertado en otro más oscuro, más incierto y más pobre, en el que los políticos les roban sus pensiones porque no quieren hacerlas compatibles con los derechos de autor de unos libros, escritos en ese país ineficiente, y publicados en esta España deshilachada y rota por los puños, parafraseando a Ángel González, amigo y compañero de generación de Gil de Biedma, a quien, de no estar muerto, este Gobierno de iletrados le habría birlado también su pensión.
“Los artistas”, dice Guelbenzu en su artículo, “son gente que, por temperamento, suelen ir con la intención por delante, a menudo con la verdad por delante, y al poder no le gusta que le metan el dedo en el ojo. Como no le gusta la gente estudiosa, porque se vuelve crítica”. Y entonces, leyendo este párrafo, me vienen al recuerdo aquellos años infames, del dominio por la fuerza y por la gracia de Dios de un ser inútil e ineficiente, cuando los jóvenes airados de entonces queríamos que se diera la vuelta a la tortilla para que la democracia amparara los derechos humanos y no tuviéramos que pelear para que la cultura ocupara el lugar que debe ocupar en una sociedad sana. “A los gobiernos se les llena la boca a la hora de hablar de Cultura”, sigue diciendo Guelbenzu. “A Miguel de Cervantes y Saavedra, que lo tuvieron como puta por rastrojo en su época, lo celebran, lo recelebran y recontracelebran mientras se pavonean de que fue el escritor que inventó la novela moderna y el creador de un icono mundial (otro maltratado como él): Alonso Quijano. Ahí sí que sueltan dinero para poder lucirse”.
“No es el mío, este tiempo”, y he vuelto a Gil de Biedma, en su poema “De senectute”. No es tuyo, Jaime, ni es nuestro, añado yo. Este tiempo es de los canallas que campan por sus respetos. Manuel Gutiérrez Aragón dijo en la entrevista al ABC del sábado, que a este Gobierno “no se le había visto una buena disposición con la cultura”, y que creía que era “por descuido, no por ideología”. ¡Por favor!, ¡en qué mundo vive este señor académico! Machacan a los escritores, a los pintores, a los actores con sus impuestos y sus persecuciones por haber querido ganarse la vida con honradez, pero también persiguen la masa crítica de los creadores que con su obra aspiran a cambiar este mundo por otro mejor. O es que ya nadie se acuerda de la utopía.
Este poema de Jaime Gil de Biedma es una sextina que escribió en 1962 para su libro Moralidades pero la censura lo prohibió y tuvo que publicarlo en México en el 66. En España apareció dos años después, en su libro Poemas póstumos. Es lamentable pensar que el poeta lo hubiera escrito hoy y el mensaje sería el mismo. La sextina es un modelo de estrofa muy querido por este poeta, con versos octosílabos o endecasílabos (en este caso con los de 11 sílabas). Obsérvese que las palabras del final de cada verso siempre son las mismas: España, demonios, gobierno, historia, pobreza, hombres…
APOLOGÍA Y PETICIÓN
¿Y qué decir de nuestra madre España,
este país de todos los demonios
en donde el mal gobierno, la pobreza
no son, sin más, pobreza y mal gobierno,
sino un estado místico del hombre,
la absolución final de nuestra historia?
De todas las historias de la Historia
la más triste sin duda es la de España
porque termina mal. Como si el hombre,
harto ya de luchar con sus demonios,
decidiese encargarles el gobierno
y la administración de su pobreza.
Nuestra famosa inmemorial pobreza
cuyo origen se pierde en las historias
que dicen que no es culpa del gobierno,
sino terrible maldición de España,
triste precio pagado a los demonios
con hambre y con trabajo de sus hombres.
A menudo he pensado en esos hombres,
a menudo he pensado en la pobreza
de este país de todos los demonios.
Y a menudo he pensado en otra historia
distinta y menos simple, en otra España
en donde sí que importa un mal gobierno.
Quiero creer que nuestro mal gobierno
es un vulgar negocio de los hombres
y no una metafísica, que España
puede y debe salir de la pobreza,
que es tiempo aún para cambiar su historia
antes que se la lleven los demonios.
Quiero creer que no hay tales demonios.
Son hombres los que pagan al gobierno,
los empresarios de la falsa historia.
Son ellos quienes han vendido al hombre,
los que le han vertido a la pobreza
y secuestrado la salud de España.
Pido que España expulse a esos demonios.
Que la pobreza suba hasta el gobierno.
Que sea el hombre el dueño de su historia.
Hasta el jueves, 3 de febrero.
El título del post de este jueves es el de un libro que publiqué en la editorial Visor en 2003 y que tantas alegrías me sigue dando desde entonces. Comenzaré con las tres citas que encabezaron sus páginas porque resumen muy bien la filosofía de este libro
Para leer Moby Dick, el Quijote o cualquier otro gran libro que los mayores a veces imponían a los niños (…), tenemos por delante toda la existencia, mientras que para leer apasionadamente La pagoda de cristal, Los tigres de Mompracem, El Coyote, o cualquier otra historia de aventuras que los niños lean ahora, sólo disponemos de poquísimos años. Quien los desperdicie, se habrá privado de la única profunda aventura de lector que a esa edad puede tener, y que sólo puede tener a esa edad; su experiencia literaria y su experiencia de la vida quedarán para siempre incompletas.
Jaime Gil de Biedma, “De mi antiguo comercio con los héroes”, de El pie de la letra.
***
Pero ese medio expresivo que es el lenguaje, del cual se sirve un individuo para decir, por ejemplo: “Buenas tardes, don Francisco. ¿Cómo está la familia?”, sirve también al poeta para decir, por ejemplo:
La dolencia de amor que no se cura
sino con la presencia y la figura
El instrumento utilizado es el mismo en ambos casos, pero en el primer ejemplo su uso es utilitario y su propósito comunicación, y en el segundo gratuito y su propósito expresión.
Luis Cernuda. Estudios sobre poesía española contemporánea.
***
(Mairena, en su clase de Retórica y Poética):
-Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba:
“Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rua”.
El alumno escribe lo que se le dicta.
-Vaya usted poniendo eso en lenguaje poético.
El alumno, después de meditar, escribe: “Lo que pasa en la calle”.
Mairena.- No está mal.
Antonio Machado. Juan de Mairena. Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo. 1936.
He dejado para el final de estas líneas una breve y hermosa historia que está inserta en la vida de Poesía para los que leen prosa, pero antes daré unas pinceladas de lo que escribí en ese libro para que se conozcan mejor las intenciones que tuve al hacerlo. Esto es la síntesis:
«Este libro no pretende ser un tratado sobre poesía ni aspira a ser leído por los asiduos al género. El titulo se dirige a los lectores de novelas que no encuentran en la poesía el placer que les proporciona la prosa. Es un libro sobre poesía dirigido precisamente a los que habiendo querido leerla se hayan encontrado con un muro infranqueable que les negaba el acceso, como, por ejemplo, una desafortunada experiencia de estudiante o por haberse encontrado con poemas y poetas “difíciles”, cuya oscuridad y hermetismo les hiciera desistir en el empeño. O que lecturas o audiciones reiteradas de algunos poemas los haya convertido en “demasiado conocidos” y hayan quedado en el subconsciente como muletillas sin demasiado contenido. Recuérdense los famosos “Poesía eres tú”, de Bécquer, “Con cien cañones por banda”, de Espronceda, o “Érase un hombre a una nariz pegado”, de Quevedo, y otros magníficos poemas que, como único conocimiento de la lírica, han lastrado la posterior búsqueda y entrenamiento de la sensibilidad poética».
Respecto al criterio de selección que seguí entonces en este libro, conté esto:
«¿Cuál es el criterio utilizado en esta antología? Si el lector ha llegado hasta aquí se habrá percatado sin demasiado esfuerzo de que los poemas elegidos son los que mejor pueden “funcionar” frente a tópicos del estilo de “yo no leo poesía porque es difícil, porque no la entiendo, porque tiene un lenguaje alambicado, porque es ñoña, porque no me cuenta nada, etc., etc. Estoy seguro de que después de leer Poesía para los que leen prosa muchos encontrarán un buen motivo para seguir leyendo y buscando sus propios poemas. Al menos habrán podido acercarse a otras propuestas poéticas desconocidas hasta entonces».
Y escribí también unas líneas que llamé Sobre gustos, lenguaje y buena vida:
«Tres recordatorios y dos obviedades. Uno: todos los poemas recogidos en este libro son del gusto del antólogo (primera obviedad). Dos: hay muchos, muchísimos más poemas no recogidos aquí que, siendo también del gusto del antólogo, no han podido ser reflejados (segunda obviedad). Y tres: el antólogo también disfruta con otros poemas que no podrían estar en este libro porque no reúnen las condiciones requeridas de claridad, narratividad, etc. (esto no es una obviedad, es una declaración del amplio gusto que el antólogo mantiene con la literatura). Una advertencia para primeros lectores: sorprenderá la puntuación, o la falta de ella en algunos poemas. La lectura interna que haga cada cual debería coincidir con la lógica, es decir, el lector deberá leer los poemas como si todas las comas y los puntos estuvieran en el sitio que la gramática les hubiese asignado. Julio Cortázar decía al respecto que las pausas deben funcionar a la manera de comas mentales.
La poesía del siglo XX se ha desprendido de algunos corsés del lenguaje, de la rima, etc., sin prescindir por eso de la belleza y del ritmo que un poeta confiere a las palabras, aunque se hayan perpetrado tropelías desde la liberación de algunos tópicos. Respecto a los cambios en el lenguaje traigo a colación un fragmento del capítulo XVI sobre “El arte de escribir poesías”, del libro Para ser escritor, de E.D. Pruneda: “Además, las palabras corrientes, el lenguaje que usamos todos los días, no se aviene a traducir nuestra emoción si no sirve para dar forma a cierta clase de sentimientos especialmente delicados y sutiles. Y como la palabra vulgar ni la expresión corriente nos sirven, recurrimos al verso”. Este texto que acabamos de leer encabeza un poema de Félix Grande titulado, con toda intención, así: “Debería ir el lunes a que me hagan una radiografía”.
Los buenos libros son como las demás cosas importantes de la vida: el amor, una buena comida, un buen vino, el arte, la música… Todas ellas nos sirven para vivir mejor, para crecer en nuestra estima y en la de los demás, para conocer el mundo; por eso hay que tender al equilibrio de todas esas cosas importantes, entre las que se encuentran, claro, la literatura y la poesía. Ya lo dijo Paracelso: “La diferencia entre una medicina y un veneno está en la dosis”. Este libro propone, pues, una buena y equilibrada dosis para degustar la poesía. Pero a los insaciables, que los habrá, les digo que aunque no están aquí muchos poetas, unos por las razones ya explicadas y otros porque sino la antología sufriría de inflación, lean a Pedro Salinas y Jorge Manrique, a Francisco Brines y a César Vallejo, a Juan Ramón Jiménez y a Valente, a Lorca y a San Juan de la Cruz, a Rosalía de Castro y a Vicente Gallego, Eliot, Horacio…, y por ahí que lleguen a donde más lejos puedan.
LA HISTORIA QUE PROMETÍ CONTAR
En 2003, unos meses antes de publicar este libro yo trabajaba para el Grupo Santillana, en el que publicó una de sus novelas Carla Guelfenbein, la autora chilena que el año pasado ganó el Premio Alfaguara de Novela. Entonces, la editorial la trajo a Madrid para promocionar El revés del alma, una obra que narra la historia de tres mujeres: Daniela, su madre Cata y Ana. En una de las entrevistas Carla dijo: : «No soy socióloga, ni psicóloga ni he querido hacer una radiografía de Chile y, además, detesto los libros teóricos. Sólo creo en los personajes que van saliendo solos. Mi novela es fruto del azar y la necesidad, los dos principios que para mí rigen el universo».
Yo, en calidad de responsable de comunicación de la editorial, me encargué de acompañarla a las entrevistas de la radio, la prensa, la televisión, los chats en los diarios y de paso, como Carla es una mujer de mundo, simpática, y al tanto de la realidad de las cosas que ocurren a su alrededor, el arte y la moda, por ejemplo, ampliábamos nuestro horario laboral para convertirlo en social y disfrutar de un Madrid abierto a la alegría como es costumbre ancestral en esta ciudad tan acogedora.
El día de su marcha acompañé a Carla al aeropuerto y cuando ya estaba a punto de entrar en el control antes del embarque, le entregué unos folios encuadernados en los que guardaba como un tesoro una copia de mi libro. Con pudor le dije en cuatros frases lo que era y añadí que me gustaría que lo leyera. Carla prometió hacerlo y lo cumplió. Lo hizo con tanta premura que a su llegada a Chile me escribió este correo electrónico que copio aquí como final de esta pequeña historia que nunca he contado y que siempre me pareció mágica.
«Miguel,
Tengo que contarte una anécdota que me ocurrió en el avión. Intentaré ser lo más concisa posible y no entrar en detalles literarios que por supuesto siempre son una tentación. Básicamente estoy sentada en mi minúsculo asiento de clase turista, me pongo mis head phones, me tomo mi jarabe para la tos y saco tu texto. Estoy de verdad muy feliz leyéndolo, la poesía y tus palabras me acompañan maravillosamente, sonrío, me deleito y casi me olvido de la estrechez. Sin embargo, en el único instante que me saco los head phones para preguntarle algo a la azafata, mi compañero de asiento me asalta con su conversación. Resulta ser un científico, o más bien un inventor que viaja por el mundo vendiendo sus aparatos que miden las cosas más extrañas y que no pretendo describirte. Un tipo, en todo caso, a pesar de sus ansias un poco patológicas de comunicarse conmigo, interesantísimo, que termina confesándome que se siente disociado de la realidad, que tiene dificultades para comunicarse con los demás porque vive inmerso en su mundo tecnológico, y que se siente un poco (sin la esquizofrenia) como el personaje de Una mente brillante (¿sabes de quien hablo verdad?).
Después de la horripilante comida, y de unas cuantas especulaciones científicas, de las cuales Clara Sánchez hubiera gozado sobremanera, le propongo que, lo mejor que puede hacer es leer el texto que yo estoy leyendo. Le digo que todos los encuentros tienen un motivo, la mayoría de las veces invisible al ojo humano, pero que estoy segura que el motivo del nuestro, es que él lea este texto. Me duermo plácidamente, convencida de que algo importante va a ocurrir. Me despierto cuando faltan quince minutos para aterrizar en Santiago. El tipo me mira detenidamente, (seguramente hace rato espera a que yo me despierte), tiene tu texto en la mano y está muy emocionado. Me dice que ha anotado todos los nombres de los poetas que aparecen, que con tu texto ha descubierto que la poesía es sin duda algo que ha estado allí todo el tiempo para él, pero que no la había visto hasta ahora. Me da un beso en la mejilla y me devuelve tus papeles. Te prometo que todo lo que te cuento es ciento por ciento verdadero y que he dejado la ficción para la novela que estoy escribiendo.
Tengo algunas observaciones que hacerte, pero que te las voy a enviar en otro mail, porque ya llevo mucho rato aquí y tengo que salir corriendo. Espérame unos días. Quería contarte esta anécdota porque sé que significará un gran estímulo para ti. Espero que no te moleste que le haya enseñado a un extraño tus textos, es algo que no volveré a hacer, te lo prometo.
Te mando un gran beso.
Carla.
PD: nunca escribo mails tan largos. ¡Estoy impresionada!»
Este 12 de enero recién pasado se han cumplido ocho años de la muerte de Ángel González. Las líneas que van a continuación las escribí por petición expresa de Emma Rodríguez, periodista y directora de Lecturas sumergidas (lecturassumergidas.com), que publicó en su apartado de PASIONES. Emma siempre supo que una de las mías fue este poeta a quien leí y admiré y seguí leyendo y admirando tras haberle conocido en 1985 con motivo de un libro homenaje que los amigos que entonces formábamos el grupo poético «Luna de Abajo» le dedicamos, y que se llamó Guía para un encuentro con Ángel González.
La noche antes de que Ángel González muriera, hablé con él por teléfono. No con él directamente, en realidad nos hacía de intérprete su mujer, Susana Rivera, por su teléfono móvil. Ángel había sido hospitalizado días antes, de forma que en cuanto yo dije: “Dile que mañana voy a verle”, Susana no tuvo necesidad de repetir lo que Ángel contestó, porque yo lo había oído alto y claro: “Que no se le ocurra”. Debí imaginármelo porque conocía bien el pudor de Ángel, así que no tuve más remedio que sonreír y decirle que “de acuerdo, que en cuanto saliera del hospital volveríamos a quedar”.
En 1980 yo formaba parte de un grupo poético en Asturias llamado Luna de Abajo que publicaba solo libros de los autores que admirábamos. Eran libros estéticos que durante unos años se convirtieron en referencia, y muchos poetas querían publicar allí sus versos. Una tarde, asistimos a una lectura pública de poemas de Ángel González y al final del acto le abordamos, con la ingenuidad que da la inexperiencia, para enseñarle los libros que habíamos editado y para decirle que queríamos hacerle un reconocimiento en el que se recogieran testimonios de sus amigos de generación y en el que también se publicaría un antología de su obra y una extensa bibliografía. Le propusimos lo que parecía imposible que nadie le hubiera pedido antes: hacerle un libro homenaje. Le llevamos un par de ejemplares de los dos números publicados anteriormente –el suyo sería el tercero de una colección que hacíamos con mucho mimo y detalle a pesar de los escasos medios económicos de que disponíamos– y a él le gustó mucho la idea. Ángel nos dio su dirección postal en Albuquerque y quedamos en escribirnos para ir pergeñando a distancia un número que sería extraordinario.
Mantuvimos una correspondencia fluida en la que le íbamos contando las diferentes secciones, los posibles colaboradores, el título del libro, y aquellas cartas exultantes que iban y venían a América creó en nosotros una sensación de que todo era posible si se ponían en marcha los suficientes elementos para conseguirlo. En este caso fueron muy pocos: una idea y alguien que creyó en ella, y porque todos creímos en lo que estábamos haciendo el resultado fue algo hermoso y cargado de energía y buen hacer al que llamamos Guía para un encuentro con Ángel González (el título fue idea de él porque nosotros aún arrastrábamos un halo edulcorado que a Ángel no le iba en absoluto). Los colaboradores formaban un equipo de excepción: Caballero Bonald, José Agustín Goytisolo, Juan Marsé, Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, Paco Ignacio Taibo…, entre muchísimos más que no dudaron en mandarnos sus textos, casi a vuelta de correo. Una de las anécdotas, mientras confeccionábamos el libro que hacía tiempo estaba en la conversación de los amigos de Ángel en Madrid, fue que Paco Rabal se encontró con uno de ellos en el Óliver y pidió entusiasmado colaborar con un texto que, naturalmente, nosotros aceptamos con el mayor de los regocijos.
Rabal contaba que después de un rodaje en Cuba, y ya en la cama con una mujer, a punto de culminar vio un libro de Ángel sobre la balda que estaba frente a sus ojos en la cabecera de la cama…, pero será mejor reproducir esa parte del texto. Cuenta Paco Rabal: “La noche cálida, el ron genuino (del que no recuerdo el nombre pero sí sus efectos) acompañaban el ritmo de la música sabiamente prendida y un rayo de luz que daba sobre el lomo excitante de los libros… A punto de subir al cielo mis ojos se encontraron con un título, Grado elemental, de Ángel González. Salté hacia él y lo atrapé: ¡Grado elemental! ´Por favor –suspiraba la muchacha–, te lo regalo, pero ven…´ Se interrumpió un placer para caer en otro”.
Ángel participó con entusiasmo en nuestro libro y él mismo seleccionó sus poemas en una antología que sigue siendo única. Una autoantología temática y comentada que él dividió en las cuatro partes sustanciales de su obra: Historia, Sobre la música, Biografía y Tempus irreparabile fugit. En cada una de ellas escribió una introducción para contextualizar los poemas elegidos; así, por ejemplo, en Biografía: “Escribir sobre mí mismo es una forma de explicarme, de poner en orden mi mundo, de reconocerme (de reconocerme, en cierto modo, también como los médicos reconocen a los enfermos)…”. En el apartado de Historia escribió: “Poesía social, civil, comprometida, crítica… Esas eran las tendencias que dominaba en el ambiente literario –y no solo en el de España- cuando comencé a publicar mis poemas…”. En Sobre la música: “Antes que un tema, la música es un motivo, un asunto que me sirve de vehículo para exponer otros temas: el tiempo, la nostalgia de algunos momentos vividos, el amor, la precariedad del destino humano…”; y en Tempus irreparabile fugit, expresó: “La percepción del paso del tiempo me produce mayor desazón que la figura de la muerte –de mi propia muerte, quiero decir–. (Mi muerte significa la ausencia, el alejamiento definitivo de la vida, y presiento que en ese oscuro reino de la no-existencia nada habrá que pueda herirme…”.
Ángel González dijo en Contra-Orden (Poética por la que me pronuncio ciertos días): “Esto es un poema / Aquí está permitido / fijar carteles, /tirar escombros, hacer aguas…” , una declaración que practicó también en su vida pública, o mejor dicho, privada, porque González, a pesar de ser un poeta reconocido, un profesor universitario cuyo nombre está en los textos escolares y se estudia en muchas tesis doctorales, ensalzado con los premios de más prestigio, y académico de la Lengua, celebraba la vida entre sus amigos con una naturalidad y una frescura que hacía que a todos nos gustara compartir con él las noches de Madrid, su ciudad adoptada, o en Oviedo, su ciudad natal, la ”ciudad de sucias tejas” como la cantó en un soneto. En «Máximas mínimas», escribe: “Los liliputienses, revelando una grandeza de espíritu que para sí quisieran las razas más altas, no hacen leña del árbol caído. / Hacen palillos de dientes.” Estos poemas, llamados poemas-chiste, esconden un trasfondo a veces moral, de doble intención, incluso malintencionada, siendo al mismo tiempo muy reflexivos. Son poemas que desbaratan lo convencional y tratan con desparpajo cualquier tema “serio”, muy característico del comportamiento habitual de Ángel González.
Otro ejemplo con el que vulgariza la imagen de la perfección, la de un dios como incansable arquitecto del mundo, es el poema «Eso lo explica todo», y dice así: “Ni Dios es capaz de hacer el universo en una semana. / No descansó el séptimo día. / Al séptimo día se cansó”. También fue un maestro de los juegos de palabras, del humor inteligente y de la ironía. González era un hombre al que los fastos del mundo le traían sin cuidado. Vivía con frugalidad, aunque bebía con generosidad, y desde que en 1972 se fuera a la universidad de Alburquerque, Nuevo México, a impartir clases de literatura, volaba a Madrid al menos un par de veces al año, y al llegar llamaba por teléfono a sus amigos para organizar su estancia lo más agradablemente posible. Se acostaba tarde, o mejor temprano, o sea, al amanecer, a esa hora imprecisa y sucia del amanecer que tampoco le gustaba a otro de los poetas de la generación de Ángel González: Carlos Barral. Se levantaba para comer, leía, y al anochecer se tomaba su primer J&B o Ballantines, “con hielo, en vaso bajo” que pedía –y bebía– con una solvencia imposible de superar. Salía luego a cenar con sus amigos, que siempre estábamos dispuestos a disfrutarlo, y estirábamos la noche, sobre todo las noches de verano, entre risas, hasta que un cliente desconocido entraba a tomarse el desayuno y nos saludaba con un “buenos días”.
Su vuelta a Madrid era siempre motivo de regocijo y cada año, a su llegada, Juan Cruz lo entrevistaba para El País. Alguien dijo una vez que los camareros de Madrid se alegraban al saber que Ángel González había llegado a la ciudad.
Del buen humor de Ángel González podría contar muchas anécdotas. Rescato una que refleja al hombre ocurrente, con una poderosa capacidad para improvisar. Fue en México, con su amigo, el editor Pepe Esteban, mientras buscaban la tumba de Cernuda. Tras varios intentos, en uno de los cruces de caminos del inmenso cementerio, Ángel le soltó esta cuarteta: “El poeta Luis Cernuda / tiene buena información; / cuando viene Pepe Esteban / se cambia de panteón”.
Un año antes de irse a América publica Breves acotaciones para una biografía, con el que abre una nueva etapa en el tratamiento de sus poemas. Él mismo diría entonces que la tendencia al juego y a derivar la ironía hacia un humor que no rehúye el chiste, la frivolización de algunos motivos y el gusto por lo paródico serían las características de su poesía.
Ángel tenía una vena irónica que practicaba con gracia natural. Esa ironía y ese gusto por dar una vuelta de tuerca a las palabras tienen sin duda una raíz asturiana, región que, como se sabe, cuenta con una historia de cargado matiz político y social, que ha vivido etapas durísimas y que, de sus primitivos recursos del campo y del mar, se erigió en una de las más importantes industrias del carbón y del acero, las cuales hubo que reconvertir en los 90 y emprender nuevos desafíos empresariales. Una tierra hermosa, de naturaleza exuberante, en donde la buena cocina es uno de los valores más recomendados. Este es el lugar en el que creció nuestro poeta, al que, como a tantos de sus paisanos, le gustaba cantar canciones de su tierra. Y hay una canción popular, que todos los asturianos oyeron alguna vez cantar a sus madres, titulada A la mar fui por naranjas, cuyo segundo verso dice, “Cosa que la mar no tiene”. Es una letra algo surrealista, como corresponde a ese marcado acento irónico y es al mismo tiempo una canción muy poética: “A la mar fui por naranjas / cosa que la mar no tiene. / Ay! mi dulce amor, / este mar que ves tan bello, es un traidor”.
Pues bien, hace algunos años, el tenor Joaquín Pixán publicó un CD con cinco versiones musicales para tres poemas inéditos de Ángel González, y encargó al poeta que escribiera tres letras que se basaran en tres canciones populares de su tierra y que varios compositores pusieran después la música. Una de las canciones elegidas por Ángel fue precisamente esta de las naranjas y la mar, y dándole la vuelta, este fue el resultado:
Tiene naranjas la mar.
Las olas son verdes ramos,
la espuma es blanco
azahar.
Y tus pechos, en la fronda
de las olas y la espuma,
son dos naranjas saladas
cuando te bañas desnuda.
Cuando te bañas desnuda,
tiene naranjas la mar.
Ángel era un mago con todo lo que tocaba, no solo con las palabras, sino también con la guitarra y el piano, porque la música fue otro de sus grandes temas, hasta el punto de decir que si sus poemas andaban con tanta frecuencia por los suburbios de la música, era porque se consideraba un músico frustrado. Y con la música como fondo escribió poemas importantes, como «Penúltima nostalgia», «La trompeta», en homenaje a Louis Amstrong, o en este, en el que juega con el apellido del músico húngaro Bela Bartok, asociándolo a la palabra harto, para lograr este efecto:
Estoy bartok de todo,
Bela
Bartok de ese violín que me persigue,
de sus fintas precisas,
de las sinuosas violas,
de la insidia que el oboe propaga,
de la admonitoria gravedad del fagot,
de la furia del viento,
del hondo crepitar de la madera.
Resuena bela en todo bartok: tengo
miedo.
La música
ha ocupado la casa.
Por lo que oigo,
puede ser peligrosa.
Échenla fuera.
Mi relación con Ángel González fue siempre de camaradería. A él le gustaba compartir las horas con los amigos y era un buen conversador. En los agradables encuentros veraniegos en Oviedo, o en Lastres, disfrutando también de la playa, pasamos jornadas inolvidables compartiendo las horas con amigos como Juan Benito Argüelles, otro de sus incondicionales de la juventud perdida, Emilio Alarcos Llorach, que contaba unos chistes simpatiquísimos con los que se reía a mandíbula batiente, con Paco Ignacio Taibo I, generoso y divertido como un niño travieso, con Susana Rivera, la esposa de Ángel, inteligente y jovial, y con una fortaleza que hizo que yo la rebautizara como Susi Robles, y con infinidad de amigos que pasaban unos días con nosotros y se iban, como Orlando Pelayo, Daniel Sueiro, José Agustín Goytisolo, Pepe Caballero Bonald…, «Amistad a lo largo», que cantó Jaime Gil de Biedma. El recuerdo de aquellos días me lleva a este poema de Ángel: “Al final de la vida, / no sin melancolía, / comprobamos / que, al margen ya de todo, / vale la pena. // Nada de lo restante permanece”.
Querido Ángel, tú lo has dicho mejor que nadie. Lo has escrito en el prólogo de ese libro memorioso de Paco Ignacio Taibo que tan cervantina y sabiamente tituló Para parar las aguas del olvido: “El necesario, inevitable olvido deja zonas borrosas que la memoria trata de aclarar. Ese esfuerzo es, ante todo, un acto de amor, porque el amor empieza con el recuerdo”.
Tres horas en el Museo del Prado es un libro de Eugenio D´Ors, que es mucho más que un recorrido por las diferentes salas de un museo. Es, sobre todo, una forma de expresar su mirada sobre los fundamentos estéticos del arte. El pasado26 de diciembre yo estuve tres horas en el Museo del Prado con motivo de la exposición de Ingres (1780-1867), un recorrido estético y armonizante, abierto para las mentes inquietas y los corazones sensibles hasta el 27 de marzo. Entrar en el Museo del Prado es un ejercicio de expansión del espíritu comparable a otras magnas manifestaciones estéticas, como disfrutar de un concierto o de una ópera en el Teatro Real, por ejemplo, Rigoletto, de la que hablaré también.
INGRES
Jean-Auguste-Dominique Ingres vivió una época controvertida, ya que los críticos de entonces no supieron ver su grandeza, que ellos identificaron como una reacción al Romanticismo que encabezaba Delacroix. Me referiré en estas líneas a uno de los aspectos del artista que tanta bulla levantó en su tiempo: su mirada personal hacia el desnudo femenino.
Sobre “La gran bañista”, cuadro conocido también como “La bañista de Valpinçon”, dice Baudelaire que la mujer representada en el lienzo “requiere de una mirada penetrante para descubrir que parece carecer de huesos y articulaciones…”, y es verdad, porque mirada con detenimiento se confirman algunos deliberados errores de perspectiva como el hombro derecho que aparece algo caído; también la parte inferior de la espalda, demasiado larga, así como las caderas y las piernas, bastante planas, o los pies, resueltos sin demasiado empeño. Esto es algo que se aprecia en otros cuadros de Ingres, en los que los pies están extrañamente resueltos o son excesivamente largos. No obstante todo esto, la imagen brinda una sensación de calma y goza de una belleza serena, lo que Ingres envuelve en un entorno claro y armonioso, sin aristas: solo hay que observar el codo izquierdo, que queda oculto por el ropaje de las sábanas.
Ingres vivió muchos años en Italia (llegó a Roma gracias a una beca que obtuvo en 1801), y allí pintó “La gran odalisca”. A partir de este cuadro, el cuerpo femenino será un ideal de belleza y una referencia para sus obras más heterodoxas. Ingres adoptará la forma del pelo medio oculto, inspirándose en La Fornarina de Rafael, que llevará hasta el magnífico “El baño turco” que pinta con 82 años. Toda la obra del artista es una ruptura con los neoclásicos y con las pinturas de David, de cuya escuela provenía en su formación primera. Su apuesta hacia la sensualidad y al erotismo en el desnudo hace que Paul Valéry escriba: “El pincel de Ingres persigue la gracia hasta llegar a hacer de sus seres, monstruos. Para él, la espalda nunca es lo suficientemente oblonga, el cuello suficientemente flexible, el muslo nunca es bastante liso…”
A pesar de todo ello, incluso por todo ello, también en “La gran odalisca” Ingres se separa de la perfección rafaelesca para reflejar en sus desnudosel erotismo y la voluptuosidad, apreciables por sus sensibles volumetrías y, en el caso claro de la odalisca, en cómo mira al espectador. Para este cuadro Ingres realizó bocetos, uno de ellos presente en esta exposición, resuelto en grisalla, en el que, en un tono aún más naturalista muestra una de las partes del cuerpo de la modelo que en el gran cuadro queda semitapado por la sábana. Ingres fue un pintor que ejerció de forma clara una influencia en Picasso, gran admirador de sus imágenes femeninas.
Pero Ingres es también un artista que plasma en sus cuadros una visión de la historia sorprendente, insólita, que entra en conflicto entre el canon clásico y el gusto romántico. Como dice Umberto Eco: «Nada expresa mejor esta distancia que la comparación entre la extraordinaria maestría técnica de Ingres, con su sentido de la perfección que a sus contemporáneos tal vez les restaba insoportable».
El resto del tiempo lo pasé deambulando por los pasillos y salas del Museo, deteniéndome en algún cuadro que me llamara poderosamente la atención: Patinir, Caravaggio, El Bosco, Tiziano…, y así llegué a algunas salas en las que no había estado nunca, como las del Taller romano. En una hermosa sala cuajada de ventanales y un suelo de mármoles tricolores, me detuve ante la pieza principal. Era una estatua de Ariadna, dormida tras haber sido abandonada por Teseo en una playa de Naxos. Como nunca se sabe dónde tiene uno la suerte, la joven Ariadna sería rescatada por Dionisio, el dios con quien llegaría a tener cuatro hijos. Tallada en mármol, esta escultura del año 150 d.C., fue restaurada en el taller de Bernini en el siglo XVII.
RIGOLETTO
El 16 de diciembre asistí a la representación de Rigoletto en el Real -en una producción de la Royal Opera House Covent Garden de Londres-, invitado por mi amigo Daniel Romero-Abreu, un joven empresario que mezcla con sabiduría sus genes gaditanos y alemanes. Tiene el Teatro Real algo de patio de corral de comedias cubierto por la pátina de su pasado burgués y aristocrático. Aquella noche me encontré con varios asturianos que pasan en Madrid la mayor parte de sus días porque han descubierto, como yo, que la capital ofrece múltiples incentivos mundanos, una forma peculiar y fácil de convivencia que no se encuentra en otras ciudades. Saludé a Paloma y a Enrique, y a sus dos hijos, guapos y sonrientes; a Marta y a su otro Enrique, y desde la fila de atrás me tocó un hombro Antolín, un médico afable con el que había hecho un trabajo editorial a principios de los años 90 en Oviedo y al que me gustó volver a ver.
Guiseppe Verdi, autor de la música de Rigoletto, vivió dos años inmerso en la vida cultural parisina y tras leer Le Roi s’amuse, la obra de Victor Hugo, que podríamos traducir por “El Rey se divierte”, aborda el tema de la acción del poder contra los indefensos, y estrena en 1851 nada menos que en La Fenice de Venecia. El personaje de Rigoletto, absolutamente shakespeariano por su ambivalencia entre lo mostruoso y lo frágil, no es de recibo ante los ojos de la censura que hace que la ópera se suspenda y no vuelva a estrenarse hasta treinta años después.
El problema era que, tanto el letrista, Piave, como Verdi, trasladaban los personajes de Victor Hugo a la ópera y representaban a Francisco I como un seductor cínico, lo que era inaceptable en aquel momento político. La carta del poderoso decía así:
«El gobernador militar de Venecia, señor Gorzkowski, deplora que el poeta Piave y el célebre músico Verdi no hayan sabido escoger otro campo para hacer brotar sus talentos que el de la repugnante inmoralidad y obscena trivialidad del argumento del libreto titulado “La maledizione”. Su Excelencia ha dispuesto, pues, vetar absolutamente la representación y desea que yo advierta a esta Presidencia de abstenerse de cualquier ulterior insistencia al respecto».
Así que a Verdi no le queda otro camino que intentar negociar algunos cambios, como trasladar la acción de la Corte de Francia a Italia, y sustituir los nombres de los protagonistas. Al que vemos hoy, pues, no es el Rey de Francia sino el duque de Mantua, y el jorobado, que se llamaba Triboulet, es nuestro Rigoletto, que desde entonces encabezaría el título de la ópera, ya que antes, como señalaba la censura, se había estrenado como “La maledizione” (“La maldición”). Hubo más cambios pero estos fueron los esenciales.
En estos días ocurrieron más cosas, pero el espacio es muy corto, o mi educación antirollo me pide ir terminando. Y no todas las cosas fueron tan “elevadas”, aunque sí muy atractivas, como haber vuelto a ver El golpe, dirigida en 1973 por George Roy Hill, y protagonizada por Paul Newman y Robert Redford, a los que secundan un plantel de magníficos actores. Una peli ingeniosa, divertida, sorprendente en su final, incluso tras tantos años. Espléndidamente contada.
Faltaría solo un libro para completar este periplo cultural navideño. Este fue uno de los títulos fetiche para mí desde que supe que era inencontrable a no ser que pusieras sobre el mostrador del librero un buen puñado de dólares. El libro en cuestión es Historia de un deicidio, de Mario Vargas Llosa, una primera edición de 1971 de Barral editores. Un lujo que ahora se une a otros libros míticos que afortunadamente ya tenía –Nueve novísimos poetas españoles, la antología de Castellet, y Diario de un artista seriamente enfermo, de Jaime Gil de Biedma- y que ahora, gracias a la reina y a su equipo de Dos Passos, formará parte de mi trilogía de “incunables”.
Hace unos días, mi nieta Marina me preguntó que para qué servía la literatura, una pregunta que su profesor suele formularles de vez en cuando y que me parece muy oportuna para hacer pensar a sus alumnos de 16 años, que son los 16 años de hoy, donde todo está dispuesto para distraerse, nada que ver con los míos. Aún no le he contestado porque la pregunta tiene bemoles pero este final de los libros que me conmueven y me remueven – y me transforman, que diría Joan Margarit- me parece oportuna. Al menos para mí, la literatura, junto con el cine, el teatro, la música y la pintura, pero sobre todo la literatura, no es un compartimento separado de la vida, no es un hobby, como se decía antes, no es un entretenimiento, como algunos secuaces de la derecha más cavernícola se están encargando de subvertir. Sin literatura la vida sería tan pobre que no sé qué haría yo a estas alturas si no hubiera conocido a Holden Caulfield, a Alonso Quijano, a Anna Karenina, a Fermín de Pas, a Gregorio Samsa, al comisario Maigret, a Meursault, al capitán Ahad y a Alicia, o no me hubiera adentrado en los territorios míticos de Yoknapataupha, Santa María, Macondo o Comala. Porque todo esto forma ya parte inalienable del imaginario más real de mi vida.
Quiero recordar una parte del discurso del poeta José Hierro al recoger en Oviedo el Premio Príncipe de Asturias en su primera edición de 1981 porque tiene algo de respuesta a la pregunta del profesor de literatura. Hierro lo dijo en tiempos de inestabilidad política en los que unos meses antes se había intentado perpetrado un golpe de estado con la clara intención -los golpistas no buscan otra cosa-, de devolvernos a la caverna franquista de la que nos había costado salir cuarenta años:
«Este acto es significativo porque supone un reconocimiento de algo que no siempre los gobiernos toman en cuenta: los valores de la cultura. Las dictaduras ponen la cultura -una sola, la suya- al servicio de su política. Las democracias se ponen al servicio de la cultura, la aceptan como es. En el fondo es una tarea inteligentemente política. Porque de la misma manera que constituía una torpeza la pregunta de Stalin refiriéndose al Papa: ¿Con cuántas divisiones cuenta?, resulta poco inteligente preguntarse con cuántas divisiones cuenta un investigador, un músico, un poeta. Para muchos, un poeta -que en la escala de valores utilitarios constituye el más bajo escalón- es, en el mejor de los casos, esa voluta que adorna el pináculo de un edificio. Pero ese objeto considerado poco más que objeto decorativo, y al que se rompe y arroja al vuelo despiadadamente, puede causar enormes daños en su caída. Pongamos un nombre a esa voluta -Federico García Lorca- y sabremos, desde el punto de vista público, el daño que hizo al ser derribado».
Disfruta el momento, el placentero presente, y no pienses en el futuro porque ese es un periodo imposible de conocer. Este tópico, que está más en el deseo que en la realidad, lo acuñó el poeta romano Horacio (65-8 a de C.): Carpe diem quam minimum credula postero, es decir, “aprovecha cada día, no te fíes del mañana”.
El carpe diem está también muy presente como temática en gran parte de la poesía universal, una tradición que inaugura Horacio como hemos dicho, aunque a lo largo de la historia es algo que se ha tomado como un leit-motiv. El verdadero sentido tiene que ver con que no tenemos que esperar a que nuestra vida cambie por el giro inesperado de una enfermedad o un accidente.
Aunque el concepto filosófico fue muy popular en épocas del Romanticismo y el Renacimiento, de vez en cuando reaparece en obras literarias modernas, como por ejemplo durante los años 80 del siglo pasado, unos años postnovísimos en los que hubo un resurgimiento de poetas que bebían de las fuentes de la poesía latina. En 1990, la película de Peter Weir, El Club de los poetas muertos, hace que se conozca más el concepto horaciano, en donde un profesor de poesía, que encarna Robin Williams, motiva a sus alumnos provocándoles un cambio en sus mentes. A partir de aquel descubrimiento comienza una revolución en el colegio contra las normas tradicionales en favor del teatro y la poesía como una forma renovada en la inspiración de cada día. Como suele suceder en estos casos, la experiencia no acaba nada bien para el sufrido profesor ni para sus alumnos, aunque a estos les quedará esa semilla que volverá a brotar en un futuro que se presume después del fin de la película.
Estamos finalizando el año 2015 (muchos cruzamos los dedos para que 2016 venga con un pan bajo el brazo), y por eso he querido traer este concepto, porque nada mejor que pedirnos a nosotros mismos una renovación interior; un cambio en favor de una vida mejor, más rica en ideas y, en consecuencia, más creativa y merecedora de haberla vivido.
Hay un personaje en la novela ejemplar de Cervantes, Rinconete y Cortadillo, llamado La Pipota, que expresa a los jóvenes este concepto. Ella es una vieja devota que añora los años mozos y les pide que, ya que tienen juventud, que la disfruten y aprovechen porque el tiempo pasa demasiado rápido y no tardarán en hacerse viejos como lo es ella ahora. El cristianismo no es una religión que incite precisamente a ello pero la posibilidad de arrepentimiento brinda la ocasión para quemar las naves y hacer como el don Juan de Zorrilla, que cortejó a más mujeres y mató a más hombres que don Luis Mejía, por ganarle una apuesta, y se fue después de rositas con doña Inés al cielo para siempre.
En fin, romanticismos aparte, el carpe diem está en muchas composiciones poéticas como en este verso de Juana de Ibarborou que dice: “Tómame ahora, que aún es temprano”, y en otras más conocidas, como estos tres poemas que caracterizan como ningún otro la filosofía de vivir el momento con intensidad (lo que no quiere decir que se viva con irresponsabilidad). Lo celebraremos por orden cronológico empezando por el de Horacio, para continuar con Garcilaso de la Vega y ya, el cierre le corresponderá a Walt Witman, que en El club de los poetas muertos lo recuerdan con uno de sus versos más famosos: “Oh capitán, mi capitán”, un poema que Walt Whitman escribió al presidente Abraham Lincoln, tras su asesinato, y que se publicó en Hojas de hierba, la obra poética que más me impactó en mis lejanos años juveniles de los 70 y que entonces leí en la sudamericana editorial Losada.
HORACIO
CARPE DIEM
Nunca trates, Leuconoe (sacrílego es saberlo)
de averiguar el fin que nos tiene los dioses
reservado, ni sondees las cifras babilonias.
¡Cuánto mejor será pechar con todo lo que vaya
a ocurrir! Ya sea o no este invierno que al Tirreno
bate contras las costas, el último que Júpiter
te deje, has de saber estar; bebe tus vinos
y modera esas largas esperanzas, ya que la
vida es corta. Mientras aquí charlamos vuela el tiempo,
envidioso. Así que atrapa el día y note fíes
ni un pelo del que viene.
Esta versión del carpe diem horaciano es de Víctor Botas (Oviedo, 1945-1994) que publicó en Segunda mano un libro de poemas, de poetas clásicos, retraducidos a su modo, en el que dijo: “no pretendo sino recuperar ciertos poemas que, por razones bastantes misteriosas, siempre me produjeron la sensación de haberme sido pisados por sus autores”.
GARCILASO DE LA VEGA (1501-1536)
Soneto XXIII
En tanto que de rosa y azucena
se muestra la color en vuestro gesto,
y que vuestro mirar ardiente, honesto,
enciende al corazón y lo refrena;
y en tanto que el cabello, que en la vena
del oro se escogió, con vuelo presto,
por el hermoso cuello blanco, enhiesto,
el viento mueve, esparce y desordena:
coged de vuestra alegre primavera
el dulce fruto, antes que el tiempo airado
cubra de nieve la hermosa cumbre;
marchitará la rosa el viento helado.
Todo lo mudará la edad ligera
por no hacer mudanza en su costumbre.
WALT WHITMAN (1819 –1892)
CARPE DIEM
Aprovecha el día,
no dejes que termine sin haber crecido un poco,
sin haber sido feliz, sin haber alimentado tus sueños.
No te dejes vencer por el desaliento.
No permitas que nadie te quite el derecho a expresarte,
que es casi un deber.
No abandones tus ansias de hacer de tu vida algo extraordinario.
No dejes de creer que las palabras y las poesías
sí pueden cambiar al mundo.
Porque pase lo que pase, nuestra esencia está intacta.
Somos seres humanos llenos de pasión.
La vida es desierto y es oasis.
Nos derriba, nos lastima, nos enseña,
nos convierte en protagonistas de nuestra propia historia.
Aunque el viento sopla en contra, la poderosa obra continúa,
tú puedes aportar una estrofa.
No dejes nunca de soñar, porque sólo en sueños
puede ser libre el hombre.
No caigas en el peor de los errores, el silencio.
La mayoría vive en un silencio espantoso.
No te resignes. Huye.
«Emito mi alarido por los techos de este mundo»
dice el poeta.
Valora la belleza de las cosas simples,
se puede hacer poesía bella sobre las pequeñas cosas.
No traiciones tus creencias.
Todos necesitamos aceptación.
Pero no podemos remar en contra de nosotros mismos.
Eso transforma la vida en un infierno.
Disfruta el pánico que provoca tener la vida por delante.
Vívela intensamente, sin mediocridades.
Piensa que en ti está el futuro y encara la tarea
con orgullo y sin miedo.
Aprende de quienes pueden enseñarte.
Las experiencias de quienes nos precedieron,
de nuestros «poetas muertos»,
te ayudarán a caminar por la vida.
La sociedad de hoy somos nosotros,
«los poetas vivos»,
no permitas que la vida te pase a ti sin que la vivas.
Con este deseo entraremos en el nuevo año cargados de energía. Hasta entonces, en que volveré con nuevas aventuras poéticas, feliz navidad a mis hipotéticos lectores y que 2016 venga con una hermosa hogaza de ilusiones renovadas para todos.
Esta semana he tenido la oportunidad de vivir dos momentos bien distintos que, dadas sus dimensiones escenográficas, me situaron entre la realidad y la ficción en las que me muevo cada día. Uno fue el debate preelectoral que produjo ATRESMEDIA para sus canales de televisión y radio; el otro, la última película de Cesc Gay, titulada Truman.
Pero la realidad no estuvo precisamente en el debate político y la ficción en el film, sino todo lo contrario. Sentí la ficción durante las dos horas, aproximadas, que duró el debate de Antena 3, y viví la realidad durante las dos horas, aproximadas, que duró la peli del director catalán.
El debate de los políticos -Soraya Sáenz de Santamaría, Pedro Sánchez, Albert Rivera y Pablo Iglesias- fue una puesta en escena que atrajo la atención de varios millones de ciudadanos y que a mí me pareció de un aburrimiento rayano en la mediocridad; como si hubiera asistido a una sesión teatral con un guión mediocre, cuyos personajes hablaran manejados por los hilos invisibles de sus no tan diferentes propuestas partidistas. Y no solo por ellos sino también por los comentarios posteriores que suscitó el debate a cuatro: que si lo ganó Iglesias, que si se sujetaba a un boli Bic, que si Rivera se movía, nervioso, más de la cuenta…, mientras Rajoy lo estaba disfrutando desde Doñana, el Camp David de nuestros presidentes patrios. Lo patético fue comprobar una vez más que los seres humanos, organizados como hasta ahora lo hemos hecho, seguimos haciendo muy poco para arreglar casi nada: ni el peligro del medioambiente (en Kioto perdimos la penúltima oportunidad), ni la Justicia que clama otra justicia en veredictos flagrantes de maltrato, violación y asesinato, ni en una educación y una sanidad plasmadas en un gran pacto nacional que esté a la altura de lo que nos merecemos, ni una protección -no solo basada en subvención económica, pero mucho menos en el desprecio- a la cultura…
Esa es la ficción con la que me encontré ante la pantalla pequeña. Sin embargo, entré en la realidad cuando me senté ante la pantalla grande con tres grandes del cine: Cesc Gay, Ricardo Darín y Javier Cámara. Un director que ya demostró en En la ciudad y en Una pistola en cada mano (por nombrar solo dos de sus cintas), la soltura con la que se mueve en exteriores y el respeto con el que trata a sus actores. Los exteriores, por cierto, rodados alrededor de la manzana de nuestra antigua casa (Regueros, Belén, Fernando VI, Salesas) que Cesc Gay maneja como si hubiera vivido en Madrid toda la vida. ¡Qué bien este Madrid tan cercano y vivible del barrio de Justicia! El guión está trazado con maestría en el que se mezclan sentimientos dramáticos y de comedia con el justo equilibrio para no caerse nunca del relato. Los dos actores son de una credibilidad emocionante. Cámara, para mí, está en su mejor papel, dándole la réplica a un Darín al que ya no me quedan elogios por hacer. Javier Cámara ofrece su mirada al espectador, es como si nos dejara estar a su lado, siguiendo el recorrido existencial de su gran amigo, enfermo de cáncer. Por ejemplo, cuando mira a Ricardo Darín y lo escucha, entre atónito y comprensivo, confesar al doctor que no va a seguir con la quimio. O sus silencios. La música, la luz, el ambiente creado dentro de la casa, el encuentro con el hijo en Ámsterdam, todo, en esta otra realidad que es el cine, se hace grande a medida que van pasando los minutos. La galería de importantes de la escena que pasan unos minutos ante el espectador son también una muestra del momento tan interesante por el que pasa cierto cine español: José Luis Gómez, Eduard Fernández, Elvira Mínguez y, por supuesto, Dolores Fonzi, cuya intervención rompe de vez en cuando el tono entre ambos actores ante la realidad dominante que los envuelve durante los cuatro días en que están juntos. Y claro, el perro, Truman, entrañable y fundamental.
Y para realidad y ficción, las dos entrelazadas en el recuerdo, la muerte de John Lennon, de la que el pasado 8 de diciembre se cumplieron 35 años. Un día nefasto en el que Mark Chapman, un joven cargado de problemas y de tendencias suicidas, le disparó cinco tiros a la puerta de su casa, en el famoso edifico Dakota, al lado de Central Park, una casa “maldita” por haber vivido en ella Boris Karloff, pero sobre todo porque Polanski rodó La semilla del diablo. Al monumento Strawberry Fields, la estrella que recuerda al cantante en el Central Park, solemos ir la reina y yo, cuando visitamos N.Y. y recordamos Imagine, la canción emblemática de John Lennon en la que una de sus estrofas, dice:
Nothing to kill or die for / and no religion too. / Imagine all the people / living life in peace…
Es decir:
Nada por lo que matar o morir,/ ni tampoco religión./ Imagina a todo el mundo,/ viviendo la vida en paz…
“Pronto aprendí que la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me ayudó mucho en la vida, sobre todo en las grandes ciudades, donde la gente no suele ser siempre, lo que se dice, recta”. Albert Camus
Hace unas semanas cenamos con unos amigos intelectuales y entre los temas de conversación salió el fútbol. Bien es verdad que se solventó rápidamente porque dos de ellos anunciaron su ignorancia y alejamiento del deporte rey e, incluso, hubo quien declaró su animadversión, que dicho sea de paso, yo comprendí inmediatamente porque hace muchos años también fui de su misma opinión. Hoy ya no la comparto porque como buen converso soy un fiel seguidor de ese deporte y salto de admiración cuando Messi, Neymar, Suárez e Iniesta perpetran alguna de sus jugadas antológicas.
Antes de seguir debo aclarar que al principio usé la palabra intelectual con toda intención porque lo que quiero contar es la magia que el fútbol ha ejercido siempre en personas nada sospechosas de estar alienadas por seguir con pasión estas competiciones deportivas.
Empezaré con Albert Camus. El premio Nobel de Literatura tuvo que dejar de jugar, como tantos en aquella época, por culpa de la tuberculosis. Jugó, y muy bien, en el RUA -Racing Universitario de Argel-, de portero y de delantero. Lo cuentan sus dos más importantes biógrafos. Uno, Herbert R. Lottman, quien recuerda la respuesta del filósofo y dramaturgo a un amigo cuando le preguntó, ¿fútbol o teatro? «El fútbol”, respondió Camus, “sin dudarlo”. Olivier Todd, el otro biógrafo, dice que fue un buen goleador y que “bajo una gran gorra, también ocupa el puesto de delantero centro…».
Oliver Todd, Albert Camus. Una vida (Tusquets)/Herbert R. Lottman, Albert Camus (Taurus).
26 de mayo de 1928. Campo del Sport del Sardinero, de Santander. Final de Copa de España entre el Barcelona y la Real Sociedad. El portero del Barça era un húngaro llamado Platko, que, frente al delantero centro guipuzcoano, Cholin, a punto de marcarle un gol, se lanzó a sus pies evitando que el balón entrara bajos los palos, recibiendo a cambio una patada en la cabeza que le dejó sobre el césped, inmóvil durante unos minutos. Nada grave. Tras seis puntos y una venda blanca que le rodeaba la cabeza ensangrentada volvió a salir al terreno de juego bajo el trueno de aplausos y vítores de la afición.
Rafael Alberti estaba allí. Con 26 años era uno de los miles de emocionados espectadores y, ante la valentía del guardameta, escribió este poema que al día siguiente apareció en primera página de La Voz de Cantabria:
Oda a Platko
Ni el mar,
que frente a ti saltaba sin poder defenderte.
Ni la lluvia. Ni el viento, que era el que más rugía.
Ni el mar, ni el viento, Platko,
rubio Platko de sangre,
guardameta en el polvo,
pararrayos.
No nadie, nadie, nadie.
Camisetas azules y blancas, sobre el aire.
Camisetas reales,
contrarias, contra ti, volando y arrastrándote.
Platko, Platko lejano,
rubio Platko tronchado,
tigre ardiente en la yerba de otro país.
¡Tú, llave, Platko, tu llave rota,
llave áurea caída ante el pórtico áureo!
No, nadie, nadie, nadie,
nadie se olvida, Platko.
Volvió su espalda al cielo.
Camisetas azules y granas flamearon,
apagadas sin viento.
El mar, vueltos los ojos,
se tumbó y nada dijo.
Sangrando en los ojales,
sangrando por ti, Platko,
por ti, sangre de Hungría,
sin tu sangre, tu impulso, tu parada, tu salto
temieron las insignias.
No, nadie, Platko, nadie,
nadie se olvida.
Fue la vuelta del mar.
Fueron diez rápidas banderas
incendiadas sin freno.
Fue la vuelta del viento.
La vuelta al corazón de la esperanza.
Fue tu vuelta.
Azul heroico y grana,
mandó el aire en las venas.
Alas, alas celestes y blancas,
rotas alas, combatidas, sin plumas,
escalaron la yerba.
Y el aire tuvo piernas,
tronco, brazos, cabeza.
¡Y todo por ti, Platko,
rubio Platko de Hungría!
Y en tu honor, por tu vuelta,
porque volviste el pulso perdido a la pelea,
en el arco contrario al viento abrió una brecha.
Nadie, nadie se olvida.
El cielo, el mar, la lluvia lo recuerdan.
Las insignias.
Las doradas insignias, flores de los ojales,
cerradas, por ti abiertas.
No, nadie, nadie, nadie,
nadie se olvida, Platko.
Ni el final: tu salida,
oso rubio de sangre,
desmayada bandera en hombros por el campo.
¡Oh, Platko, Platko, Platko
tú, tan lejos de Hungría!
¿Qué mar hubiera sido capaz de no llorarte?
Nadie, nadie se olvida,
no, nadie, nadie, nadie.
Miguel Hernández vivió algo parecido a lo de Rafael Alberti. Hernández apoyaba con entusiasmo a su equipo local, el Orihuela, cuando presenció con horror el choque de Lolo, el portero, contra uno de los postes laterales, que queda tumbado como un muñeco sin vida bajo la portería. Y escribe esto:
Elegía al guardameta
«A Lolo, sampedro joven en la portería del Orihuela”
Tu grillo, por tus labios promotores,
de plata compostura,
árbitro, domador de jugadores,
director de bravura,
¿no silbará la muerte por ventura?
En el alpiste verde de sosiego,
de tiza galonado,
para siempre quedó fuera del juego
sampedro, el apostado
en su puerta de cáñamo añudado.
Goles para enredar en sí, derrotas,
¿no la mundial moscarda?
que zumba por la punta de las botas,
ante su red aguarda
la portería aún, araña parda.
Entre las trabas que tendió la meta
de una esquina a otra esquina
por su sexo el balón, a su bragueta
asomado, se arruina,
su redondez airosamente orina.
Delación de las faltas, mensajeras
de colores, plurales,
amparador del aire en vivos cueros,
en tu campo, imparciales
agitaron de córner las señales.
Ante tu puerta se formó un tumulto
de breves pantalones
donde bailan los príapos su bulto
sin otros eslabones
que los de sus esclavas relaciones.
Combinada la brisa en su envoltura
bien, y mejor chutada,
la esfera terrenal de su figura
¡cómo! fue interceptada
por lo pez y fugaz de tu estirada.
Te sorprendió el fotógrafo el momento
más bello de tu historia
deportiva, tumbándote en el viento
para evitar victoria,
y un ventalle de palmas te aireó gloria.
Y te quedaste en la fotografía,
a un metro del alpiste,
con tu vida mejor en vilo, en vía
ya de tu muerte triste,
sin coger el balón que ya cogiste.
Fue un plongeón mortal. Con ¡cuánto! tino
y efecto, tu cabeza
dio al poste. Como un sexo femenino,
abrió la ligereza
del golpe una granada de tristeza.
Aplaudieron tu fin por tu jugada.
Tu gorra, sin visera,
de tu manida testa fue lanzada,
como oreja tercera,
al área que a tus pasos fue frontera.
Te arrancaron, cogido por la punta,
el cabello del guante,
si inofensiva garra, ya difunta,
zarpa que a lo elegante
corroboraba tu actitud rampante.
¡Ay fiera!, en tu jaulón medio de lino,
se eliminó tu vida.
Nunca más, eficaz como un camino,
harás una salida
interrumpiendo el baile apolonida.
Inflamado en amor por los balones,
sin mano que lo imante,
no implicarás su viento a tus riñones,
como un seno ambulante
escapado a los senos de tu amante.
Ya no pones obstáculos de mano
al ímpetu, a la bota
en los que el gol avanza. Pide en vano,
tu equipo en la derrota,
tus bien brincados saques de pelota.
A los penaltys que tan bien parabas
acechando tu acierto,
nadie más que la red le pone trabas,
porque nadie ha cubierto
el sitio, vivo, que has dejado, muerto.
El marcador, al número al contrario,
le acumula en la frente
su sangre negra. Y ve el extraordinario,
el sampedro suplente,
vacío que dejó tu estilo ausente.
“Efectivamente, de joven, el fútbol llegó a ser para mí una verdadera pasión. Jugaba al fútbol con las canicas en casa, jugaba a diario un partidillo informal en el Campo Grande, y jugaba al año cuarenta o cincuenta partidos serios, de noventa minutos y en campo reglamentario, en la finca del colegio”. Estas palabras son de Miguel Delibes, que jugó de delantero. Era, como él mismo se describió, “más o menos fino, pero me faltaban condiciones físicas -no era corpulento- y me sobraba respeto a las defensas contrarias”.
Gerardo Diego cantó también su emoción futbolera en este poema:
El balón de fútbol
¿Tener un balón ? Dios mío.
Qué planeta de fortuna.
Vamos a los Arenales :
cinco hectáreas de desierto,
cuadro y recuadro del puerto.
Qué olor la Tabacalera.
-Suelta ya el balón. Incera.
-No somos once. -No importa.
Si no hay eleven hay seven.
Qué elegante es el inglés :
decir sportman, team, back ;
gritar goal, córner, penalty.
(Aún no se ha abierto el Royalty.)
-Marca tú la portería :
textos y guardarropía.
-Somos siete contra siete.
Un portero y un defensa,
dos medios, tres delanteros ;
eso se llama la uve.
Y a jugar. Vale la carga.
pero no la zacandilla.
Yo miedo nunca lo tuve ;
(Una brecha en la espinilla.)
Ya se desinfla el balón.
Sopla tú fuerte la goma.
Ata ya el cuero marrón.
El de badana en colores
déjase a los menores
para botar con la mano.
Mañana a la Magdalena
a jugar contra el « Piquío ».
Y al « Plazuela », desafío.
Tener un balón, Dios mío.
La lista de intelectuales aficionados al fútbol es larga: Jacques Derrida, Manuel Vázquez Montalbán, Eduardo Chillida, Pasolini, Eduardo Galeano, Elías Querejeta, Javier Marías, Ángel González, Mario Benedetti, Luisgé Martín… En mi lejana niñez no tuve a mi alrededor ninguna figura de ese calibre que me ayudara a pensar que si a él le gustaba… Entonces no llegué a pensar que algo tendría el futbol cuando tantos lo bendicen; más bien al contrario, siendo yo, como era, enemigo de sumarme al gusto mayoritario, e imagino que tras “sufrirlo” en casa cada fin de semana, con más motivo.
Sea como fuere, lo cierto es que allá cada uno con sus cosas. Tampoco es que se me haya despertado el afán evangelizador y apostólico de la conversión de nadie al fútbol. Simplemente he aprendido a pasármelo bien de vez en cuando durante 90 minutos. Pero solo de vez en cuando.
En 1987, Carme Riera y yo le hicimos una entrevista a Jaime Gil de Biedma. Al acabar, me fui con Jaime de copas por Barcelona. Fue una especie de periplo que emulaba su “Revista de bares (o Apuntes para una prehistoria de la difunta gauche divine)”, recogido en su libro El pie de la letra (*), un conjunto de ensayos sobre vida y literatura, temas fundamentales en la obra del poeta. “El bar es una estilización urbana de la taberna”, escribe Gil de Biedma en este libro. Fue una tarde memorable en la que Jaime, como un caballero británico, me presentó a sus camareros. Sé que debería haber apuntado los nombres de los bares en los que entramos y salimos, tomando dry martinis acodados en cada barra, aunque no importan tanto los lugares en los que charlamos de poesía todo el tiempo, como las cosas que Jaime me contó, entre ellas un episodio de insomnio que había sufrido hacía unos años en el que, para dormirse, “en lugar de contar ovejitas”, me dijo, “recitaba de memoria los versos del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz”. “Para ser poeta”, me dijo también un poquito achispado, “hay que pagar un precio muy alto”.
Tal vez hayamos estado en el Stork o en el Flamingo, en el Elephas o en La Gàbia de Vidre, quién sabe si en ninguno, o si ni tan siquiera seguirán en pie o se han convertido en escenarios de película de ciencia ficción, con personas sentadas a sus mesas manipulando como autómatas sus teléfonos móviles.
(*) El pie de la letra. Ensayos 1955-1979. Editorial Crítica, 1980. Esta es la primera edición del libro que yo he manejado, y que salió como una colección de Lecturas de Filología dirigida por Francisco Rico. Jaime Gil dedicó el libro a ”A mi amigo Josep Madern, por las veces que hablamos de vida y literatura».
Salvando las distancias, voy a hacer mi propia Revista de bares madrileña. Una sana costumbre para mantener en pie las relaciones humanas en un ámbito propicio para la felicidad. Estos bares, en puridad, son restaurantes en los que suelo comer habitualmente. Hay más pero, como decía El Jueves con sus portadas, estos son, hoy, los elegidos.
La Tavernetta. Esta trattoria la lleva como un guante a su medida, que es la medida de todos sus clientes, el sardo Angelo Loi, maestro en cordialidad y un profesional de los fogones, si está de vacaciones la cocinera oficial, la dulce Flor, una abuela filipina que parece que acabara de cumplir los 40. Local pequeño y acogedor, Angelo y todo su equipo han conseguido que La Tavernetta sea un lugar indispensable para comer bien, al tiempo que disfrutar del ambiente y reconocer a los amigos que gozan a diario de la alegría contagiosa del lugar. Lo mejor es dejarse guiar por lo que te propongan, tanto él, como Manuela o Javier, ya sea cuscus sardo, pasta con gamberini o el sin par escalope (por encargo y al que Flor le pone todo su cariño), y al que mi devoción me impulsó a escribirle una oda, al modo de las odas de Neruda. De aperitivo, queso, mortadela, aceite y una copa de vino, a mí me gusta empezar -y a veces seguir- con un buen godello. Y antes, para abrir boca, un Aperol Spriz. (Orellana, 17. T. 913 19 23 90).
El Sexto. Moderno y acogedor, este resturante nació hace poco tiempo con vocación multidisciplinar. Tiene dos pisos en los que, además de comer, se puede disfrutar de copas con muy buen ambiente. El restaurante lo pueblan a diario una clientela variopinta, es decir, familias, ejecutivos, parejas… El personal es cálido y profesional y siempre está atento para ofrecerte un aperitivo mientras eliges qué platos entre tres primeros y tres segundos te apetecen. Solo por 14,50€ incluida bebida y postre. Calidad asegurada. (Fernando VI, 6, T. 608 56 61 04)
Taberna Laredo. Empezó hace más de 15 años llamándose Mitulo, en la calle Doctor Esquerdo, un mínimo local que siempre estaba lleno. Pero los camareros de la barra, perfectos anfitriones, te veían entrar siempre y con cortesía -no voceando en plan cheli: “Al fondo hay sitio”, te saludaban y te atendían con calidez y profesionalidad. A los fogones David, y en el local, su hermano Miguel hacían las delicias de los clientes: gourmets de todo tipo y condición. Lo siguieron haciendo cuando tuvieron que ampliar y se fueron a Menorca, 14, y actualmente en el número 30 de Doctor Castelo, en donde permanecen aumentando el éxito que radica -qué cosa tan fácil y tan difícil a la vez- en atender a los clientes con interés y dar de comer y de beber lo mejor.
Miguel continúa al frente del restaurante aconsejándote los mejores caldos, y David es el chef que en la cocina inventa todo tieso de bondades para hacerte feliz. Hace más de 10 años llevé a Ángel González con algo de inquietud porque él era más bien clásico al elegir las viandas y el vino (siempre Rioja), y recuerdo lo bien que lo pasó con el pulpo en el que las patatas eran un puré ligero, porque lo que caracterizó a Laredo fueron sus innovaciones sin perder de vista la base de la cocina, lo que David aprendió de su madre, fundadora del Mitulo. Miguel eligió un vino de “una bodega que está haciendo unos caldos muy interesantes, etc.”, pero en eso Ángel era fiel. La segunda botella fue un Rioja. (Doctor Castelo, 30, T. 91 573 30 61).
Minabo. Este japo, con una trayectoria de muchos años, mantiene y aumenta su calidad y su saber hacer. Al cuidado de las mesas está Reinel, que mantiene con sus clientes un trato exquisito y familiar y te asesora como nadie, lo que te asegura que vas a comer lo mejor sin tener que mirar la carta. Salmon tower, sashimi serranito o los ceviches…, todo en este local coqueto y tranquilo merece la pena.(Caracas, 8, T. 913 08 22 77)
Mercato Ballaro. Conozco a Angelo Marino, como a Angelo Loi, desde sus inicios en Madrid con la formidable Taverna Siciliana, con la que entraron con una cocina propia, con raíz mediterránea. El Mercato tiene en su entrada un primer comedor, informal, donde comer todo tipo de ensaladas, el vitello tonnato o los platos que se pueden degustar en el piso de arriba, agradable y más tranquilo, como puede ser un sabrosísimo pulpo picante, y, siempre, las alcachofas así como cualquier pescado que te proponga Rosa. (Sta Engracia, 24, T. 913 08 49 66)
Premiata Fornería Ballaró. Angelo Marino acaba de inaugurar este restaurante colorista y simpático, cuyo horno de leña es una pieza fundamental para conseguir que sus pizzas resulten así de sabrosas. No cierra ningún día de la semana y tiene un sistema de grifos tras la barra con los que Branco y Enzo, maestros en saber lo que te gusta, ofrece unos vinos jóvenes que abren el apetito. (Santa Engracia, 90, T 915939133).
En el Día Internacional contra la Violencia de Género:
«…pues el hombre no trastorna jamás la historia de la colmena, porque en cada una de las antenas de estos seres existe desde tiempos ancestrales un sentido desconocido que palpa y mide el alcance de las tinieblas y mientras viva una de ellas el desaliento no entra nunca en la ciudad de las castas bebedoras de rocío».
De La vida de las abejas, de Maurice Maeterlink
Ayer fue miércoles
He decidido salir a la palestra cada jueves. Este blog se llama “Ayer fue miércoles toda la mañana”, en honor al poeta Ángel González (Oviedo, 1925-Madrid, 2008), que escribió este poema que comienza con ese verso y que en el siguiente le da la vuelta: “Por la tarde cambió: se puso casi lunes”.
toda la mañana